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XVIII. Es esa la tetrarquía, una mesa con tres patas en el aire y una sobre la tierra, un absolutismo sin déspota, un centralismo sin ombligo, una circunferencia sin centro y, más allá de sus contornos formales, una tentativa institucional, no de resucitar a Roma porque eso era pedir la luna, sino al menos de momificar su cadáver, como hacían los egipcios con sus difuntos más queridos para evitar que la familia se les pudriera ante sus ojos.

Severo Severiano Carpóforo Victorino ocupan la mesa más apartada en la taberna del liberto Casio Cayo, gladiador retirado, cartaginés de progenie, lo atestiguan pigmentación y pasa. Casio Cayo, tras despanzurrar idóneamente a cuanto adversario de red o escudo se le puso por delante en la arena, ha instalado este expendio de vinos y viandas, era legítimo que explotara en alguna forma una popularidad adquirida a costa de tantos riesgos y tanta eutanasia. El propietario en persona, cíclope de alquitrán y ébano, atiende a sus clientes, tansporta jarras de vino y los platones de cordero humeante, sepulta las monedas en un inmenso carriel de gacela que cuelga de su cintura.

Severo Severiano Carpóforo Victorino le dicen que sí, le toleran su canción al juglar napolitano que va de mesa en mesa, ineluctable calamidad en toda taberna romana. Y el solista emprende, con acompañamiento de altisonante corno, sistro destemplado y zampona lacrimosa, un lamento rastrero destinado a rogarle a una señora que decline su orgullo y vuelva a Sorrento. Entonces los cuatro soldados se declaran románticamente mediterráneos, piden pulpos en vinagre y porrones de resinoso vino de Chipre. No obstante su coraje de combatientes y la firmeza de su fe cristiana, avizoran con fundada tribulación el trance místico que les aguarda. La palma del martirio es don inefable y glorioso, se escala el paraíso en un dos por tres, ya lo saben, pero les resulta un tanto prematuro exprimir tan bienaventurada merced antes de cumplir treinta años. Especialmente Victorino, enamorado desde hace menos de cuatro horas, Filomena que perfumas mis recuerdos, la melodía napolitana me corre por las vértebras cervicales como una pincelada de miel.

Hablan escasas incoherencias, o simulan que hablan, simulan que beben, simulan que oyen los quejidos de la zampona, no perciben los efluvios sospechosos de los calamares, siempre pasados en los restaurantes de Roma. Es que no son capaces de desclavar los ojos de los escalones de mármol que trepan a la calle, helicoide de caracol enroscada a una estatuilla protectora de Baco. El dios de los taberneros eleva un racimo de uvas con la mano izquierda, mientras sus dedos (anular, medio e índice) de la derecha organizan un signo a todas luces sicalíptico.

A ras de esos escalones han de asomar dentro de un instante los correajes de las sandalias, los calcañales de los guardias pretorianos que vendrán a detenernos, guiados por Sapino Cabronio el apóstata, qué apóstata, el hijo de perra que nos ha delatado, nos esperó emboscado al regreso de las catacumbas, nos vino siguiendo como el arrastramiento de una serpiente hasta la puerta de la taberna de Casio.

La aparición de los esbirros desencadena un sobresaltado revoltillo entre los parroquianos de las otras mesas, ninguno romano sino todos bárbaros asimilados, británicos impasibles que han traído con ellos sus perritos, galos que chupan con los ojos en blanco los tentáculos fesandés de los pulpos, germanos que se han levantado varias veces de sus asientos para ir a contemplar de cerca la estatuilla de Baco y acariciar sus proporciones, iberos empecinados en vocear sus problemas hogareños desde la segunda garrafa de vino, sirios que han extraído unos mugrientos naipes de sus mantas yjuegan entre bisbiseos y recíprocas miradas incendiarias, cada uno se imagina que la policía pretoriana viene por él, se asombran todos y se sosiegan cuando la ven dirigirse hacia los únicos cuatro romanos que están presentes en la taberna, militares de casco coronado por añadidura.

– ¡Deponed las armas! ¡Estáis detenidos!- grita el comandante de los pretorianos.

– ¡Hágase la voluntad de Dios!- dice Severo.

– ¡En sus manos encomiendo mi espíritu!- dice Severiano.

– ¡Venga a nos el tu reino!- dice Carpóforo.

– ¡Idos a la mierda!- dice Victorino

Ante estas últimas cuanto elocuentes palabras los guardias pretorianos, que son doce, se abalanzan sobre Victorino, ármase la de Dios es padre. Vuelan en parábola las mesas, los bancos, las fuentes y las vasijas; el vino salpica de escarlata las paredes; chillan como gatas en fornicación las esposas de los galos; se mezclan irreflexivamente los iberos en la trifulca; los sirios aprovechan el tumulto para escabullirse sin pagar. Casio Cayo ve su negocio en peligro, olvida su prepotente musculatura y sus credenciales de gladiador invicto, lejos de intervenir en defensa de sus clientes se limita a balar como un cordero extraviado en la maleza:

– Pax vobis, pax vobis.

Los guardias pretorianos se los llevan a todos, no sólo a los cuatro hermanos por quienes han venido, sino también a los iberos que se inmiscuyeron en la ajena contienda, y a los germanos fondilludos, y a los galos refinados, y a los mismos británicos tan yertos y tan respetables. Con el rumor de sus presos en fila suben las escaleras y desembocan en una calle atestada de aurigas dicharacheros, turistas preguntones y prostitutas de cacería. A lo lejos resuenan los gritos que emanan del Circo Máximo, vocerío de un público que presencia como todos los años las pugnas atléticas entre romanos y milaneses, esta vez triunfan los milaneses como todos los años, tres a cero, ¡oh Roma, inmutable e inmortal!

Casio Cayo queda como alma en pena en su taberna, con una germana gorda y desmayada por toda compañía. El ex gladiador se pasea a grandes zancadas por entre los bancos tumbados, las mesas con las patas al aire, la vajilla hecha añicos, la estatuilla de Baco sin el racimo de uvas ni los dedos inverecundos. Y aquel gigante que jamás parpadeó ante la espada ni ante el tridente de los contrincantes, llora con hipidos y mocos, llora el deterioro de sus mesones sin desbastar, el derramamiento de su vino adulterado y el despilfarro de sus chipirones podridos.

– El culpable no es otro sino Diocleciano- dice el tabernero en medio de sus sollozos, se permite apostrofar al emperador acogido a la exclusiva presencia inerme de aquella germana anestesiada, la walkiria continúa desmayada o haciéndose la desmayada en la esperanza de que la ultrajen de obra.- Ese tirano ególatra no piensa sino en el esplendor de su indumentaria, en la magnificencia de sus termas, olvida, desprecia a los hombres de trabajo, a los comerciantes que somos las fuerzas vivas del imperio. Insaciable en su codicia, derrochador del patrimonio ajeno, no se cansa de acumular tasas e impuestos sobre

XIX. Jamás pretendí -dice Diocleciano- que mis doctrinas económicas conquistaran la aprobación de los taberneros ni de los apóstoles ¡cocodrilos! del libre comercio, ni de los sacerdotes ¡escorpiones! del mercado negro, porque justamente a limar la codicia de tales piratas estaban encaminadas.

XX. La moneda andaba realenga, a merced de alzas y bajas arbitrarias, yo la vinculé a la tasa de oro, le edifiqué una estabilidad que nunca antes había conocido.

XXI. Los especuladores estipulaban por su cuenta y ganas el precio de los productos, no en el cuadruplo sino en ocho veces su valor, y más todavía ¡sanguijuelas con barbas!, yo dicté un decreto riguroso que los obligaba a cobrar por las cosas tan sólo lo que en exactitud debían costar.

XXII. Los acaparadores almacenaban las mercancías para provocar escasez y venderlas luego en estraperlo, yo los metí en la cárcel sin contemplaciones, les encajé multas cuantiosas, los arruiné cuando se me pusieron recalcitrantes, les apliqué la pena de muerte cuando se me volvieron incorregibles.

XXIII. La producción se desenvolvía sin plan ni concierto, libre fabricación que originaba un tótum revolútum de la economía nacional, yo obligué a las industrias privadas a planificar sus operaciones, embarqué al estado en la creación de manufacturas prósperas.

XXIV. La administración pública funcionaba a cargo de limitadas manos, carentes de control y no siempre honestas, yo tejí una eficiente red burocrática, les proporcioné empleo a millares de ciudadanos, diluí la responsabilidad a base de una vigilancia mutua.

XXV. El progreso del país se había estancado a consecuencia de los zangoloteos políticos, yo recabé tasas de los ricos, llevé a cabo un plan de obras públicas de dimensiones nunca vistas, sembré de escuelas y de termas cada ciudad, desvivido por higienizar las mentes y los cuerpos de mis subditos.

XXVI. Y si bien es cierto que fracasaron mis doctrinas, como han fracasado y fracasarán por siempre las teorías económicas cuando se enfrentan a la cochina realidad, de todo lo anterior se deduce que este modesto servidor de ustedes ha sido el precursor, el pionero de las siguientes bagatelas: el patrón oro, el control de precios, la planificación de la economía, los sistemas tributarios, la carrera administrativa, la nacionalización de las industrias y

XXVII. y el laborismo británico, por Mercurio.

Severo Severiano Carpóforo Victorino, ya despojados de lanza, escudo y casco, pero aún ceñido al pecho el coselete de escamas metálicas, están de pie ante un tribunal que preside un juez calvo, desgalichado, artrítico y socrático. Hoy se siente más artrítico que lo último porque noviembre desciende húmedo del Palatino y se clava como colmillo de víbora en sus enardecidas articulaciones. Del maestro ateniense conserva apenas la conciencia de su ignorancia y una sonrisa irónica de becerro muerto.

– Se os acusa de cristianos- dice el juez con desgano.

– ¿Quién nos acusa?-dice Severo.

– Os acusa el testigo Sapino Cabronio, cristiano como vosotros hasta el día de ayer. Entre la sexta y la séptima hora volvió a la religión de sus antepasados, de nuestros antepasados, a requerimiento de la voz tonante del padre y rey de los dioses, que amontona las nubes y vive en el éter, el propio Júpiter tronó su nombre procelosamente desde un rincón de la celda.

– No te creemos- dice Severo.

– A Sapino Cabronio lo colgaron de un pórtico- dice Carpóforo.

Le quemaron la espalda con una antorcha dice Severiano.

Se le enfriaron los cojones dice Victorino.

Un aleteo de togas estremece al centenar de curiosos, libertos en busca de empleo, familiares de los acusados, la audiencia en masa. Plebeyos comentarios rezongan los vendedores de salchichas hervidas, embutidas en lonjas de pan y salpicadas de salsas orientales, ya se llamaban canes calidi (hot dog en latín, lector ignaro). El magistrado impone silencio a golpetazos del mazo de madera, puño censorio del poder judicial.

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