– Fray Girolamo nos transmitió toda su espiritualidad y cada cual la recibió de manera diferente.
Cada uno asumió su mensaje segun sus propias obsesiones.
– Botticelli cambió el sentido de su obra y dejó de pintar a las amantes propias y ajenas en motivos evidentemente paganos. Pero no veo yo en sus obras, Miguel Ángel, el mismo impacto de espiritualidad.
– La pintura es hija de la pintura, Remulins, no de la espiritualidad. Mi pintura la iluminan Masaccio o Leonardo, incluso Leonardo, a pesar de que es un insoportable bastardo. Savonarola no tiene por qué influir sobre la pintura. Pero en cambio me impresionó lo que el fraile decía sobre la relación entre espiritualidad y sociedad, sobre la pobreza por ejemplo, sobre la sencillez de la vida cristiana. Ese hombre es un inocente, Remulins.
Sale de un momento de ausencia Remulins.
– No siempre un inocente es inocente.
No parece comprender Miguel Ángel.
– A veces desde la inocencia más angélica se puede provocar el caos.
– ¿El desorden?
– El desorden.
– ¿Siempre es repudiable el desorden? ¿Se puede transformar la vida, se puede tener esperanza sin desorden? Yo parto del sentido del orden pictórico que me han dejado mis maestros, pero yo introduzco el desorden en ese orden y así han crecido las artes en nuestro siglo en busca de la Edad de Oro grecolatina perdida.
– No hay edades de oro, Miguel Ángel. Nunca las hubo.
– ¿Ni en el Paraíso?
No es desconcierto lo que manifiesta Remulins ahora, sino prudencia, y sus ojos miran a todas partes, como si incluso las estatuas y los figurantes de los cuadros pudieran escucharle.
– ¿Le envía Burcardo?
– He comentado con Burcardo el asunto de Savonarola y él también siente un profundo respeto por la finalidad que anima al fraile.
– ¿Por qué no ha intercedido ante su santidad?
– Burcardo cree que su santidad, como jefe de protocolo, se lo toma muy en serio, pero no como teólogo.
– ¿Qué piden para Savonarola?
– Razón o compasión.
– Es demasiado total el espectro. Escoja. Razón o compasión.
– Compasión.
– Siento tanta compasión por Savonarola como pueda sentir usted, y desde la compasión no puedo, no debo salvarle.
– Entonces le pido que aplique la razón, ¿qué se gana aniquilando a Savonarola?
Sonríe Remulins tristemente.
– Me parece que su pregunta llega tarde. Ahora debería formularla así: ¿qué se pierde condenando a Savonarola?
– ¿De qué te ha hablado Remulins, de Savonarola? ¿Sigues obsesionado con el caso Savonarola?
¿Tanto peligro ves en ese fraile alucinado? Me parece absurdo. Debilita a los florentinos y eso no nos va nada mal.
– Está pidiendo un concilio para reformar la Iglesia y deponerme.
– Estáis destruyendo a un fantasma y por lo tanto le perpetuáis como fantasma. A Savonarola ya no le hace caso ni el rey de Francia.
Por cierto, hemos de revisar nuestra posición antifrancesa. Esa Liga Santa contra los franceses interesa, pero no interesa.
– ¿Santa? ¿Quién pone la santidad?
Alejandro Vi ha interrogado a César desde la seguridad que le da conocer ya la respuesta. César le exige más que le habla. Tú, tú analiza esa pantomima de la Liga Santa. ¡Santa! Analiza a tus aliados contra Francia. Los reyes de España, Ludovico el Moro en el Milanesado, la República de Venecia, el emperador Maximiliano de Austria.
– La santidad evidentemente la pones tú. ¿Las tropas?
– Con tal de que ellos pongan las tropas, pero después de la experiencia de la invasión de Carlos Viii no me fío ni de Venecia, ni de Milán, y el abrazo de los reyes de España es el abrazo del oso. Frena nuestra expansión familiar hacia Nápoles que tanto hemos trabajado. El matrimonio de Jofre con Sancha. Ahora el matrimonio de Lucrecia con Alfonso de Bisceglie. ¿Insistes en tu proyecto de dejar el cardenalato?
– Insisto. Tras la muerte de Joan no necesitas un hijo cardenal. Necesitas un hijo soldado.
El cerebro dinástico de Alejandro Vi se ha puesto en marcha y le ayuda a contemplar a su hijo con otros ojos.
– Si renuncias al cardenalato podría pensarse en que te casaras con una princesa napolitana. Me has hablado de Carlota de Aragón.
– Hay que solucionar un problema previo.
No acierta el papa qué problema previo puede ser y pone por testigo al hierático Burcardo de que para él no hay tal problema previo.
– ¿Te refieres a tu condición de cardenal de Valencia? ¿Quizá a las histerias de María Enríquez, reclamando el cuerpo de Joan y maldiciendo a los Borja a través del impertinente embajador español?
– Me refiero a Lucrecia.
Pretexta una urgencia Burcardo para retirarse, pero César le ordena con un gesto que se quede, gesto que Alejandro refrenda.
Avanza a largas zancadas César hasta la puerta y permite el paso a alguien que espera, un joven caballero que se descubre ante el papa e hinca la rodilla en el suelo.
– Pere, Pere Caldes, si no me equivoco. ¿Qué te trae aquí? Te he dado órdenes de que no te separes ni un momento de Lucrecia.
– Obedezco órdenes de César.
Me ha ordenado venir.
El Valentino da vueltas en torno del trío que Pere, arrodillado, completa con Burcardo y Alejandro, silencioso, cavilando sobre el próximo paso a dar más que conteniendo un discurso.
– César, ¿se puede saber qué ha pasado o qué va a pasar? ¿A qué santo la presencia de Pere aquí?
Debería estar al cuidado de tu hermana.
– Tú lo has dicho. Debería estar al cuidado de mi hermana.
Jugando con ella a la gallina ciega. ¿No es cierto, Burcardo? ¿No vieron jugar a la gallina ciega a Pere y a las damas? ¿Te llaman Pere o Perotto?
– Los valencianos y catalanes me llaman Pere y los de aquí Perotto.
– Te va mejor Perotto. Tienes fisonomía de llamarte Perotto y no Pere. Pues bien, tú que cuidas a mi hermana podrás darnos una explicación a su santidad y a mí mismo, cardenal de Valencia.
Calcula César el efecto del silencio y finalmente, acercándose al todavía arrodillado Pere, formula la pregunta:
– ¿Podrás explicarnos por qué Lucrecia está preñada y de quién?
Ha bajado la cabeza Pere y la nuez recorre como loca su encierro tratando de huir, mientras César prosigue sus conjeturas, Burcardo ha cerrado los ojos escandalizado y Alejandro Vi permanece boquiabierto.
– Por qué está preñada es fácilmente inducible. Quién la ha
preñado es más difícil de colegir.
Su ex marido Giovanni Sforza, legalmente, según sentencia de doctos eclesiásticos y juristas, no hizo uso del matrimonio, ni quiere demostrar en público que es sexualmente potente, tal como le ha demandado su santidad y su propio tío Ludovico el Moro. O el semen de Giovanni Sforza circula con lentitud de caracol herido por los secretos caminos que llevan a la fertilidad o Giovanni Sforza no, no puede ser el padre.
– Yo.
– ¿Tú?
– Yo quisiera explicar que en la situación…
– Quieres explicarnos que tú eres el padre…
Alejandro pasa del pasmo a la incredulidad y aleja la sospecha con un gesto ampuloso, sin que Burcardo salga de la clausura de la mirada.
– Vamos, César, no saques conclusiones estúpidas.
– Si Pere, "Perotto", no es el padre, hay que deducir que estamos ante un caso brujeril de inmaculada concepción o mi hermana es una ramera dispuesta a meter en su cama a todo el que llama a la puerta del convento de las dominicas.
Se ha puesto en pie Pere desafiante y se enfrenta a César con el hocico fruncido.
– No tolero que se insulte así a la señora. Yo soy el responsable de todo lo ocurrido.
– ¿Ha oído su santidad?
Su santidad ha oído y se deja caer abatido en la silla pontificia, mientras César se acerca a Perotto y le habla casi boca contra boca, obligándole a retroceder ante el avance de su cuerpo.
– Naciones enteras especulan sobre quién será el próximo marido de Lucrecia. Lo será Alfonso de Nápoles, para tu información, Perotto. Están en juego razones de Estado y seguridad que afectan a italianos, franceses, españoles, austríacos y tú juegas a la gallinita ciega con mi hermana y ¡zas! un niño. Fruto del amor.
Supongo.
– No ha habido otra cosa que amor. Un amor correspondido.
César parece emocionado y pasa una mano por los cabellos de Perotto.
– Qué afortunado has sido.
Amor correspondido. Amor y soledad. Soledad y amor. La soledad de Lucrecia y el amor de Pere Caldes.
En la otra mano de César, ahora enfurecido, brilla una daga, y con la misma celeridad con que ha aparecido, la daga se clava en el cuello de Pere, pero el giro de la cabeza del hombre amenazado permite que lo que hubiera sido la muerte se convierta sólo en herida profunda. Tiene fuerzas el herido para recorrer los pasos que le separan de la silla de Pedro y caer de rodillas ante el papa, levantado, sin suficientes manos para lo que tiene que hacer, aunque le tienta borrar las salpicaduras de sangre que le han llegado al rostro, en la boca un grito que expulsa a César de la estancia.
– ¡César!
Mientras, Burcardo trata de restañar la sangre del herido, inmutable en los ojos, duro en el gesto con el que aplica un pañuelo sobre la herida, con crueldad purificadora, sin reparar en los gritos de Perotto.
Savonarola reza en la penumbra aunque sobre el rostro el ventanal permite la coincidencia del halo de luz de los elegidos, ojos que lloran desde una angustia desencajada.
Reza en un silencio que sólo él percibe porque de pronto se rompe e irrumpen en su ámbito los gritos de las gentes que se manifiestan en el exterior del convento.
– ¡Farsante!
– ¡Eres el castigo de Florencia!
– ¡La ruina de Florencia!
Escucha los gritos acorralados los oídos, cercado su espíritu, trata de entenderlos pero no llega a la lógica de las palabras.
Entra un demudado fraile.
– Fray Girolamo. No es prudente salir en este momento.
– Ya habrán encendido las hogueras y pronto habrá brasas.
– El convento está rodeado de piquetes amenazadores.
– ¿Quiénes son?
– Los comerciantes han movilizado a la plebe y a ex presidiarios como agitadores. Le acusan de ser la causa del bloqueo económico de la ciudad, de la ruina de Florencia.
De entre los manifestantes brota un prohombre subido a un mojón de la plaza y proclama:
– ¡Savonarola nos ha arruinado!