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El Gran Capitán va a desfilar por Roma no para ayudarte, sino para avisarte. Roma va a quedar ocupada por soldados de Castilla y poco podrán hacer nuestros mercenarios catalanes, valencianos y aragoneses. Tú, el gran cazador, puedes convertirte en el cazador cazado.

Saluda hierático César a su padre y se marcha seguido de su cuadrilla. La contenida rabia de César es estudiada por sus acom

pañantes, hasta que su propia carcajada invita a la risa general.

– Ni que le busque al mismísimo Julio César como condotiero haría de mi hermano un ganador.

¿Habéis oído? Ahora nos mete a los castellanos en Roma e hipoteca la autonomía del Estado.

– No está tu padre para sutilezas. Si Joan no está herido ni siquiera en su orgullo, tu padre sí. Ayer tuve que acabar de mala manera una reunión en la que se burlaban no de Joan de Gandía, sino de todos los Borja.

– ¿Cómo acabaste con la reunión?

– De la manera más lógica.

Acabé con los reunidos. Navegan por el Tíber hacia Ostia y hacia el mar Tirreno, que es el morir, como decía el divino Manrique en las "Coplas a la muerte de mi padre".

Juanito Grasica escucha arrobado a Corella.

– Sólo a ti se te ocurre mezclar la poesía con el crimen.

– Es más fuerte que yo. Soy un humanista.

– Habrá que rendirle una visita al herido, no vaya a quejarse de mi falta de fraternidad.

– Tú ordenas, César.

La regocijada cuadrilla desemboca en la cámara donde Joan de Gandía reposa con la pierna en alto bajo los cuidados de Vannozza, Lucrecia y Sancha. Es contrita la expresión con la que Corella contempla el vendaje mientras sus ojos sopesan la magnitud del estropicio.

– Así somos. Sólo un instante separa la vida de la muerte y ya Virgilio habló de las mil caras de la muerte. "Plurima mortis imago." ¿Lees a Séneca, Joan?

– Cada vez leo menos, Miquel.

No es Séneca uno de mis autores preferidos, pero algo recuerdo de él. Bastante menos tenebroso que lo que has dicho. "Vivere militare est."

– Vivir es luchar, no está mal la divisa para un guerrero como tú, un guerrero seriamente herido, por lo que veo. "Cotidie morimur", dejó escrito Séneca, y es cierto, cada día morimos.

– Os aseguro que no me gusta hablar de la muerte. ¿Vienes tan truculento como Miquel, César?

¿Dónde has dejado al no menos truculento Llorca?

– No. Tampoco me gusta hablar de la muerte.

– A los Borja nunca nos ha gustado hablar de la muerte.

– A los Borja no nos gusta la nada.

César ha lanzado su reflexión al aire, como si hablara consigo mismo, pero dedica a continuación la mirada a su hermano.

– En boca de un cardenal decir que la muerte es la nada no deja de ser sorprendente. Tu lema es religiosamente sospechoso, hermano. O César o nada. ¿Te refieres a la nada?

No secunda César el problema filosófico. Insiste.

– Tampoco nos gusta lo poco.

– ¿A qué te refieres?

Le señala César el vendaje.

– Estás poco herido, Joan.

Muy escasa la herida para la magnitud de la derrota, aunque creo que viene en tu ayuda el Gran Capitán.

Trata de levantarse el duque pero le contienen las mujeres y es especial la retención de Sancha, carnal, amorosa, imponiendo su peso sobre el cuerpo de Joan, un contacto dedicado a César. El cardenal no parece tenerlo en cuenta y envuelve de ironía la contemplación de la pareja, a manera de Piedad de la Virgen hacia el Cristo herido, y al Cristo de Pinturicchio se parece Joan de Gandía, demacrado y barbado. Se marcha César al frente de las risotadas de sus amigos y queda el de Gandía autocontenido y entregado a la patria de las mujeres. Es Vannozza la más angustiada y corre tras César en busca de un arreglo, la secunda Lucrecia tras pensárselo y Sancha se queda a su lado, samaritana, hasta que ya a solas pasa al cuerpo a cuerpo y el abrazo del herido es suficientemente poderoso como para hacerla caer en el lecho a su lado.

Sancha le repasa las facciones con un dedo.

– Debe de ser muy hermoso que tú le digas a una mujer: te quiero.

– No suelo decirlo.

– ¿Podrías llegar a decírmelo a mí?

– Podría.

– Eres diferente.

– ¿A qué? ¿A quién?

– A todos. Incluso diferente a los Borja. Tus sueños no son de conquista.

Se siente incómodo el de Gandía y abandona el lecho cojeando levemente.

– No me subestimes, Sancha.

Paso por ser un conquistador de mujeres y un caudillo.

– Mujeres no lo dudo, pero tú no eres un caudillo. Sé distinguir a un caudillo. Lo es tu hermano César. Tu padre. Lo podría ser Ascanio Sforza. Ese Gran Capitán del que tanto se habla. Son cazadores y un día cazarán corzos y otro hombres. Lo que a ti te gusta, Joan, es marcharte.

– ¿Marcharme?

– No estar donde estás. Marcharte de Gandía. Marcharte de Roma. Te gustaría marcharte de allí donde estuvieres.

Se ha levantado Sancha, corre hacia el herido, se le abraza, trepa por él hasta poder acariciar su oreja con los labios.

– ¡Somos tan diferentes, Joan, tú y yo! ¡Te quiero tanto!

De negro y espada van los caballeros que secundan el avance del Gran Capitán hasta el trono del papa y cuando se arrodillaba el militar le sale al encuentro Rodrigo, lo alza y le abraza porque, lo proclama, no puede estar de rodillas el hombre que rindió al moro

en Granada y al francés en Nápoles. Doble victoria sobre los bárbaros. La cristiandad tiene una deuda con el Gran Capitán. No parece halagado el castellano por tanto elogio aunque opone al papa la insistencia en arrodillarse y besarle el anillo de la mano, tolerada esta vez su actitud benevolentemente, al precio de que el militar acepte un aparte con Alejandro Vi, ante la inquietud de un prohombre del séquito al que el pontífice envía una mirada despreciativa.

– Qué mal nos mira el embajador de España. Ni yo puedo soportarlo a él ni él a mí, don Gonzalo. Es un maleducado que no sabe hablarle a un papa. Me costó Dios y ayuda meter a un Borja en el segundo viaje de Colón a las Indias Occidentales y me sorprende que se contemple con desconfianza la presencia de los Borja en los nuevos territorios a conquistar y cristianizar.

– Vengo de un país montaraz, santidad, que ha estado guerreando durante ocho siglos.

– Yo también vengo de por allí y desciendo de altos mandos del ejército del rey Jaime el Conquistador. Sé lo que fue la Reconquista, capitán. Guerrear y sestear. Un país de contraste, siempre entre la guerra y la siesta.

Pone Alejandro Vi sus manos sobre los hombros del militar, que da un paso atrás como rechazando el contacto físico, pero no le deja retroceder el papa, le retiene y aún le atrae hasta hablarle cara a cara.

– Necesitamos el brazo armado de Castilla y Aragón para alejar la barbarie francesa de Italia y ya he hablado con el rey Fernando de la necesidad de un Estado pontificio fuerte, capaz de hacer valer su fuerza espiritual con su poder político y militar. Mi hijo será el instrumento militar de ese poder espiritual y ha de marchar

con sus tropas a la conquista de Ostia.

No hay recelo, pero sí alejamiento crítico en los ojos del Gran Capitán, a pesar de la poca distancia que guardan con los de Alejandro Vi.

– No lo impongo.

Conserva el castellano la distancia y la frialdad.

– Lo pido.

Se aguzan las miradas y sin emoción apreciable los labios del papa musitan:

– Lo pido.

Esta vez se altera Gonzalo Fernández de Córdoba, cierra los ojos y mueve la cabeza rechazando la simple posibilidad de la súplica.

– No hay que pedir lo que ya está concedido.

Atrae hacia sí el papa al capitán, mal que le disguste el abrazo al castellano, y una vez conseguido lo exhibe como un trofeo a la corte y al indignado embajador.

– ¡Proclamo grandes noticias!

Las tropas de Castilla y Aragón marcharán contra los últimos reductos franceses, y al lado del Gran Capitán, hombro con hombro, ¡el duque de Gandía!

El señalado Joan acoge con una simple sonrisa la ovación que respalda la proclamación del papa y sus ojos buscan la inteligencia con Sancha. Pero los ojos de Sancha no le aguardan. Diríase que Sancha sólo mira al militar castellano y espera junto a Lucrecia, Giulia y las damas de la corte ser presentada al héroe de Granada. Conduce el papa a Gonzalo hacia el duque de Gandía primero, los cardenales después, entre ellos César, y finalmente las damas, y hay cruce de miradas primero, luego de palabras, entre Fernández de Córdoba y Sancha.

– Vengo de Nápoles y he querido ofrecerle un regalo, doña Sancha.

– ¿Un escudo de armas? ¿Una espada?

– Una persona.

– ¿Viva? ¿Muerta?

A un gesto del capitán, de entre el séquito sale el joven Alfonso de Aragón y hermano y hermana se abrazan primero, para coger después Alfonso a su hermana por las manos y darle vueltas alrededor del eje de su propio cuerpo como si Sancha levitara a una velocidad de tiovivo. Forman círculo los asistentes, momento que aprovecha el embajador para acercarse al Gran Capitán.

– Pero ¿se ha vuelto loco? Las instrucciones del rey Fernando son bien precisas. Hay que parar los pies a los Borja. ¿Y qué hace usted? Primero le dice que sí a la grotesca farsa de promocionar a su hijo y ahora trae a la corte al hermano de doña Sancha y se lo pone en bandeja al papa para que lo case con Lucrecia. No era ésa la estrategia del rey Fernando y mucho menos la de la reina Isabel.

Ella detesta a este papa hereje.

No tiene ojos el militar para el embajador. Todos los tiene para la morena napolitana, en situación de presentarle su hermano a Lucrecia. Ascanio Sforza ha abandonado el círculo de cardenales y pasea junto a César.

– Voluble es la muchacha. Parece que acaba de dejarnos a todos por el capitán español.

– Es una sibila.

– Pitia desde luego, no, tal vez Casandra. Oportuna asociación. Casandra fue sibila porque Apolo, enamorado, le dio el don de la profecía, pero cuando ella lo rechazó, Apolo divulgó que todas las profecías eran falsas. ¿Quién de nosotros hará de Apolo? ¿Tú, César?

– ¿Por qué no? Doña Sancha tiene el cerebro en la entrepierna y lo tiene muy desarrollado.

Desangelado, Joan contempla los juegos oculares de Sancha y el Gran Capitán, hasta que se siente vigilado el soldado por los ojos del duque y cambia la atención por

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