– ¿Qué más está dispuesto a comprar su excelencia?
– Un barco. Necesito zarpar hoy mismo.
– Aquí en Ostia no lo encontrará. Tal vez en Civitavecchia.
Allí podría conseguírselo. Si le interesa puedo hacer gestiones.
Le da su consentimiento Pere Lluís y más dinero, para refugiarse a continuación en una mesa y beber directamente con sed de días una jarra de vino. Percibe de pronto que está rodeado de un cerco de miradas y de silencio y se empeña en romperlo.
– Soy un caballero del Santo Sepulcro que trato de reunirme en Malta en una expedición contra los infieles.
Se van acercando los tabernarios como una mancha de vino derramada y alguno se atreve a sentarse a su mesa.
– No sabíamos que estaba en marcha una Cruzada.
– El papa va a morir y sin duda su sucesor cumplirá su proyecto de organizar una Cruzada.
– ¿Quién será el sucesor?
¿Otro catalán?
– No. ¡Jamás!
Ha sido casi un grito el que ha lanzado Pere Lluís y recibe el refrendo popular.
– ¡Jamás!
– Dicen que la familia del papa se ha apoderado de todas las riquezas de Roma y los mercenarios de su sobrino Pere Lluís han expropiado a las grandes familias y han abusado de sus privilegios.
– Se dice, sí.
– A mí no me importa que se lo roben todo a los señores de Roma.
Yo sigo pobre sean quienes sean los ricos, pero usted que tiene portes romanos, ¿a qué partido pertenece?
– Al de Dios nuestro Señor.
– Bando muy amplio es ése.
– En él cabemos todos.
Ha vuelto el tabernero y susurra las nuevas a oídos de Pere Lluís. Trata de levantarse pero se le nubla la vista y los rostros que se le acercan le parecen o difuminados o distorsionados. Consigue finalmente izarse y proclama:
– Me voy, señores, pero queda pagada una ronda.
Se apoya en el hombro del tabernero vestido de capitán general de Roma y suben una escalera hasta encontrar una habitación común de hospedería. Sobre la cama pierde el conocimiento, y cuando lo recupera, el rostro del tabernero está cerca del suyo y en retaguardia una silueta que cree familiar pero que no percibe con nitidez, hasta que la silueta sale de sí misma y allí está el secretario de su tío, que le aborda sin darle tiempo a decir nada.
– Gracias a Dios que ha despertado. Su familia está muy preocupada por usted en estos tiempos de revuelta. Su hermano me encarga decirle que todo sigue su curso.
Cierra los ojos Pere Lluís y continúa el secretario ofreciéndole información sobre su circunstancia.
– Lleva dos semanas entre delirios y no ha sido fácil encontrarle. En cuanto se recupere podrá embarcar en Civitavecchia.
Pere Lluís quisiera preguntar ¿qué tengo? pero la voz no le acompaña.
– Se trata de unas fiebres.
Es tan neutral la expresión del secretario como experta la del tabernero enfermero, que deposita un pañuelo mojado sobre la frente del yaciente. Es una sonrisa la que cubre su rostro, mientras los ojos cerrados protegen la sensación de seguridad que experimenta. Pero en cuanto cierra los ojos, la expresión del secretario deja de ser neutral para ser preocupada y la del tabernero teatralmente angustiada, mientras cabecea como negándose a asumir lo inevitable.
– ¿Sin noticias de tu hermano?
Es sarcasmo lo que refuerza la pregunta de Orsini, pero Rodrigo la asume como una interesada demanda y, abatido, confiesa:
– Sin noticias.
– Un cónclave con estos calores de agosto y la peste en las calles y en los cementerios.
Indica resignación el gesto de Rodrigo y al paso con Orsini va connotando el conocimiento de los otros miembros del Sacro Colegio.
– Veo a Estouville muy seguro de su victoria. ¿Cómo verías tú
la victoria de un cardenal francés?
– ¿Qué tiene de malo un cardenal francés?
– Tal vez sea conveniente ahora un papa italiano, después del interregno de mi tío: la ciudad lo acogería como una reparación.
– Me complace mucho tu juicio, Rodrigo, por venir de ti.
– Mis votos serán para un cardenal italiano: Barbo.
– ¿El patriarca de Venecia?
Jamás. Eso sería fortalecer el papel de la república veneciana, y no están ni los Medicis, ni los Sforza, ni los Gonzaga, ni los Este dispuestos a asumirlo.
– Puedo aceptar una alternativa.
Se acerca Rodrigo al patriarca de Venecia y le abraza cariñosamente y para decirle al oído:
– Gracias por lo de Pere Lluís.
– ¿Qué tal está?
– Mal. Pero estará peor si saben que sigue vivo y dónde. Or sini no te acepta como papa. Tampoco los Della Rovere.
– ¿No es mi momento?
– No. Tal vez sería el momento de un papa viejo o enfermo.
– No se lo tragarán. Sabré esperar.
Hay llamadas al orden para que empiece el cónclave en oración y, mientras se reza, las miradas se cruzan, se estudian las expresiones y Rodrigo apacienta y tranquiliza a su rebaño de cardenales, dejando hablar, dejando pasar el tiempo y abriendo las puertas a la fatiga y a la oratoria y otra vez la fatiga y otra vez la oratoria. Es de noche cuando los cardenales se levantan y va Rodrigo a las letrinas en coincidencia con otros purpurados de convergentes urgencias. Sotanas alzadas y en cuclillas, buena parte del Sacro Colegio prosigue el cónclave mientras alivia esfínteres.
– No es mal sitio para hallar serenidad de espíritu.
– Somos lo que comemos, como decía Aristóteles, y por lo tanto lo que cagamos.
– Dios nos ha dotado del placer de la ansiedad de orina y de su alivio.
– Nada está escrito sobre que ese placer sea pecado. Tengo entendido que un poeta latino, Catulo, decía que vosotros los de España os limpiabais los dientes con orines para tenerlos más blancos.
– Otro poeta latino decía que vosotros los romanos os poníais excrementos de niño sobre la cabeza para impedir la calvicie.
– Hemos venido a hablar de otra cosa. Decid en voz alta vuestro candidato.
Uno por uno los acuclillados cardenales proclaman sus preferencias y sólo dos sentencian: cualquiera menos el francés. Se sorprende Rodrigo.
– ¡Pero si es el más rico!
– Si nombramos un papa francés, Roma será la cismática.
– ¿Entonces?
Orsini se pone en pie y le secundan los demás.
– Por los aquí reunidos me comprometo a decirte que dos de nuestros votos serán para Piccolomini, y le respaldan el norte y el sur, Sforza desde Milán y Ferrante desde Nápoles. ¿Tu voto, Rodrigo?
– Mis votos. Son siete. Me hago responsable de siete votos.
– ¿Y van a parar?
– Volvamos al cónclave.
Ya de vuelta en la sala, busca Rodrigo a Piccolomini, bajo la mirada vigilante de los conjurados de las letrinas.
– Sin duda, Eneas, especulan sobre qué te estoy pidiendo para darte mis votos.
– ¿Qué me estás pidiendo, Rodrigo?
– Consolidar el patrimonio de mi familia y mis aliados y mis funcionarios catalanes, aragoneses y valencianos.
– Te digo sinceramente, Rodrigo, que no ambiciono ser papa y prefiero moverme entre mis libros en esta época en que parece que vuelven las luces de la Edad de Oro de la cultura latina, tiempos para el hombre, ese milagro, como le ha llamado Pico della Mirandola. Pero no estoy dispuesto a que un francés se siente en la silla de Pedro porque sería el principio del fin del equilibrio italiano.
El día en que Francia o los españoles se metan en Italia se habrá acabado nuestro mundo. ¿Qué más he de darte por tus pregonados siete votos? ¿A ti? ¿Personalmente?
– ¿Te puedo ser útil?
– Tu experiencia y tu poder me serán útiles.
– Quiero que lo reconozcas públicamente desde el primer momento.
Asiente Eneas Silvio Piccolomini y se está dando paso a la votación. Estouville. Piccolomini. Estouville. Piccolomini. Estouville. Estouville. Estouville.
Estouville. Faltan siete votos, los que dependen de Rodrigo, y seis cardenales han vuelto hacia él las caras. Asiente Rodrigo y los votos van cayendo. Piccolomini.
Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini. Piccolomini.
Piccolomini. Entusiasmo hasta el griterío entre los cardenales triunfadores, en contraste con la serenidad del nominado y la aparente, cortés indiferencia de Rodrigo. Agradece Piccolomini la confianza.
– No es el momento de expresar mi programa, pero tengo pensado llamarme Pío Ii y quiero manifestar mi deseo de superar las diferencias habidas en el pasado, basándome en la experiencia de Rodrigo Borja, hombre sabio y de leyes, pieza de entronque entre dos pontificados, y lo escojo como cardenal que pondrá la tiara sobre mis sienes.
El besamanos del proclamado papa recibe la compensación de su bendición y de abajo arriba los ojos de Rodrigo recibieron la promesa de la palabra cumplida. Ya fuera del salón del cónclave, Rodrigo pasó los días resolviendo papeles, honrando la memoria de su tío y rezando a las vírgenes que le eran más propicias. La sombra del secretario cesante le asaltó en uno de sus rezos para comunicarle:
– Pere Lluís ha muerto.
Y Rodrigo le cogió por la pechera para obligarle a acercársele primero y a arrodillarse a su lado después.
– ¿Las fiebres o es cierto lo que se dice del veneno?
Se encoge de hombros el atrapado y le libera de la retención el cardenal para seguir sus oraciones.
Oraciones privadas que días después se convertirán en rezos públicos a la sombra de la ceremonia de investidura del papa Pío Ii. El compungido cardenal Borja se pone las facciones de la majestad para coger la tiara pontificia, elevarla sobre la cabeza de Pío Ii, oponerla al cielo, diríase que para verla en contraste con el infinito, a medio camino entre la cabeza de Piccolomini y la suya. Se instala Rodrigo en el instante, con la tiara entre las manos, hasta que le llega la voz irónica de Piccolomini.
– Rodrigo, esta vez el papa soy yo. Ponme la tiara.
La deposita el cardenal sobre las sienes de Piccolomini y se quedan en el aire, como frustrados, sus brazos abiertos, hasta que se recogen, formando una cruz sobre el pecho, como si guardara para sí el comentario de Pío Ii.
– Un día será tuya, Rodrigo.
No lo dudo.
De las nubes baja la mirada de Alejandro Vi, a caballo, camino de San Juan de Letrán. Mira con orgullo a quienes le vitorean y luego sus ojos selectivos buscan a personas concretas entre la multitud y los cierra como un gato tranquilizado cuando corrobora presencias. La silueta de Giulia en una ventana. No ha visto a César, rodeado de Corella, Grasica, Llorca y Montcada disfrazados de frailes divertidos por el espectáculo, hasta la carcajada de Corella que fuerza a César a empujarle para que abandone la primera fila del público. Ya libres de contención, Corella no puede contener el ataque de risa, y aunque los demás son cómplices de su hilaridad, poco a poco se cansan y le golpean para que se calme.