Con ayuda de Madre le hago frente a aquel castañeteado de interrogaciones. Madre se ha transformado en viviente aleluya, ha florecido completa como los bucares, quemó su tristeza en las calles junto con los cromos del dictador que los demás quemaban, nunca la sospeché capaz de soportar sobre sus frágiles hombros el Peso de tanta dicha. Su nerviosidad de quinceañera la hace más linda, se levanta sin ton ni son de la mesa, regresa escoltando a Micaela que trae en alto como la cabeza de Jokanahan aquellas chuletas de cerdo cuyo recuerdo me suscitaba alucinaciones en el Patio del internado, se ríe en semitrino cuando mi padre (mi padre nunca ha tenido gracia para las tertulias caseras) arriesga tímidamente una respuesta que aspira a ser chistosa. Sin embargo, allá en la buhardilla de la alegría de Madre creo sorprender un candelabro parpadeando, acaricia los cabellos de mi padre melancólicamente como si temiera perderlo, acaricia mis cabellos como si temiera perderme, se le van a escapar dos lágrimas de asustada felicidad, se escapan.