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Si ahora se planteaba la necesidad, era precisamente por haber resuelto quedarme con ellos. Me pregunté por qué y cuándo lo había hecho, y descubrí que fue más bien un dejarme estar: había caído en la trampa de la comodidad. La misma trampa de las habitaciones de mi recorrido inicial, preparadas como para mí. En este caso había, además, una especie de intercambio: ellos me daban comodidad, a cambio de mi presencia. Sospeché que apenas anunciara mi decisión de partir, lloverían nuevamente críticas sobre mi actitud pero al mismo tiempo se ablandarían en sus posiciones y terminarían por dejarme en paz, sin exigirme nada.

Ellos me necesitaban, por la antigua idea de que la unión hace la fuerza. Mal que bien, por lo menos yo hacía número. Pero yo me sentía cada día más debilitado. Había ganado en seguridad y comodidad, pero estaba perdiendo el tiempo. Y también, descubrí, me necesitaban por otro motivo más oscuro: me necesitaban como cómplice de esa actitud cobarde -en definitiva, más cobarde que la mía- de quedarse en el patio. ¿Qué esperaban, allí?

Me fui deprimiendo cada vez más, pensando en la medida verdadera en que había estado perdiendo el tiempo; no sólo desde que encontré al grupo, íio sólo desde que había aparecido misteriosamente en ese lugar; toda mi vida se volvió en ese instante vacía y sin sentido; apenas pequeños brillos, muy aislados entre sí, que no lograban rescatar todo un pasado lamentable. Y con respecto a esta última etapa, a esta parte de mi vida que comenzaba en aquella pieza oscura, ya que había decidido salir de allí, ya que había resuelto desde un primer instante que ese lugar me resultaba ajeno, que no era el mío, no entendía los motivos que me habían llevado a permanecer tanto tiempo.

Es cierto que no había encontrado una salida, y que tampoco parecía fácil encontrarla; pero ¿la había buscado verdaderamente con la urgencia de los primeros días? El lugar me había ablandado, y me sentía cada vez más blando a medida que comprobaba su inmensidad. La salida parecía cada vez más remota, y ya dudaba de que existiera. Pero razoné que ése tampoco era un motivo para quedarse.

O bien, que resolviera quedarme, de una vez por todas, quitarme de la mente la idea de una hipotética salida, idea que me hacía sentir incómodo en todo momento, en todas partes; entonces sí, podría organizarme, solo o en el grupo, y buscar la manera de pasarlo lo mejor posible.

Pero la idea de quedarme me seguía pareciendo tan extraña que, al repensarla, me hizo reír en voz alta. Recordé mis pensamientos de días anteriores, y los sentí muy verdaderos: no se trataba de regresar a ninguna parte, sino de salir de allí: a menos, pensé ahora, que allí encontrara algo que me decidiera a quedarme. Pero hasta el momento, salvo, quizá, Mabel, no había hallado nada parecido, y no tenía por qué suponer que lo hallaría.

Y Mabel misma no era una razón; era más bien una ilusión. Del mismo modo que, ahora, veía una ilusión en la imagen de Ana, cuando se me presentaba en los primeros tiempos para darme fuerzas en la búsqueda de una salida hacia mi vida cotidiana.

Estos pensamientos me fueron llevando a una larga serie de meditaciones; me encontré, de pronto, divagando, construyendo estructuras abstractas, con el pensamiento nuevamente en cero.

De todos modos me había liberado de la culpa inicial con respecto al grupo; me liberó de ellos la decisión de partir. No saldría de inmediato, pero la decisión estaba tomada; incluso, me pareció que ya había sido tomada un tiempo atrás, y que ahora lo que hacía era reconocerla y aceptarla. Pero esto significaba emprender una acción, y siempre me ha costado decidirme a actuar.

A la mañana siguiente se suicidó el Francés. Un poco antes de las ocho se había puesto en pie, apartando las mantas que lo cubrían, fuera de la carpa, y le pidió prestado el revólver al Alemán, que estaba de guardia. Éste se lo alcanzó, sin llegar a extrañarse por el pedido.

El Francés, revólver en mano, fue hasta el portón, lo abrió, lo dejó abierto, caminó una veintena de pasos, en dirección a la selva, pero fuera del caminito de pedregullo, y allí se voló resueltamente la cabeza.

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Las dos jornadas siguientes me resultaron particularmente ingratas. No colaboré en el trabajo para abrir la fosa, a pocos metros del cadáver del Francés, ni participé en la ceremonia del entierro; ni siquiera en la mañana del suicidio había traspuesto las rejas para mirar el cadáver.

Luego tuve que soportar los comentarios, enfermantes; nadie se explicaba la actitud del Francés, y por lo tanto llegaron a la conclusión de que había sufrido un ataque de locura.

Abrí la boca muchas veces, pero la volví a cerrar sin decir nada. ¿Cómo explicarles lo que significaba el Francés? Lo había visto más de una vez inclinado durante largo rato sobre un camino de hormigas, que los demás pisaban sin notar. Lo había visto a menudo mirando detenidamente las estrellas. ¿Cómo explicar que no necesitaba más motivos que una noche de insomnio y de lucidez para quitarse la vida? Para quien está realmente vivo, la vida se vuelve a veces muy difícil, puede llegar a ser intolerable, sin necesidad de motivaciones especiales.

Alicia lloró a moco tendido, y se me prendió del brazo y apoyaba la cabeza en mi hombro para llorar. Los demás, y a pesar de la unción de la ceremonia que realizaron, en pocas horas ya estaban hablando del muerto con cierto desprecio, o al menos indiferencia.

Los acontecimientos se precipitaron a la tarde siguiente.

Por un orificio sin puerta del paredón salió una mujer; me pareció que su aspecto cubría todas las exigencias de una perfecta prostituta. Tendría unos cuarenta años, el pelo largo y lacio, teñido hacía tiempo de rubio -y en la base se notaba el castaño original-, los labios pintados con exageración, lo mismo que los ojos y el resto de la cara; y la ropa era una mezcla agresiva de rojo y verde chillones. Calzaba taco alto, y para colmo revoleaba una cartera que llevaba colgando de la muñeca derecha. Venía hecha una furia.

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó en tono agudo y ofensivo. Nos quedamos mudos ante la insólita pregunta; luego nos exigió que la sacáramos de allí. Bermúdez se adelantó a parlamentar, y le costó grandes esfuerzos conseguir que lo escuchara. Su alocución, con todo, resultó poco clara para la mujer, quien siguió insistiendo en que la sacáramos de allí.

– Yo entro en el baño del café -explicó- para arreglarme el maquillaje, y cuando salgo el café no está más, en su lugar hay una especie de templo, inmenso, con grandes columnas, vacío. Caminé y caminé sin ver a nadie, ni nada, y después encontré una puertita que daba a un pasillo y ahora los encuentro a ustedes.

Hablaba vertiginosamente, y repetía muchas veces las mismas cosas, mirándonos de forma insolente, culpándonos de su situación. Se adelantó el Alemán, y trató de explicarle que a todos nos habían pasado cosas similares. Luego le alcanzaron un mate; lo rechazó con repugnancia y encendió un cigarrillo rubio que extrajo de un paquete que llevaba en la cartera.

Luego pareció, si no serenarse, al menos desviar un poco de nosotros sus iras.

– Nunca me había pasado nada parecido -dijo, y todos estuvimos de acuerdo.

Alicia seguía pegada a mí. Esa noche se negó a dormir en la carpa junto a la mujer, que había dicho llamarse Silvia; con el niño de por medio se acostó a mi lado, fuera de la carpa, bajo las mismas mantas, ante el asombro de todos.

Al día siguiente las tensiones alcanzaron el punto máximo; yo me había negado a la guardia cuando el Farmacéutico me despertó a las cuatro, porque realmente no había podido dormir y me sentía agotado y con una confusión mental muy grande. Sentía, además, que Alicia me estaba creando un nuevo problema.

Luego, se hizo manifiesta la rivalidad entre Alicia y Silvia y, finalmente, el Farmacéutico y el Alemán propusieron que se me sancionara, aunque sin especificar de qué manera, por mi negativa a hacer la guardia, y quisieron además incluirme por fuerza en la cacería.

Bermúdez, visiblemente interesado en la recién llegada, prestaba una atención más débil a los problemas y adquirió una cierta agresividad hacia el

Alemán y el Farmacéutico. Como resultado final, ese día no se salió de cacería, y se agotaban definitivamente las provisiones. El almuerzo consistió en mate amargo seguido de arroz.

Alicia se decidió por fin a narrarme su historia; y luego me propuso que nos fuéramos de allí. «Nos» la incluía a ella, al niño y a mí. Le expliqué que yo ya había decidido partid pero que no había pensado en ellos; en principio me negué a llevar al niño, y acepté acompañarla al menos un trecho, hasta que algo nos animara a separarnos. Luego admití que podíamos partir los tres, sin que ello significara, de ninguna manera, que yo aceptara la menor responsabilidad.

Ella argumentó que no necesitaba en absoluto que yo me hiciera responsable de nada; que sabría arreglarse por su cuenta, incluso con el niño a su cargo. Finalmente acordamos partir los tres, no sin que antes yo insistiera en mi absoluta independencia.

Esa noche, alrededor del fuego y de los últimos granos de arroz, expliqué al grupo nuestra decisión. El Farmacéutico y el Alemán protestaron de inmediato. Bermúdez, ablandado por la muerte del Francés y por la presencia de Silvia, se mostró menos mortificado de lo previsto ante el derrumbe de su imperio. Me pareció que en las últimas horas había aprendido algunas cosas.

La prostituta no dejaba de alborotar, sin sentirse en absoluto interesada por lo que sucedía alrededor suyo, y reclamaba mil atenciones que Bermúdez se afanaba por dispensarle. A pesar de todo, de la reunión surgió un nuevo plan: a la mañana siguiente partiríamos Alicia, el niño y yo («Después de todo-murmuro el Farmacéutico- éstos nunca sirvieron para nada»); Bermúdez y el Alemán saldrían de cacería, y el Farmacéutico, acompañado por Silvia, intentaría rehacer el camino hacia el gallinero que decía haber visto. Silvia insistió en quedarse en el campamento, pero no se animaba a quedarse sola; Bermúdez manifestó no poder acompañarla, ya que era el más indicado para la cacería. Silvia decidió entonces acompañar a Bermúdez, aunque éste se negaba por considerarlo riesgoso.

Yo me sentí, a pesar de todo, obligado a alertar al Farmacéutico sobre los peligros de buscar el gallinero; manifesté que la cacería me parecía un riesgo menor, y que no valía la pena meterse en un lugar de salida difícil, laberíntico, por unas gallinas. A pesar de ciertas experiencias vividas también por ellos en el interior de la construcción, no eran, con todo, capaces de sensibilidad ante lo que consideraban peligros menores; para ellos no había riesgo mayor que los gorilas y los elefantes; pensé que tal vez tenían razón.

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