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– Cuando se conoce la pista… -dijo él.

– No, así -dijo ella-, adivinándola.

– Yo ya la hice tres veces -dijo el muchacho.

– ¡Bravo! Yo una sola, pero subí sin telesilla.

– La vi. Se había puesto las pieles de foca.

– Sí. Ahora que hay sol subo a la montaña.

– ¿A qué montaña?

– Más allá de la estación de telesilla. A la cresta.

– ¿Y qué hay allá arriba?

– Se ve el glaciar como si lo tocaras. Y las liebres blancas.

– ¿Las qué?

– Las liebres. A esa altura las liebres en invierno tienen el pelo blanco. Las perdices también.

– ¿Hay perdices?

– Perdices blancas. Con las plumas blanquísimas. En verano en cambio tienen las plumas café con leche. ¿Usted de dónde es?

– Italiano.

– Yo soy suiza.

Habían llegado. En la terminal habían bajado del telesilla, él torpemente, ella acompañando con la mano el ancla durante toda la vuelta. La chica se quitó los esquíes, los puso rectos, del bolsito que llevaba en la cintura sacó las pieles de foca y las ató debajo de los esquíes. El la miraba, frotándose los dedos helados en los mitones. Después, cuando la muchacha empezó a subir, la siguió.

La subida del telesilla a la cima de la montaña era difícil.

Al muchacho de las gafas verdes le costaba subir ya en cuña, ya por peldaños, ya haciendo un esfuerzo para avanzar y resbalando de nuevo hacia atrás, apoyándose en los palos como un inválido en las muletas. Y la chica ya estaba arriba y él no la veía.

Llegó a la cima sudando, con la lengua afuera, medio cegado por el centelleo que irradiaba todo alrededor. Allí empezaba el mundo del hielo. La chica rubia se había quitado el anorak celeste-cielo y se lo había anudado a la cintura. También ella se había puesto un par de grandes gafas.

– ¡Allá! ¿Ha visto? ¿Ha visto?

– ¿Qué hay? -preguntaba él aturdido. ¿Había saltado una liebre blanca?, ¿una perdiz?

– Ya no está -dijo ella.

Abajo, sobre el valle, revoloteaban los habituales pájaros negros que graznan a dos mil metros. El mediodía se había puesto muy límpido y desde lo alto la mirada abarcaba las pistas, los campos atestados de esquiadores, de niños con trineos, la estación del telesilla con la cola que se había vuelto a formar en seguida, el hotel, los autocares parados, el camino que entraba y salía del negro bosque de abetos.

La muchacha se había lanzado por la pendiente y bajaba con sus tranquilos zigzags, ya había llegado al lugar donde las pistas eran más frecuentadas por los esquiadores, pero, en medio de siluetas confusas e intercambiables que se entrecruzaban como flechas, su figura apenas dibujada como un paréntesis oscilante no se perdía, era la única que se podía seguir y distinguir, sustraída al azar y al desorden. El aire era tan nítido que el muchacho de las gafas verdes adivinaba sobre la nieve la retícula apretada de las huellas de los esquíes, rectas y oblicuas, de los resbalones, los salientes, los agujeros, el pisoteo de las raquetas, y le parecía que en el informe embrollo de la vida se escondía la línea secreta, la armonía que sólo se podía encontrar en la muchacha celeste-cielo, y que éste era el milagro de ella: el escoger en cada instante, en el caos de los mil movimientos posibles, aquel y sólo aquel que era justo y límpido y leve y necesario, aquel y sólo aquel que, entre los mil gestos perdidos, contaba.

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