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– Me gustaría tener una de esas viejas máquinas de fuelle -dijo a las amigas- apoyada en un trípode. ¿Os parece que se podrán encontrar?

– Bueno, tal vez en algún mercado de ocasión…

– Vamos a buscar.

Las amigas encontraron divertida la caza del objeto curioso: juntas pasaron revista a los vendedores de baratijas, interpelaron a los viejos fotógrafos ambulantes, los siguieron a sus cuchitriles. En aquellos cementerios de materiales en desuso se juntaban columnitas, biombos, telones con desvaídos paisajes pintados; todo lo que evocaba un viejo estudio de fotógrafo Antonino lo compraba. Al final consiguió echar mano a una cámara de cajón, con el disparador en forma de pera. Parecía funcionar perfectamente. Antonino la compró junto con un surtido de placas. Ayudado por las amigas, en una habitación de su casa instaló el estudio, todo con objetos anticuados, salvo dos reflectores modernos.

Ahora estaba satisfecho.

– Hay que partir de aquí -explicó a las amigas-. La forma en que nuestros abuelos se ponían en pose, la convención según la cual se disponían los grupos, revelaba un significado social, una costumbre, un gusto, una cultura. Una fotografía oficial o matrimonial o familiar o escolar daba la idea de cuánto tenía de serio e importante cada papel o institución, pero también cuánto tenía de falso y de forzado, de autoritario, de jerárquico. Esta es la cuestión: hacer explícitas las relaciones con el mundo que cada uno de nosotros lleva consigo, y que hoy hay tendencia a esconder a volver inconscientes, creyendo que de este modo desaparecen, cuando en realidad…

– Pero, ¿a quién quieres hacer posar?

– Venid mañana y empezaré a haceros fotos como digo yo.

– Dime, ¿qué te propones? -dijo Lydia con súbita desconfianza. Sólo en ese momento, en el estudio instalado, veía que allí todo tenía un aire siniestro, amenazador-. ¡Estás soñando si crees que vendremos a hacerte de modelos!

Bice se rió burlona, pero al día siguiente volvió a casa de Antonino, sola.

Llevaba un vestido de lino blanco, con bordados de colores en los bordes de las mangas y de los bolsillos. Una raya le dividía el pelo recogido sobre las sienes. Se reía un poco como con disimulo, inclinando la cabeza hacia un lado. Mientras la hacía pasar, Antonino estudiaba en sus gestos, entre remilgados e irónicos, cuáles eran los rasgos que definían su verdadero carácter.

La hizo sentar en una gran butaca y metió la cabeza bajo el paño negro que envolvía el aparato. Era una de esas cajas con la pared posterior de vidrio, donde la imagen se refleja ya casi como en una placa, espectral, un poco lechosa, separada de toda contingencia en el espacio y en el tiempo. Antonino tuvo la impresión de que veía a Bice por primera vez. Había una docilidad en la caída un poco pesada de los párpados, en el cuello tendido hacia adelante, que prometía algo escondido, así como su sonrisa parecía esconderse detrás del acto mismo de sonreír.

– Eso es, así, no, la cabeza más para allá, alza los ojos, no, bájalos.

Antonino perseguía dentro de aquella caja algo de Bice que de pronto le parecía preciosísimo, absoluto.

– Ahora te haces sombra, acércate más a la luz, no, antes estaba mejor.

Había muchas fotografías posibles de Bice y muchas Bice imposibles de fotografiar, pero lo que él buscaba era la fotografía única que contuviera unas y otras.

– No te cojo -su voz salía ahogada y quejumbrosa de debajo de la capa negra-, ya no, no lo consigo.

Se liberó del paño y se incorporó. Se había equivocado en todo desde el principio. La expresión, el acento, el secreto que se creía a punto de captar en el rostro de ella era algo que lo arrastraba a las arenas movedizas de los estados de ánimo, de los humores, de la psicología: él también era uno de los que persiguen la vida que huye, un cazador de lo inasible, como los fotógrafos de instantáneas.

Debía seguir el camino opuesto: apuntar a un retrato de superficie, manifiesto, unívoco, que no esquivara la apariencia convencional, estereotipada, de la máscara. La máscara, por ser ante todo un producto social, histórico, contiene más verdad que cualquier imagen que pretenda ser «verdadera»; lleva consigo una cantidad de significados que se revelarán poco a poco. ¿No era justamente con esta intención con la que Antonino había montado ese estudio destartalado?

Observó a Bice. Tenía que partir de los elementos exteriores de su aspecto. En la forma que tenía Bice de vestirse y de arreglarse -pensó- se reconocía la intención entre nostálgica e irónica, extendida en el gusto de aquellos tiempos, de remitirse a la moda de hacía treinta años. La fotografía hubiera debido acentuar esa intención: ¿cómo no lo había pensado?

Antonino fue a buscar una raqueta de tenis; Bice estaría de pie, de tres cuartos, con la raqueta debajo del brazo y una expresión de postal sentimental. A Antonino, desde debajo de la manta negra, la imagen de Bice -en lo que tenía de esbelto y de adaptado a la pose, y en lo que tenía de inadaptado y casi incongruente y que la pose acentuaba- le pareció muy interesante. La hizo cambiar varias veces de posición, estudiando la geometría de las piernas y de los brazos en relación con la raqueta y con un elemento de fondo. (En la tarjeta ideal en que estaba pensando, debía figurar la red de la cancha de tenis, pero no podía pretenderse demasiado y Antonino se contentó con una mesa de ping pong.)

Pero todavía no se sentía en terreno seguro: ¿no estaba acaso tratando de fotografiar recuerdos, más aún, vagos ecos de recuerdos que afloraban en la memoria? Su negativa a vivir el presente como recuerdo futuro, a la manera de los fotógrafos domingueros, ¿no lo llevaba a intentar una operación igualmente irreal, es decir, a dar un cuerpo al recuerdo para sustituir el presente que tenía delante de sus ojos?

– ¡Muévete, qué haces ahí como un palo, alza la raqueta, demonios! ¡Haz como si jugaras al tenis! -dijo de pronto furioso.

Había comprendido que sólo exasperando la pose se podía alcanzar una extrañeidad objetiva; sólo fingiendo un movimiento interrumpido por la mitad podía darse la impresión de lo detenido, de lo no viviente.

Bice se prestaba dócilmente a ejecutar sus órdenes aunque resultaran imprecisas y contradictorias, con una pasividad que era también como declararse fuera del juego, y sin embargo insinuando de alguna manera, en ese juego que no era suyo, los movimientos imprevisibles de un misterioso partido. Lo que Antonino esperaba ahora de Bice, al decirle que pusiera las piernas y los brazos de esta forma y de aquélla, no era tanto la simple ejecución de un programa como la respuesta de ella a la violencia que él le hacía con sus requerimientos, una imprevisible, agresiva respuesta a la violencia a que Antonino la sometía cada vez más.

Era como en los sueños, pensó Antonino contemplando sepultada en la oscuridad a aquella tenista improbable que se filtraba en el rectángulo de vidrio: como en los sueños, cuando una presencia venida de las profundidades de la memoria se adelanta, se deja reconocer y de pronto se transforma en algo desperado, en algo que aun antes de la transformación asusta porque no se sabe en qué irá a transformarse.

¿Quería fotografiar los sueños? Esa sospecha lo hizo enmudecer, escondido en su refugio de avestruz, la perilla del disparador en la mano, como un idiota; y mientras tanto Bice, entregada a sí misma, continuaba una especie de danza grotesca, inmovilizándose en exagerados gestos de tenista, revés, drive, levantando en alto la raqueta o bajándola hasta el suelo, como si la mirada que salía de aquel ojo de vidrio fuera la pelota que ella seguía rechazando.

– Basta, ¿qué comedia es ésa? No era eso lo que yo quería decir -y Antonino cubrió la máquina con el paño, empezó a pasearse por la habitación.

La culpa de todo la tenía el vestido, con sus evocaciones de tenis y preguerra… Era preciso reconocer que con vestido de calle una foto como la que él quería no se podía hacer. Se necesitaba cierta solemnidad, cierta pompa, como las fotos oficiales de las reinas. Sólo en traje de noche Bice se convertiría en un tema fotográfico, con el escote que marca un límite neto entre el blanco de la piel y lo oscuro de la tela, subrayado por el centelleo de las joyas, un límite entre una esencia de mujer atemporal y casi impersonal en su desnudez y la otra abstracción, social ésta, del vestido, símbolo de un papel igualmente impersonal, como el drapeado de una estatua alegórica.

Se acercó a Bice, empezó a desabotonarle el cuello, el busto, a deslizarle el vestido por los hombros.

Se le habían ocurrido ciertas fotografías decimonónicas de mujeres en las que del cartón blanco emerge el rostro, el cuello, la línea de los hombros descubiertos, y todo lo demás se desvanece en el blanco.

Ese era el retrato fuera del espacio y del tiempo que ahora quería: no sabía bien cómo, pero estaba decidido a conseguirlo. Situó el reflector encima de Bice, acercó la máquina, se agitó bajo el paño para regular la apertura del objetivo. Miró. Bice estaba desnuda.

El vestido se había deslizado hasta los pies; debajo no llevaba nada; había dado un paso adelante; no, un paso atrás, que era como si avanzara toda entera en el cuadro; estaba erguida, alta delante de la máquina, tranquila, mirando hacia adelante, como si estuviera sola.

Antonino sintió que la visión de ella le entraba por los ojos ocupaba todo el campo visual, lo sustraía al flujo de las imágenes casuales y fragmentarias, concentraba tiempo y espacio en forma finita. Y como si esta sorpresa de la visión y la impresión de la placa fueran dos reflejos ligados entre sí, apretó en seguida el disparador, volvió a cargar la máquina, disparó, puso otra placa, disparó, siguió cambiando placas y disparando, mientras farfullaba, ahogado por el paño:

– Eso es, ahora sí, así está bien, eso es, otra vez, así sales bien, otra vez.

No tenía más placas. Salió de debajo del paño. Estaba contento. Delante de él, Bice, desnuda, esperaba.

– Ahora puedes taparte -dijo, eufórico pero ya con prisa-, salgamos.

Ella lo miró desconcertada.

– Ahora sí que te he cogido -dijo Antonino.

Bice se echó a llorar.

Ese mismo día Antonino descubrió que se había enamorado de ella. Se pusieron a vivir juntos y él compró los más modernos aparatos, teleobjetivos, equipo perfeccionado, instaló un laboratorio. Tenía también dispositivos para poder fotografiarla de noche mientras dormía. Bice se despertaba con el flash, contrariada; Antonino seguía disparando instantáneas de Bice despegándose del sueño, Bice enfadada con él, Bice tratando inútilmente de volver a dormirse hundiendo la cara en la almohada, Bice reconciliándose, Bice que reconocía como actos de amor esas violencias fotográficas.

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