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– Maldito servicio… No se puede estar nunca tranquilo…

Gim tomó los cigarrillos de la mesita de noche, encendió uno, metió el paquete en el bolsillo.

– Dame uno, Gim -dijo Armanda, y se incorporó alzando el pecho blando.

Gim le puso un cigarrillo en la boca, lo encendió, ayudó a Soddu a ponerse la chaqueta.

– Vamos, sargento.

– Otra vez será, Armanda -dijo Soddu.

– Hasta pronto, Angelo -le contestó ella.

– Hasta pronto, eh, Armanda -dijo de nuevo Soddu.

– Chao, Gim.

Salieron. En el pasillo Lilín dormía aferrado al borde del desvencijado sofá; ni siquiera se movió.

Armanda fumaba sentada en la gran cama; apagó la lámpara porque una luz gris entraba ya en la habitación.

– Lilín -llamó-. Ven, Lilín, ven a la cama, anda, Lilín guapo, ven.

Lilín recogía ya la almohada, el cenicero.

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