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Deslumhra su vestimenta como relámpago de seda y pedrería que centelleara en socorro de los cuatro cautivos. Divinidad olímpica injerta en ídolo oriental, alrededor de su frente refulge la diadema mística, emblema de la eternidad, mensaje de la blanca luz inmarcesible, polvareda del Sol, dominus imperii romani. Rubíes entretejen sus cabellos, záfiros circunvalan su pescuezo, turquesas aprisionan sus dedos. Un anchuroso manto de tisú, espejeante de guiños diamantinos, le cae hasta el empeine de las chinelas persas en pliegues y repliegues irisados. Un espeso cinturón de oro, tachonado de perlas y topacios, le ciñe la cintura a ras del ombligo. Más que emperador romano, avanza a la cabeza de los centuriones un escaparate de la Vía Condotti.

Diocleciano penetra en la luz cernida del pórtico, un gesto suyo pone en retirada a los verdugos, se detiene ante las cuatro columnas del castigo, habla confidencialmente para los cuatro mozos amarrados, su monólogo trasciende apenas en una leve vibración del barboquejo de pelos que le enmarca el rostro.

No he venido a dirimir con vosotros problemas metafísicos, hijos míos, sino a libraros de la Parca impía que ya entre sus garras os tiene. Al fin y al cabo sois cuatro valerosos soldados de Roma cuya sangre me enorgullecería si se derramara en combate por la patria, pero me laceraría el alma si llegara a correr bajo los látigos de mis sayones. No os pido que reneguéis pública y ostensiblemente de vuestra religión, ni que sacrifiquéis un siervo a Marte en vez de cantar un salmo a Moisés, ni siquiera os reclamo que me rindáis la adoración postrada que a mi dignidad celestial corresponde. Simplemente os propongo, para dejaros en disfrute pleno de vuestra libertad y de vuestra juventud, que digáis una pequeña oración a Esculapio, una escueta jaculatoria que me permita justificar ante los otros tetrarcas mi inaudita indulgencia. Esculapio, lo sabéis, era un dios altruista como el vuestro, hacía andar a los paralíticos y resucitaba a los muertos como el vuestro, fue sacrificado como el vuestro por ejecutar milagros en la tierra sin autorización de Júpiter, es decir, del Dios Padre Todopoderoso. Afirmad no más en alta voz "creemos en Esculapio", aunque por dentro estéis pensando "creemos en Jesucristo" y, lejos de liar el petate, seréis libres. Os advierto, por si os interesa, que Marcelino, obispo de Roma, vuestro Sumo Pontífice, al primer zurriagazo cantó el Ave César y otros recitativos, sacrificó sus corderos a Plutón, entregó los libros sagrados, la gran cagada. Decid no más…

– Nunca- interrumpe el vozarrón de Severo. La apartada concurrencia (militares, cortesanos, esbirros, mendigos) vuelve hacia él los rostros estupefactos.

– Jamáis- dice Severiano.

– Never- dice Carpóforo.

– Emperador, no comas mierda- dice Victorino, a sabiendas que esa frase escatológica figurará como sus últimas palabras en el Libro de los Mártires.

Diocleciano los contempla un breve instante con una albúmina de melancolía en los ojos taladrantes, murmura entre dientes "idiotas, cien veces idiotas", les da la espalda en viraje de mutis dramático, desciende lentamente las escalinatas, agobiado por el resplandor de sus ornamentos, sumido en un silencio incurable.

El capataz de los verdugos está contento. Todavía más satisfecho luce el tuerto que había aceitado las correas múltiples del látigo, el tuerto temió por un momento que la magnanimidad del emperador le malograra la tarde. La voz de mando estalla como un surtidor entre los fresones del ocaso:

– ¡Comenzad!-

Glorioso San Ramón Nonato -reza la señora- Consuelo no nacido de los nardos de María como el Salvador sino de madre muerta, que tan blanca es la muerte como los nardos; bienaventurado San Ramón Nonato,

no llegado a la playa desde el vientre vivo de una ballena comojonás sino parido por hoguera yerta, mariposa de yelo que te dio el ser; desdichado y paciente San Ramón Nonato, por la madre que no conociste, por los esclavos que libraste de cadenas y de ausencias, por el clavo de fuego que te perforó los labios para que esos labios no glorificaran a Jesucristo, por el candado que te atrancó la boca para que esa boca no suspirara por el martirio, por la llave de dicho candado que retenía el gobernador de los infieles como badajo colgante de sus partes pudendas, por el ángel exterminador que no te permitió llegar a Roma sino sobre las pisadas de cuatro sepultureros; milagroso San Ramón Nonato, ayuda a bien nacer a este niño que anuncian los lamentos de la parturienta como ecos encarnizados de las trompetas de jericó.

Que las yerbas que San Antonio Abad, solitario máximo de la Tebaida, mascaba en el desierto, resguarden a esta madre de fiebres y convulsiones; que los pendones de Santiago el Apóstol, primo hermano de Jesucristo, dispersen el aliento pútrido de los espíritus malignos; que el pañuelo de la Verónica enjugue como llanto toda hemorragia; que la mágica Cruz Blanca la señora Consuelo dibuja tres veces en el aire el signo de la Cruz ilumine el túnel tembloroso de la vida; que la espada fulmínea de San Miguel Arcángel ponga en fuga a los microbios; que el agua lustral del Jordán desinfeccione los tejidos.

Misericordioso San Ramón Nonato, el más misericordioso de todos los santos porque amparas a los seres humanos cuando son apenas sincariones o goleticas náufragas entre las trompas de Falopio, tú que cultivas como gramilla del Señor las vellosidades que dan origen a la placenta, tú que aportas el estambre cuando se teje el hilo portentoso de los cordones umbilicales, tú que vigilas el despuntar de las primeras pelusas y el píopío inicial del corazón y el abrimiento de los párpados como dedalitos de miel, tú trasnochado para que las claridades perversas de la luna no marchiten los pétalos de la creación, a ti te invoco la señora Consuelo cae de rodillas en el cemento para que tus dedos sapientísimos orienten a mis manos torpes, para que derrames tu sonrisa torrencial sobre el surco de estas entrañas primerizas, para que con tu socorro venga a la tierra un niño sano de cuerpo y tierno de esencia, creyente en Dios Nuestro Señor, en la Rosa Blanca que lo alumbró y en el Árbol Sagrado donde murió. Amén.

Nadie ha contado los latigazos, pasaron de doscientos, la exactitud de la cifra carece de importancia, nadie los ha contado por que la sentencia del tribunal ha sido imprecisa y despiadada, "hasta que renieguen de su religión", "hasta que sacrifiquen a los dioses", y los verdugos saben a ciencia cierta (basta mirarles la mirada) que Severo Severiano Carpóforo Victorino morirán callados acérrimos, pulpos sangrantes aferrados a su evangelio. El acólito Sapino Cabronio, ya para siempre espía especializado en perseguir cristianos, en interrogar cristianos para desgraciarlos, anda por ahí, sombra reptante sobre los plintos de las columnas, por si es preciso deshacer una coartada de última hora, Sapino Cabronio se cuida bien de situar su rostro al alcance del salivazo que Victorino le tiene destinado.

Las plomadas de los látigos desgarran como uñas, hieren como puñales, magullan como mazas. Nalgas y espaldas son reguero de anémonas, peñascal de corales, rocío sanguinolento que no cesa, flecos de piel y fibras, colgante llaga. La voz de mando interrumpe una vez más el azotamiento y pregunta por mera fórmula:

¿Renegáis de vuestras fábulas y patrañas judaicas? ¿Retornáis al seno de los dioses romanos?

Severo no responde porque ya ha muerto, ni Severiano porque da el último suspiro, ni Carpóforo porque ha perdido el habla, ni tampoco Victorino porque ha comenzado ha comenzado a oír, a oler y a mirar un espectáculo que escapa a la percepción de sus verdugos. La música de la muerte es una bruma de sonidos que asciende desde el ritmo maestoso del río, enreda su cabellera entre los olmos, roza con pies descalzos la epidermis del mármol y se apacigua en espiral de pájaros sobre el corazón de Victorino. La fragancia de la muerte llovizna en un sutil descendimiento, respiración innúmera de los lirios del cielo, ingrávido plumón de los arcángeles, lucero fugaz que adquiere la piedad del anís y del romero al apagarse en los ojos de Victorino. El ángel de la muerte, su perfil es el mismo perfil inolvidable de Filomena de las catacumbas, el ángel de la muerte surge de un más allá de amor y dulcedumbre para espolvorear de besos la agonía de Victorino.

Severo Severiano Carpóforo Victorino han dejado de existir sobre la tierra. La noche amedrentada por el espejismo de la sangre se refugia en las abras de las colinas a gemir un llanto lechoso de manantiales y luciérnagas. Los perros deambulan espectrales, ventean la ceniza de la luna, aullan en acecho de los despojos. En la terraza del palacio imperial se extingue bruscamente una lámpara.

Santa Librada que viniste al aire reza la señora Consuelo, Mamá olvida sus dolores para escucharla, la señora Consuelo reza desde el rincón del cuarto donde se ha empequeñecido, casi borrado en rosado racimo con tus ocho hermanas, nueve cabritas fugadas de la noche, nueve portuguesitas nacidas para quemarse en el reverbero azul del martirio. En ese mismo instante llega Madre a la Maternidad en un carro de alquiler que sacudió a cornetazos la Avenida San Martín, su marido Juan Ramiro Perdomo va risiblemente solemne sentado a su lado, Madre siente un dolor que le comienza en la columna vertebral y se le desliza como un alacrán por la cintura y se le va cerrando como un gancho de acero al nivel del ombligo, Me duele muchísimo Juan Ramiro, dice ella, Aguanta un poquito que ya vamos a llegar, responde él, el chofer se considera un personaje importante, lo es, toca la corneta autoritariamente. Y en ese mismo instante Mami telefonea al doctor Carvajal, Estoy sintiendo manifestaciones viejo, dice, Vete para la clínica, responde él, y Mami comienza a acicalarse, arrincona los dolores frente al espejo, se pinta, se perfuma, elige los saltos de cama, uno para cada día, irán tantísimas amigas a verla, Mami no pierde jamás la serenidad, cuenta además con la protección de su madre, doña Adelaida se convierte en jefe de operaciones, es la voz de la experiencia, cierra las maletas, ayuda a Mami a bajar la escalera, el ingeniero Argimiro Peralta Heredia la deja hacer encantado, Qué suegra tan eficiente tengo, dice Calsia tu madre, pantera engalanada de terciopelos negros reza la señora Consuelo, la señora Consuelo sabe que las vecinas están pendientes de este parto de Mamá como de una ceremonia religiosa, las presiente en expectativa más allá de las paredes, la señora consuelo ha aceptado como única ayudante a una prima de Mamá que vino a visitarla, le da órdenes precisas, Traiga periódicos, traiga el anafe, traiga la vela de sebo las conduce con recado de muerte a Sila la comadrona, comadrona como yo, Señor, cristiana como yo, Señor, ¿cómo darles veneno a estos nueve capullos de armiño?, amor y leche es la gracia que imploran, amor y leche dóiles de tu doctrina, a la sombra de tus pies suspiran, Señor, llegaron a ser siervas de un convento perdido entre venados y apreses. Entonces Madre atraviesa puertas metálicas y tabiques blancos, a Juan Ramiro Perdomo no le permitieron pasar del cancel, Solamente la paciente puede entrar, dijeron, la paciente es Madre acosada por dolores que van y vienen, con las respuestas de Madre llenaron una planilla, le piden que se desvista. Le entregaremos la ropa a su marido, dicen, le ponen una bata corta que apenas le llega a la rodilla, una bata de tela áspera y color desvaído, la suben a una camilla, la cubren con una sábana. Y entonces Mami entra a la clínica rumbosamente, con sus dos maletas y su marido y su madre, Buenos días Domitila, dice Mami, Domiúla la esperaba solícita, Domitila la acompaña hasta su habitación, igual a todas las habitaciones de clínica, uniformes como los camarotes de los barcos y las celdas de los frailes, Mami se tiende en la cama con el auxilio de Domitila, solamente ante Domitilia declina su autoridad doña Adelaida, Domitila ha visto tantos partos, tiene intuición, arregla a Mami primorosamente, decide avisar al doctor Carvajal, la cosa está más cerca de lo que doña Adelaida y Mami se imaginaban.

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