– ¿Era necesario tanto ocultamiento?
– Se supone que yo estoy en el norte junto a las tropas de Luis Xii, pero era fundamental que pudiera hablar contigo. Las cartas llegan fácilmente a los espías españoles y a los napolitanos.
– ¿Qué mensaje tan trascendente vas a darme?
– Nuestras tropas avanzan por todo el Milanesado, pronto caerá Toscana y respetarán los territorios potenciales pontificios para marchar sobre Nápoles. Lo que el rey de Nápoles no sabe es que Francia y España están de acuerdo en derribarle y escriturar después un acuerdo de soberanía.
– He interpretado bien tus mensajes cifrados y todo eso ya lo sabía.
– Sabes que el rey de Francia a cambio de este servicio apoyará mis campañas para apoderarnos de la Romaña y sentar las bases de un Estado pontificio real. Y ésa es la base de una Italia unificada capaz de parar las luchas por la hegemonía de Francia y España.
– Ahora ya entramos en el territorio de los sueños, pero sigues explicándome cosas que ya sé.
– Exactamente. Conoces la gran jugada, pero desconoces la pequeña jugada que se está haciendo a tus espaldas. Aquí. En Roma.
Busca lugar el papa donde acomodarse, pero un horizonte de paredes desnudas le obliga a permanecer en pie a la luz de la antorcha, frente a un César dominador que sabe cómo terminará su interrogatorio.
– No te aproveches de lo que sabes y de lo que yo no sé. Habla.
– En el propio Vaticano hay una conjura pronapolitana que dirigen Sancha y su hermano Alfonso, respaldados por todos los enemigos de los Borja, incluido Ascanio Sforza. Los Orsini se abstienen porque son profranceses, pero los Colonna preparan un alzamiento popular en Roma. Están instigando a la población y cuentan con la ayuda de los agentes napolitanos y con el dejar hacer de los espías de Fernando el Católico. Ésos juegan a dos cartas y el Gran Capitán espera el resultado de la jugada para intervenir.
– Exageras el papel del espionaje napolitano. Los intereses de Sancha y Alfonso son transparentes, igual que su posición.
– Los Colonna están detrás y ese vínculo entre Lucrecia y Alfonso de Nápoles se ha convertido en un obstáculo para nuestra estrategia global.
– Bien que lo veo, pero ¿qué hacer?
– Nada.
– ¿Nada?
– Nada. Tu función es dejar hacer y bendecir los resultados alabando los misteriosos designios de Dios.
– ¿El tuyo?
– Ahora mismo vuelvo al campo francés y pronto entraré en Roma como un triunfador. Espero que
habrás preparado un buen recibimiento.
– Burcardo no piensa en otra cosa. ¿Esto es todo lo que debías decirme? ¿Para esto tanta parafernalia? ¿No me preguntas por tu sobrino? ¿Por tu hermana?
– Te pregunto por Giulia Farnesio. ¿Qué tal le sienta su condición de viuda?
– ¿Giulia? La veo poco. Desdichado final el del Orsini tuerto. Se le cayó encima el techo y se le volvieron pulpa los pocos sesos que le quedaban. Pero ¿por qué me preguntas por Giulia?
– Tienes que distraerte. Caza.
Ama. Descansa. Deja que los demás actúen.
No le queda otro recurso a Alejandro que aceptar el abrazo de despedida de su hijo y quedar progresivamente en sombras a medida que se retira Miquel de Corella con la antorcha. A su situación apenumbrada le llega la última recomendación de César.
– No hagas nada. Tú deja hacer. No te sorprendas de nada de lo que pueda pasar.
Con César y Miquel se va la luz y Alejandro Vi se queda a solas con su respiración alarmada, haciéndose preguntas, con la mano en el pecho, de por qué se le ha desbocado la respiración.
Grita la multitud su alborozo y los gritos refuerzan el equívoco de la situación.
– ¡César! ¡César!
Entre el público caminan casi embozados Ascanio Sforza y Della Rovere, mientras Alejandro Vi impone la rosa de oro y entrega la espada-joya a César.
– ¡Te proclamo capitán general y gonfaloniero del Vaticano! ¡Que tu gloria sea la gloria de la cristiandad!
Ascanio Sforza musita:
– Que tu gloria sea la gloria de la cristiandad y el botín de los Borja.
– Es una imprudencia que te pasees por la calle en este día.
– ¿No me acompañas tú, Della Rovere? ¿No eres también tú un triunfador? El rey de Francia ha vencido y el Milanesado ya no pertenece a mi familia. Mi vida peligra en esta Roma entregada a César Borja.
– Mi capacidad de protegerte tiene un límite.
– Y un precio, supongo.
– El de siempre. Un día tú y yo hemos de destruir a esta raza de marranos que infecta Roma desde los tiempos de Calixto Iii. Me interesas vivo y lejos, Ascanio.
Se rumorea que ya has cargado tus bienes y tus cuadros.
– Sólo me falta una despedida.
Se infiltra entre las gentes vociferantes Ascanio y en su recorrido verá fragmentos de César jugando con el toro, a caballo, a pie, con la espada en la mano, enseñando las cabezas sangrantes de seis toros recién separadas del tronco. La nuez de Adán de Ascanio Sforza sube y baja al ritmo de sus rápidos pasos, que le sirven para subir escalones de tres en tres y llegar a la cita con doña Sancha. Soporta la napolitana el abrazo, pero rechaza el manoseo posesivo del cardenal, para enfrentársele.
– ¿Me dejas o no me dejas?
¿Por qué quieres poseerme si me vas a dejar?
– Sancha, ¿a qué juegas? Te he pedido que me siguieras. Tú también has perdido esta batalla, pero podemos ganar la guerra. Los Borja no podrán controlar con una mano a los franceses y con la otra a los españoles. Ahora se han puesto de acuerdo para acabar con la nobleza italiana y con el rey de Nápoles.
Ahora. Pero mañana…
– No me gustan los vencidos.
Estoy cansada de vencidos.
– Por eso prefieres a César o al Gran Capitán.
– ¿Qué me reprochas? ¿Cómo puedo defenderme? Una mujer de mi condición puede formar una corte y tener sus poetas y sus amantes platónicos o no, pero su vida y su vientre dependen de los hombres, como siempre. Bastante hago con proteger a mi hermano. Es el único vencido que merece mi compasión.
Le coge las manos Ascanio y abandona el sarcasmo para acceder a la ternura.
– Un día volveré y nuestros enemigos ya no existirán.
– No volveremos a vernos, Ascanio, y nuestros enemigos gozan de muy buena salud.
Los truenos y los relámpagos iluminan el cielo de Roma y a su luz sale Sforza a la calle y Sancha corre para volver cuanto antes a palacio. Nada más entrar en el zaguán un trueno más fuerte que los otros conmueve los muros del edificio y de las dependencias de arriba llegan el estrépito de derrumbamientos y una nube de polvo y astillas que desciende por la escalera y sale al encuentro de doña Sancha. Superada la sorpresa asciende los escalones y corre en compañía de alabarderos alarmados y cortesanos despavoridos. Todos los pasos conducen al salón del trono y al desembocar en él se percibe que el techo se ha derrumbado y convertido en un montón de escombros. Un criado grita histérico:
– ¡Su santidad está debajo!
Al trabajo de desescombro se suman todos los palaciegos, Sancha, Lucrecia, su marido, Adriana del Milá, y finalmente consiguen llegar al pontífice, enmascarado por el polvo y la palidez del desmayo. Lo conducen al lecho y las mujeres lo lavan con pañuelos de hilo humedecidos en agua de rosas, mientras el médico Torrella le examina las articulaciones y la sangre del párpado. Tiene fiebre de noche, fiebre vigilada por el médico y las mujeres, también por un César intrigado ante la dimensión del destrozo que ha sufrido el techo, y lo comenta con sus acólitos.
– Extraña coincidencia. Orso Orsini muere a causa de un oportuno derrumbamiento sobre su cabeza y a su santidad le ocurre otro tanto.
– Se construye sin rigor. Habrá que ahorcar al arquitecto o cambiarlo. ¿No ha hecho tu padre venir a Bramante a Roma?
– ¿Es sarcasmo, Corella?
– Es deducción. ¿Qué otra causa podemos buscar? ¿Un duelo entre los Borja y los Orsini a base de derrumbamientos? Por Roma se habla de la maldición de Savonarola.
Se interrumpe Corella porque ve pasar a un Remulins casi furtivo en dirección a las estancias papales.
– Pero quien mejor podría decirnos si Savonarola está en condiciones de maldecir a alguien es Remulins. ¡Remulins! ¿Savonarola está en condiciones de maldecir al Santo Padre desde los infiernos?
– Savonarola no está en los infiernos. Yo mismo le transmití la indulgencia plenaria por encargo de su santidad, minutos antes de morir. Se supone que estará en el Purgatorio, incluso en el Cielo.
– Demasiada generosidad. ¿Y si ha ido al Cielo y desde allí intriga contra nosotros?
Remulins sonríe cautamente.
– Savonarola era demasiado inocente.
– ¿Era inocente o era tonto?
Responde secamente Remulins:
– Era inocente.
– Si era inocente o era un inocente, da lo mismo. ¿Por qué fue condenado?
– Porque era un peligro.
Saluda Remulins sin gana y recupera su andadura seguido por la sonrisa sarcástica de César.
– Sabes qué te digo, Corella.
Este Remulins amaba a Savonarola. Estos viejos galápagos, él o mi padre, temen perder lo que no aman.
De la habitación cercana llegan risas y correrías que sobresaltan a Adriana del Milá. Contempla el dulce dormir del convale ciente Alejandro, deja las habitaciones papales y va hacia el núcleo del jolgorio para encontrarse a Alfonso, Lucrecia y Sancha revolcándose y jugando a agresiones blandas, leves insultos en el contexto de una batalla preamorosa a la que se suma Sancha poniéndose de parte de Lucrecia y entre las dos dominando a Alfonso contra el suelo.
– ¡Ríndete!
– ¡Jamás!
Pone la voz hombruna Sancha.
– ¡Pagarás cara tu osadía!
Y provoca un ataque de risa en Lucrecia, que le hace perder el control y permite a Alfonso liberarse del acoso.
– Sois temibles. Nunca he visto un cocodrilo, pero por lo que cuentan sois dos cocodrilos.
– ¡Ñam! ¡Ñam!
Amenazan las mujeres con las bocas abiertas como suponen las abren los cocodrilos, pero Alfonso se recompone y anuncia:
– Basta de juegos por hoy.
Me reclaman deberes propios de mi sexo.
– ¿Rubia o morena?
Golpea festivamente Lucrecia a Sancha por lo que ha dicho, pero la napolitana ha corrido a abrazarse a su hermano.
– ¿Verdad que somos muy felices? ¿Hemos despejado las nubes de los primeros encuentros? ¿Recordáis las batallas campales del banquete de bodas? ¡No paramos de cruzarnos insultos entre nosotros!