Una pequeña boya de color herrumbre que hasta ese momento habían tomado por asalto un racimo de muchachos para zambullirse, de pronto, en un chapuzón general, quedó libre. Una gaviota se posó en la boya, abanicó el aire con las alas y emprendió vuelo, porque la señora Isotta se aferraba al borde. Si no conseguía agarrarse a tiempo, se ahogaba. Pero ni siquiera la muerte era posible, ni siquiera le dejaban ese injustificable, desproporcionado remedio; porque ya estaba por renunciar y no conseguía levantar el mentón que se inclinaba hacia el agua cuando vio que en las embarcaciones circundantes los hombres se enderezaban rápidamente, dispuestos a zambullirse y socorrerla: allí estaban sólo para salvarla, para llevarla desnuda y desvanecida entre las preguntas y las miradas de un público curioso, y el peligro de muerte sólo hubiera ido acompañado del desenlace ridículo y mísero al que en vano trataba de escapar.
Desde la boya, mirando a los nadadores y a los remeros que parecían reabsorbidos poco a poco por la orilla, recordaba la fatiga maravillosa de aquellos regresos; y las voces que iban de una embarcación a otra: «¡Nos encontramos en la orilla!», o: «¡A ver quién llega primero!» la llenaban de infinita envidia. Pero le bastó percibir a un hombre flaco, con unos calzones largos, el único que quedaba en medio del mar, de pie en una barca de motor parada, que miraba quién sabe qué en el agua, y en seguida el deseo de volver quedó oculto por el miedo de que la vieran, por el ansia de esconderse detrás de la boya.
Ya no recordaba cuánto hacía que estaba allí: la playa se vaciaba, y los patines se ordenaban en hilera sobre la arena, y de los parasoles, arriados uno tras otro, sólo quedaba un cementerio de astas mochas, y las gaviotas volaban al ras del agua, y en la barca de motor parada el hombre flaco había desaparecido y en su lugar la cabeza pasmada de un niño rizado asomaba por la borda; y por el sol pasó una nube que un viento incipiente empujaba hacia un cúmulo que se espesaba sobre las montañas. La señora pensaba en esa hora vista desde tierra, en las tardes ceremoniosas, en el destino de modesto decoro y de alegrías respetuosas que creía previstas para ella y en la insignificante incongruencia que venía a contradecirlo, como el castigo de una culpa no cometida. Pero quizá la indolencia veraniega, el deseo de nadar sola, la alegría del propio cuerpo en el bañador de dos piezas escogido con demasiada osadía, ¿no eran las señales de una fuga iniciada mucho antes, el desafío a una inclinación al pecado, las etapas de una desenfrenada carrera hacia ese estado de desnudez que ahora se le aparecía en toda su palidez miserable? Y la hermandad de los hombres en medio de los cuales creía transcurrir intacta como una gran mariposa, fingiendo una cómplice desenvoltura de muñeca, revelaba ahora sus crueldades esenciales, la duplicidad de su esencia diabólica, como presencia de un mal contra el cual ella no estaba bastante preservada, y al mismo tiempo como instrumento de ejecución del castigo.
Agarrada a los remaches de la boya, las yemas de los dedos exangües y con los relieves ondulados que se forman al estar tanto tiempo en el agua, la señora se sentía exiliada del mundo entero y no entendía por qué esa desnudez que todos llevan consigo desde siempre la desterraba a ella sola, como si fuera la única en estar desnuda, la única criatura en poder permanecer desnuda bajo el cielo. Y alzando los ojos vio que en la barca de motor estaban ahora juntos hombre y niño, haciéndole gestos como diciéndole que se quedara allí, que era inútil afanarse. Eran serios y comprensivos los dos, contrariamente a todos los de antes, como si le anunciaran un veredicto: tenía que resignarse, había sido elegida para pagar por todos; y si al gesticular intentaban una especie de sonrisa, era sin sombra de malicia: tal vez una invitación a que aceptara de buen grado su castigo.
La barca partió en seguida, más veloz de lo que se hubiera podido suponer y los dos se ocupaban del motor y del timón y no se volvieron hacia la señora que a su vez trataba de sonreírles como para demostrar que si sólo se la acusaba de estar hecha de esa manera que todos apreciaban y envidiaban, si le tocaba expiar solamente esa ternura nuestra, un poco torpe, por las formas, pues bien, ella aceptaría cargar con todo el peso, contenta.
La barca, con sus movimientos misteriosos y la confusa maraña de razonamientos, la había mantenido en tal temeroso estupor que tardó en percibir el frío. Una suave adiposidad permitía a la señora Isotta ciertos baños largos y gélidos que llenaban de maravilla al marido y a los familiares, gentes flacas. Pero había estado demasiado tiempo en el agua, y su piel lisa se erizaba en granitos puntiformes, y un lento hielo se adueñaba de su sangre. Entonces, en los estremecimientos que la sacudían, Isotta se reconoció viva, en peligro de muerte, inocente. Porque la desnudez que de pronto era como si le hubiese crecido encima, ella la había aceptado siempre, no como culpa suya, sino como inocencia ansiosa, como la fraternidad secreta con los demás, como carne y raíz de su ser en el mundo; y en cambio ellos, los maliciosos de los patines y las impávidas de los parasoles que eran quienes no la aceptaban, quienes la denunciaban como un delito, como un cargo de acusación, sólo ellos eran culpables. No quería pagar por ellos y se retorció abrazada a la boya, castañeteando los dientes y con las mejillas bañadas en lágrimas… Y desde el puerto la barca de motor regresaba, aún más veloz que antes, y en la proa el niño levantaba una angosta vela verde- ¡una falda!
Cuando la barca se detuvo cerca de ella y el hombre flaco le tendió una mano para que subiera a bordo, y con la otra se tapó los ojos sonriendo, la señora estaba ya tan lejos de la esperanza de que alguien la salvase, y sus pensamientos andaban tan lejos, que por un momento no consiguió unir los sentidos al razonar y a los gestos, y alzó la mano hacia lo que el hombre le tendía antes de comprender que no era imaginación suya, sino que la barca de motor estaba realmente allí y que había venido para socorrerla. Comprendió y de pronto todo se volvió perfecto y fácil, y los pensamientos, el frío, el miedo quedaron olvidados. De pálida se puso roja como el fuego y ahora, erguida en la barca, se vestía mientras el hombre y el muchacho de cara al horizonte miraban las gaviotas.
Pusieron en marcha el motor y ella, sentada en la proa con una falda verde de flores anaranjadas, vio en el fondo de la barca la máscara para la pesca submarina y supo cómo los dos habían adivinado su secreto. El muchacho, nadando bajo el agua con la máscara y el arpón, la había visto y avisado al hombre que bajó también a ver. Después, le habían hecho señas de que los esperara sin que ella les entendiera, y pusieron rumbo velozmente hacia el puerto para conseguir un vestido de la mujer de un pescador.
Los dos estaban sentados en la popa con las manos sobre las rodillas y sonreían: el niño, crespo y de unos ocho años, era todo ojos, con una asombrada sonrisa de potrillo; el hombre, una cabeza hirsuta y gris, un cuerpo rojo ladrillo de músculos largos, tenía una sonrisa ligeramente triste y un cigarrillo apagado adherido al labio. A la señora Isotta se le ocurrió que tal vez al verla vestida trataban de recordar cómo era cuando la habían visto bajo el agua; pero no se sintió incómoda. En el fondo, ya que alguien tenía que verla, estaba contenta de que hubieran sido aquellos dos; e incluso que hubiesen sentido curiosidad y placer. Para llegar a la playa el hombre conducía la barca costeando el muelle y los barrios del puerto y los huertos que orillaban el mar; y el que mirara desde tierra creería seguramente que los tres formaban una pequeña familia que regresaba en barca, como todas las tardes, de la pesca. En el muelle se alineaban las casas grises de los pescadores, con redes rojas tendidas sobre cortos palos, y de las barcas atracadas algunos muchachos alzaban peces de color plomo y los pasaban a muchachas de pie con cestas bajas y cuadradas apoyadas en la cadera, y hombres con minúsculos aros de oro, sentados en el suelo con las piernas estiradas, cosían interminables redes, y en una especie de nichos hervía en artesas el tanino para volver a teñirlas, y muretes de piedra dividían pequeños huertos frente al mar, donde las barcas volcadas alternaban con las cañas de los almácigos, y mujeres con la boca llena de clavos ayudaban a los maridos tendidos bajo la quilla reparando averías, y en cada casa rosada un alero cubría los tomates cortados en dos y puestos a secar con sal sobre una rejilla, y entre las plantas de espárragos los niños buscaban lombrices, y algunos viejos con un vaporizador aplicaban insecticida a los nísperos, y los melones amarillos crecían sobre hojas reptantes, y las viejas freían en las sartenes calamarcitos y pulpos o flores de calabaza rebozadas en harina, y se alzaban proas de chalupas en olorosos astilleros de madera recién aserrada, y los calafatines se disputaban amenazándose con pinceles negros de alquitrán, y allí empezaba la playa con pequeños castillos y volcanes de arena abandonados por los niños. A la señora Isotta, sentada en la barca con aquellos dos, con el exagerado vestido verde y anaranjado, le hubiese gustado que el viaje continuara. Pero la barca apuntaba ya con la proa hacia la orilla, y los bañeros se llevaban las tumbonas, y el hombre se había inclinado sobre el motor volviéndole la espalda: una espalda rojo ladrillo, atravesada por los nudillos de la espina dorsal, sobre los cuales la piel dura y salada se estremecía como movida por un suspiro.