El Alemán, por su parte, no se quedaba atrás. De acuerdo con su historia, deshilvanada y dicha en voz baja, un poco entre dientes, y que debí reconstruir, y aun cubrir ciertos pasajes con detalles extraídos de mi imaginación, había dedicado los últimos años de su vida a lamentarse de que su mujer lo hubiese abandonado, llevándose con ella a sus dos hijos (el Alemán, a todo esto, era en realidad hijo de paraguayos con lejana ascendencia germánica).
Hacía unos días se había embarcado para probar fortuna en Buenos Aires. Se durmió en la travesía nocturna, y al despertar comprobó que el barco estaba vacío, anclado en un puerto desconocido y desierto.
Ambuló por este puerto y por un pueblito también deshabitado, hasta encontrar un hotel: en la puerta había dos mujeres, y lo llamaron. Una vez adentro pasó varios días con las mujeres (y aquí el Alemán adquiere una mayor fluidez en el lenguaje y exhibe una especie de catálogo informativo de las infinitas fórmulas del erotismo) hasta que un día descubrió que la puerta por la que había entrado no podía abrirse, y que no había otras puertas al exterior. Por otra parte, las mujeres hablaban un idioma muy extraño, y a veces parecían burlarse de él. Intentó, al principio, desechar la preocupación: disponía de todas las habitaciones de un hotel, grande y lujoso, para que las dos mujeres le hicieran olvidar la tristeza por la esposa y los hijos perdidos; pero en cierto momento no pudo resistir más allí dentro (y se sentía un poco avergonzado al narrarlo, como si yo no pudiera entender la claustrofobia y, más aún, ese sentimiento de ajenidad e incomunicación con las mujeres burlonas). Huyó por la azotea.
Durante un tiempo estuvo acompañado sólo por unos gatos; desde ese lugar parecía como que el pueblo entero estuviese formado únicamente por azoteas, sin calles ni plazas, ni el menor espacio libre entre un edificio y otro. Cuando decidió deslizarse al interior de una casa, se dio cuenta de que no había otra forma de salir, aparte de la puerta de la azotea por la que había entrado, que unos pasillos y túneles, por los que finalmente optó luego de muchas dudas y temores. Estos túneles lo llevaron, luego de varias idas y vueltas, a otros lugares cerrados y desiertos.
Cuando ya había comenzado nuevamente su vida de lamentaciones, esta vez por haber abandonado el hotel y las dos mujeres, logró acceder al patio, Pero previamente había tenido un par de aventuras que, según dijo, casi lograron desequilibrarlo.
En uno de los pasillos había sido perseguido tenazmente por un hombre alto de sobretodo raído, quien trataba de convencerlo en un idioma extranjero ayudándose con señas, de que le comprara unos billetes de lotería que llevaba colgando en una tira, en la mano derecha, y de quien le costó más de una jornada desprenderse.
Y en otro de los lugares, sumergida en una enorme pecera incrustada en la pared, había visto ahogarse a una muchacha, desnuda en un agua verde, sin poder hacer nada por evitarlo; el vidrio había resistido todos sus embates, y sólo consiguió sacarse un hombro, que aún le dolía con tiempo húmedo.
Me enteré de que había otras personas ligadas a este patio. Por los agujeros, con o sin puertas, dulas paredes (que Bermúdez recomendaba no descuidar jamás, aunque hasta el momento no habían traído nada peligroso) habíamos aparecido, en este orden, Bermúdez, el Alemán, alguien a quien llamaban (nunca supe el motivo) «el Farmacéutico», el Francés, un alemán auténtico y yo. El Francés era realmente un francés, que a duras penas lograba entenderse con ellos. El Farmacéutico, según Bermúdez, estaba loco porque siempre contaba una historia distinta de su llegada a ese lugar, y parecía ser en realidad un maquinista de ferrocarril. El «alemán auténtico», con quien el rubio apenas podía cambiar algunas palabras, permaneció hosco, en un silencio expectante y agresivo, durante algunos días; después desapareció, sin que nadie viera por dónde ni cómo, ni supiera por qué.
El Francés y el Farmacéutico habían salido, poco antes de mi aparición, en un intento de explorar los alrededores, es decir, la selva. Su ausencia prolongada preocupaba bastante a Bermúdez.
Él y el Alemán se turnaban en los quehaceres, más complejos de lo que yo sospechaba al principio. Luego yo también me incorporé a las tareas, pero, mientras tanto, pasaba la mayor parte del tiempo arrebujado en la frazada, sentado en el suelo cerca del fuego, del que se ocupaba pacientemente el Alemán, manteniéndolo con gran ahorro de leña o avivándolo llegado el momento; y yo meditaba todo lo que mi estado me lo permitía, y luego fui retomando mi costumbre de hacer anotaciones.
Estábamos bastante bien equipados: Bermúdez se había aprovisionado exageradamente para sus vacaciones turísticas, y consumíamos de forma moderada su café instantáneo y la leche en polvo, latas de conserva y cosas por el estilo; y todavía había algunos restos aprovechables de carne fresca de venado, fruto de una cacería de días anteriores. Esta carne la salaban y luego la asaban para mantenerla, pero ya comenzaba a oler mal y se hablaba de una nueva cacería. Sin embargo, había que esperar un poco más: al Francés y al Farmacéutico, o a que yo me repusiera del todo. Se trataba de dispersar lo menos posible a la gente.
Bermúdez y el Alemán acostumbraban afeitarse, e incluso ya se habían cortado el pelo mutuamente en una oportunidad. Bermúdez me ofreció sus implementos. De ellos me interesaba solamente el espejo. De antemano rechazaba la idea de afeitarme; me parecía que el aspecto adquirido, cualquiera que fuese, tendría su razón de ser, era como una muestra viva, un diario de viaje de las cosas sufridas. Pero me interesaba mirarme al espejo; en todo ese tiempo allí no había encontrado ninguno, y me producía una sensación extraña no tener esa referencia de mi aspecto. No era, exactamente, como si me hubiese olvidado de mis rasgos; pero necesitaba alguna confirmación. También sabía que al mirarme perdería algo importante, justamente esa sensación que no puedo explicar.
Era un espejo pequeño, con el azogue saltado en varios lugares, pero no distorsionaba la imagen. Es posible que exagere mi descripción, pero al mirarme sentí que era exactamente así: la imagen de un ser sumamente delgado, con una terrible masa de pelo hirsuto y desparejo, y ojos de loco; la barba me había crecido a un grado tal que parecía que la llevaba desde hacía años. Recordé que en una oportunidad había estado un año sin afeitarme, y no había conseguido una barba de dimensiones parecidas.
El pelo se extendía en todas las direcciones, un tanto erizado, e incluso me caía sobre la frente, dándome un aspecto de estupidez del cual apenas me salvaban los ojos, los que me parecieron de una agudeza que nunca antes habían mostrado, una inteligencia un tanto salvaje; eran más pequeños y alargados, astutos, y en las pupilas noté un brillo paranoico o febril.
De todos modos me mantuve en mi decisión de no afeitarme y rechacé un amable ofrecimiento del Alemán de cortarme el pelo; me limité a ordenármelo un poco con las manos, teniendo cuidado de echarlo hacia atrás, dejando al descubierto la frente para no parecer tan estúpido.
Anochecía, y Bermúdez me dijo:
– Usted es todavía un huésped de honor, pero lo noto bastante recuperado. Trate de descansar bien esta noche, porque desde mañana deberá comenzar a integrar la guardia.
Me explicó que, dados los riesgos desconocidos que se suponía podían acecharnos, había, de noche, una guardia permanente; en estos momentos sólo quedaban ellos dos, por lo que los turnos eran muy sacrificados. Yo protesté, asegurando sentirme bastante bien como para cumplir unas horas de guardia esa misma noche, pero Bermúdez insistió en esperar veinticuatro horas. También insistieron, ambos, para que continuara ocupando la bolsa, que era la forma más cómoda y abrigada de pasar la noche.
Luego Bermúdez se puso ropas muy gruesas y un sobretodo, y una gorra de cazador con aletas que le tapaban las orejas, y controló que el revólver que llevaba al cinto estuviera listo para ser usado. Tomó una linterna que había en una mochila, bajó la llama del farol de queroseno y la apagó de un soplido, y nos dio las buenas noches.
– Son las doce en punto -dijo, y me extrañó mucho saber la hora-. A las cuatro, el Alemán me releva; y a las ocho todo el mundo en pie.
– Las ocho -me despertó la voz del Alemán. No había logrado dormir bien. Apenas había puesto la, cabeza en la almohada, ya habían comenzado los ronquidos del Alemán; yo, a pesar de la comodidad de la bolsa, me revolví inquieto durante horas antes de conseguir dormirme. Este encuentro, cuyos alcances no había podido aún medir, ni imagina; me excitaba; de alguna forma me sentía contento, pero también había un dejo de aprehensión cuyo origen no podía localizar; quizá me había acostumbrado a la soledad, o quizá me molestaba que la compañía fuera la de esta gente extraordinaria desde muchos puntos de vista, pero con quienes no lograba un grado muy aceptable de comunicación.
Me pareció que recién conciliaba el sueño cuando me despertó un movimiento en la carpa; una vez hecha la composición de lugar, comprendí que era el cambio de guardia. Enseguida los ronquidos de Bermúdez sustituyeron a los del Alemán.
El desayuno consistió nuevamente en galleta y café instantáneo. La jornada fue poco interesante, aunque la tensión crecía por la falta de noticias de los exploradores. De ellos se habló, naturalmente, y así pude enterarme de parte de sus historias. Bermúdez insistió en que el Farmacéutico debía de estar loco.
– Una vez -dijo- me contó que había llegado a este lugar tragado por un remolino; dijo que había salido a pescar en un bote, y que de pronto un remolino lo absorbió. Pero a éste -y señaló al Alemán, quien asintió de antemano con pequeñas oscilaciones de la cabeza- le dijo que fue en el consultorio de un dentista, en el momento en que le sacában una muela; sintió que se la arrancaban de un tirón, y tenía los ojos cerrados, y como después no sintiera más nada los abrió, y encontró el consultorio vacío. Estuvo un rato escupiendo sangre, y después se aburrió y se fue del, consultorio, para encontrarse en un lugar completamente distinto.
El Alemán volvió a confirmar con la cabeza.
– Después -prosiguió Bermúdez- me volvió a contar una historia distinta: que manejaba una locomotora que arrastraba una serie de vagones, y se metió en un túnel habitual, y que al salir del túnel se encontró con que las vías terminaban, más allá, junto a unas luces coloradas, y que estaba en un lugar desconocido; después, al bajarse, se dio cuenta de que estaba solo con la locomotora: el resto del tren había desaparecido.