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– ¿Cómo iba a dictarte tanta maravilla el diablo? No te resistas, pero no te limites a dejarte poseer por las revelaciones. Reza, porque la oración es la comunicación con Dios.

Mas no quedó la monja muy convencida y era sabido que a todo el que pasara por el convento le sometía a la duda de cómo distinguir la voz de Dios entre todas las voces posibles del diablo, estaba tan en ello que redacta "Las moradas" con la intención de que no quedara más duda en su espíritu, ni el de los consultores que caían en su imprevisto consultorio. Con ganas de acudir cuanto antes a Roma, al encuentro con Ignacio de Loyola y el destino de jesuita, se detuvo en Tordesillas, donde la reina Juana canta canciones que sólo ella comprende, con músicas que le nacen de sus movimientos sin control.

– ¿Duque de Gandía? Yo no conozco a ningún duque de Gandía.

– Fui acompañante de su majestad hace ya algunos años.

– Nunca tuve un acompañante duque.

– Aún no era duque, señora, pero se acordará de mí, de las veces que hablamos de uno de mis antepasados, César, César Borja, el Valentino.

La reina repite César Borja varias veces, canta el nombre en voz alta, en voz baja.

– Jamás conocí a César Borja alguno.

– Fue un gran pecador, acogido a los muros del castillo de la Mota cuando su majestad allí vivía.

Su majestad lo recordaba jugando con el toro.

– ¡El toro!

Está asustada doña Juana y grita:

– ¡El toro! ¡El hombre oscuro! ¡César el oscuro y desnudo!

¡Aquel diablo, aquel centauro que quería desnudarme y como no me dejaba decapitaba toros!

Va en aumento el frenesí de doña Juana y los médicos sustituyen a Borja junto a la reina, pero ella no lo permite.

– ¡Dejad que hable con el duque!

Y cuando Francesc se acerca solícito, la reina acerca los labios a su oreja.

– Formaban un solo animal, duque. César el oscuro, el caballo blanco, el toro negro rojo de sangre. Un solo animal. Jugar al toro siempre me ha parecido algo diabólico.

Y grita ¡un solo animal! varias veces, hasta que el duque se retira apenado y a nadie revela los pensamientos que pugnan en su cabeza.

El mismo ensimismamiento con el que asiste a la agonía de la reina, rodeada de curas y monjas, cantos y plegarias, obsesionado el duque de Gandía con sus tormentas interiores a pesar de la placidez de su gesto. La reina Juana tiende su mano hacia él en la distancia, pero en vano el duque se aproxima, no llega a recoger sus últimas palabras y la impresión de inutilidad del viaje se la confiesa a sí mismo en voz alta, monólogo que rueda al compás de la calesa.

– Cuando me mueve el emperador no sé a dónde voy, en cambio cuando me mueve san Ignacio el camino es claro.

Pero cumple todos los encargos y al césar da parte de todo lo visto y oído, a un emperador melancólico, gotoso, con más ojo en los altares que en las truchas, aunque llegaban a Yuste relevos de caballos cargados con mariscos del Cantábrico.

– O sea, que hasta las monjas hablan con Dios y a mí, al emperador, ni una palabra. Tú también has oído la llamada de Dios. No quiero competir con Dios, Francisco. A veces ese estanque donde pesco me parece la boca del abismo, de la muerte, del Infierno. No quiero competir con Dios -le dice el emperador, sentado ante la balaustrada, invalidado por la gota, con la caña de pescar pendiente sobre otro estanque-. He dejado la corona a mi hijo Felipe y tú quedas libre de servirme. Pero ten cuidado. El gran inquisidor va a por ti. El papa no nos quiere, y vosotros los jesuitas sois los soldados del papa. ¿No es así? Ahora que eres cura y tienes un trato preferente con Dios, háblame de la eternidad. ¿La tiene garantizada el emperador que ha luchado contra la herejía? Quiero que seas mi albacea testamentario.

Un criado porta una bandeja llena de marisco. El emperador coge un racimo de percebes y lo huele extasiado.

– ¡Recién llegados del Cantábrico! ¡Cuántos caballos habrán reventado para que conserve este aroma!

Manosea las nécoras, las almejas, las ostras, las cigalas. Se hace abrir un mejillón y se lo come crudo.

– ¡El sabor del mar! Francisco, quiero que cuando me entierren lo hagan debajo del cuerpo de mi madre y que mi corazón mientras se pudre esté a la altura del suyo.

¿Puedes garantizarme la vida eterna? No desconfío de Dios, pero estoy escribiendo mis memorias.

¿Es lícito que yo hable de mis obras, día a día, hora a hora?

Dios sabe que no escribo por vanidad, sino porque los historiadores de nuestro tiempo tienden a oscurecer mis obras. Muchos de ellos son mis enemigos de religión.

Y cuando Borja es una figura que se marcha, abajo, en el jardín de Yuste, junto al estanque, el emperador le dice desde el parapeto de la balaustrada, en plena parafernalia de pescador de altura:

– Cuídate, Francisco. Mi hijo el rey Felipe no te quiere. Nadie está seguro en esta vida. Nadie merece estar seguro.

Embarazado y tímido no sabe si saludar o ser saludado ante la presencia de un anguloso y envejecido Ignacio de Loyola. Los hombres se miran, parecen buscar un momento en su vida o su memoria que los reúna y de pronto Francesc de Borja exclama.

– "L.home del sac!" No ha sonreído Ignacio, pero ha asentido con los ojos.

– Así me llamaban por tierras de Manresa cuando hacía vida eremítica en las cuevas próximas a la montaña de Montserrat.

– Vi cómo le llevaban encadenado ante el Tribunal de la Inquisición.

– Empiezo a recordar aquel mi premonitorio encuentro con tan principal señor. Dos veces he pasado por esa circunstancia. Padecí la Inquisición como lo que soy, un soldado de Cristo, soldado, apóstol y mártir, si se tercia. Libre quedé y ratificado. Asumo esas experiencias como asumo mi pasado de soldado, de hombre mundano, de peregrino a Jerusalén, de mendigo y estudiante de teología en París.

– Toda su vida ha sido un camino de perfección y yo trato de encontrarlo.

Perora Ignacio desde un entusiasmo controlado.

– Todo me habla de las grandes condiciones ascéticas del excelentísimo señor duque de Gandía, y las admiro. Pero usted pertenece a uno de los linajes más importantes de la nobleza, ha sido un buen guerrero, un sabio y fiel administrador, un hombre de acción. Acción, ésa es la palabra. La síntesis entre la reflexión y la acción for ma parte de nuestra norma. Los "Ejercicios Espirituales" nos enseñan a actuar sobre la sociedad.

Somos una compañía de soldados de Cristo, no somos militares, porque nuestras manos están desarmadas, pero tenemos el espíritu de obediencia y disciplina de los militares.

Loyola ha tomado un informe yaciente sobre su austera mesa de trabajo, sobre la que se posa un haz de luz romana. Son dos hombres pálidos y enlutados, tan amarillento el acuarentado y barrigudo menguante Francesc como el enteco cincuentón Ignacio de Loyola, los que se concentran en torno de los papeles que el general jesuita extrae de la carpeta.

– Los Borja están emparentados con cuatro casas reales y asumen más de doscientos títulos de nobleza en España, Portugal y Francia. Eso es poder, un poder que debe emplearse en la guerra de Dios contra la herejía.

– Me siento señalado por el estigma de un poder que arranca de un papa simoníaco.

– Sería difícil encontrar cinco papas ejemplos de virtud desde la caída del Imperio romano. Anastasio I fue un hereje y murió apestando, Juan Ii utilizó la simonía, como Sabiniano, Sergio I, Esteban Ii, un falsificador de textos sagrados. En el siglo nueve casi no hay papa bueno y hasta hubo una papisa y Sergio Ii fue antipapa. ¿Quiere que siga por orden histórico? Desde Constantino hasta Alejandro Vi, su bisabuelo, cuento casi treinta papas que ahora pudieran estar en el Infierno. El actual papa, Paulo Iii, debe su carrera a Alejandro Vi, su bisabuelo. Es hermano de Giulia Farnesio, la que fue amante principal del papa Borja. ¿Es Paulo Iii responsable? ¿Lo es usted? Precisamente Paulo Iii, que debe el cardenalato a la concupiscencia de su hermana, es el papa que encabeza decididamente la Contrarreforma.

Ha reconocido la Compañía de Jesús y ha creado órdenes que combaten el protestantismo entre el pueblo: los barnabitas y los teatinos.

A partir del Concilio de Trento y de la expansión de la Compañía de Jesús, los papas no tendrán más remedio que ser virtuosos. Los jesuitas tenemos cuatro votos, no tres: obediencia, pobreza, castidad y servir al papa.

– ¿Aunque el papa no se deje servir?

– De eso se trata. De que nuestra fortaleza sea la del papa.

O conseguimos que el papa sea transparente, virtuoso e infalible o la Iglesia católica perecerá.

Hemos de convertir todas las acusaciones de los protestantes en virtudes: el rito ha de ser hermoso, brillante, deslumbrante, pero no ofensivo por sus riquezas; la Virgen María más Inmaculada que nunca, y el papa ha de ser infalible, por decisión de Dios, pero también con su propia ayuda y con la nuestra. El poder del papa ha de ser espiritual, servido política y militarmente por los príncipes cristianos. Hoy día la Compañía aparece como un instrumento del emperador Carlos, porque es el bastión frente a los protestantes.

Pero todos los príncipes necesitan el aval de la Iglesia porque su poder procede de Dios, y de romperse esa cadena lógica, sólo nos espera el desorden. Los jesuitas queremos estar en todas las cortes del mundo y formar las conciencias del nuevo poder. El primer cisma de Oriente quedó lejos y fue absorbido por el avance del infiel, pero este cisma rompe el orden del corazón de la cristiandad y hay que reconstruirlo en unos tiempos en que el mundo se ha ampliado y hay que cristianizar las Indias.

En torno a Loyola, Francesc cree ver una aura y el general de los jesuitas se ha dado cuenta del efecto. Sale del aura y abraza a Francesc de Borja, impidiéndole que se arrodille.

– Vuelva a la vida de todos los días. Ejerza su poder en todas las dimensiones, en la Compañía, desde la Compañía, pero también como patriarca de su familia y como leal y utilísimo servidor del emperador.

Ahora siempre "Ad maiorem Dei gloriam".

– Siempre "A mayor gloria de Dios", general.

– Muerto Loyola y apartado Laínez, ¿qué mejor general de la Compañía de Jesús que el duque de Gandía? Por su trabajo como comisario general de la Compañía en España y Portugal, por su dinero, por el entronque de su dinastía.

Una audiencia urgente con él.

Asiente el secretario ante la orden del papa Pío V.

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