Carvalho dormitó más que durmió. A partir de las cuatro de la mañana, fue un hombre sentado sobre un jergón que se interroga sobre qué coño se le ha perdido en una estúpida cabaña situada junto a un río estúpido.
– Que me la trae floja. Y todo por una mujer que me la trae floja y por una minuta que apenas me va a dejar beneficios.
Moverse o ser movido. Le llegó un eco de su perdida cultura que atribuyó a un poema de Beckett que alguna vez le había impresionado. "Esto no es moverse. Esto es ser movido".
Khao Chong se presentó a las siete de la mañana con un botellín del estimulante nacional casi helado y otro bocadillo de atún y ensalada. Carvalho probó aquella ambrosía y le supo a tonificante para jovencita sometida a los primeros desgastes y agresiones de la regla. Khao Chong hablaba cautamente, en una relación correcta entre la forma y el fondo de la cuestión. Tenía que salir de allí porque de un momento a otro empezarían a llegar las expediciones hoteleras que pasean a los turistas por el río y les llevan al Mercado Flotante para que les saqueen los vendedores más hábiles de Asia. Todo estaría preparado hacia el mediodía: el pasaporte, el visado, el billete de tren hacia Suratani.
– Le he sacado una plaza en primera. Viajará solo en un departamento con aire acondicionado y cama. Son los departamentos que tienen menos control policial porque suele viajar gente notable. Avise al jefe de vagón de que quiere bajar en Suratani. Coja un taxi hasta Ba Don y procure embarcar en el primer "ferry" que sale hacia Koh Samui. Son unas tres horas de travesía. Al llegar al puerto de Koh Samui pida que le trasladen al Nara Lodge. Son unos "bungalows" nuevos situados junto al Gran Buda del Mar. Allí envié a la señora con el nombre de señora Corti y a Archit le dije que se metiera en unos "bungalows" más humildes que hay al lado del Nara Lodge. Él viaja con pasaporte thailandés con el nombre de Pong Sarasin, estudiante.
Cuando Carvalho hubo acabado el bocadillo, Khao Chong salió al exterior y reculó una furgoneta hasta hacer coincidir la puerta trasera del vehículo con la de la barraca. Carvalho se metió en la furgoneta sin que nadie pudiera ver su tránsito y se sentó en el suelo mientras Khao Chong arrancaba en busca de la Charoen Krung Road, según el plano de Bangkok que Carvalho iba comparando con la ciudad real, dispuesto a saber en todo momento dónde estaba. El recorrido se terminó en cinco minutos. La furgoneta pasó ante los muelles de carga y descarga de la Estación Central y se desvió por una callejuela para detenerse ante un almacén de objetos de teca. Repitió Khao Chong la maniobra de reculamiento y Carvalho pasó de la furgoneta al almacén, donde le esperaba una muchacha con el cabello teñido de color castaño, que les condujo a una trastienda, donde había una mesa y una pequeña cocina.
– Esperará aquí hasta que el tren vaya a salir. Todos los puntos de salida de Bangkok están llenos de policías o de confidentes. A las tres y media vendrá a buscarle un amigo mío y le dejará instalado en su vagón. Usted no se preocupe de nada. Pasará por la estación como un espíritu, sin que nadie le vea.
Rió Khao Chong y se quedó a la expectativa mirando a Carvalho, como si a él le correspondiera tomar la iniciativa. Carvalho lo entendió. Sacó la cartera y pagó lo convenido, luego tendió un billete de cien baths como propina que el viejo rechazó:
– No gano nada en esto. Chin Ramsun es mi amigo y es un hombre santo, si él me pide que haga esto, es porque es justo. Si le parece caro, he de recordarle que la documentación ilegal es cara en todas partes y que va a viajar con aire acondicionado, muy cómodo. Podrá dormir toda la noche.
– No deseo otra cosa.
– Le dejo solo con esta chica, pero quisiera decirle que no es puta.
Ni burla ni provocación. Una verdad objetiva.
– Los extranjeros se creen que todas las thailandesas están dando masajes todo el día. Las que dan masajes dan masajes y las que no dan masajes no dan masajes.
Khao Chong le sonrió por última vez y se fue. Carvalho se hizo cargo de su nueva cárcel y repasó los elementos que la integraban. ¿Qué se puede hacer en una cocina sin otra compañía propicia que una mesa y dos sillas? Comer o cocinar. Carvalho no se opuso a la lógica de la situación y convocó a la muchacha para preguntarle si era posible utilizar la cocina y si podía utilizarla a ella como compradora de una serie de mercancías. La pugna dialéctica entre perplejidad y amabilidad se resolvió en favor de la amabilidad y la muchacha no sólo se prestó a comprar, sino que ayudó a Carvalho a encontrar el vocabulario en inglés que no recordaba, por ejemplo para decir que quería alcachofas, pues las había visto en los mercados e incluso en los plantíos en los alrededores de Chiang mai. La muchacha partió y Carvalho rescató una sartén de su horca y la blandió como una herramienta propicia. De pronto recordó que había olvidado encargar aceite de oliva y maldijo su falta de concentración, sin duda condicionada por el tiempo que llevaba alejado de los fogones y del inglés.
La muchacha dejó sobre la mesa un paquete de fideos de harina de arroz, carne de cerdo y de pollo troceada, calamares, pequeños camarones, una lata de tomate, dos pimientos, cebollas, ajos y, ante la culpabilizada petición de Carvalho de que fuera a por aceite de oliva, ella le contestó con una sonrisa y volvió a salir, para regresar casi al instante con un botellín donde había algo que recordaba el líquido metalismo del aceite de oliva. La muchacha dijo que en Thailandia se compraba en las farmacias y lo utilizaban las mujeres para el cuidado del cabello. Olió Carvalho el tónico capilar y, tanto el aroma como el gusto que comprobó untando un dedo en el elixir, le convencieron de que era aceite de oliva. Con un cuchillo en la mano y utilizando la mesa como tablero, Carvalho se convirtió en un espectáculo preparando los prolegómenos del sofrito, limpiando los calamares, descascarillando los camarones y empezando a cocer un caldo corto con las cáscaras de los crustáceos y los huesos del pollo.
– Aunque para usted sea difícil entenderlo, voy a realizar un plato que se llama la "fideuá", plato de moda en la Valencia actual, en competición desigual con la tradicional paella y que, en mis manos y con estos elementos, va a convertirse en una variante universal, en un estreno mundial, porque jamás se ha hecho utilizando los sutiles fideos de harina de arroz.
Carvalho hablaba en castellano, pero gesticulaba como si cuanto dijera fuera entendible por su compañera. Ella reía como si asistiera a un "show" de Jerry Lewis y, por primera vez en su vida, a Carvalho le gustaba que se rieran de él e interpretó el papel de payaso culinario hasta sus últimas consecuencias.
– Primero hay que sofreír bien las carnes y en el aceite hacer un sofrito espeso, deshidratado, como mandan los cánones perfectamente explicados por Josep Pla, un gran escritor catalán al que supongo traducido al thailandés. Una vez hecho el sofrito vegetal de cebolla, tomate, pimiento, se le añaden las carnes de cerdo, pollo y calamar y se reservan las gambas para echarlas en el último momento. En esta fritura se han de rehogar los fideos normales, pero, en atención a la fragilidad de estos fideos de arroz que usted me ha suministrado, los reservaré para el último momento y verteré el caldo sobre el sofrito hasta que rompa el hervor y así continúe para que se mezclen sabores. Luego, los fideos y las gambas despellejadas y, dos o tres minutos antes de sacarlo del fuego, una picada de ajo con aceite y a dejar reposar el comistrajo a ver qué sale.
El milagro cerámico se produjo y en la sartén se conformó una "fideuá" sutil en la que los tenues fideos de harina de arroz prometían una consistencia casi vegetal. De la risa lagrimeante, la muchacha había pasado a la curiosidad y, si bien no aceptó el honor de compartir la mesa con el extranjero, sí esperó a que éste comiera para probar a su vez el plato, de pie, con el temor en los labios indecisos primero, pero luego sustituyendo la curiosidad por el entusiasmo cuando comprobó que estaba bueno. Carvalho le dijo que en cuanto volviera a España patentaría el plato, que a buen seguro sería bien aceptado por los italianos y los valencianos, porque reunía la cultura de la paella, del arroz y del fideo, en una síntesis prodigiosa que no se le había ocurrido a ningún profeta de la nueva cocina.
Tras la excitación, Carvalho fue abatido por una sensación de melancolía y de propia majadería. Se dejó caer en la silla. La muchacha se sorprendió ante el mutismo que seguía a la locuacidad y se consideró invitada a ausentarse. Pero, de vez en cuando, metía la cabecita en la trastienda y sonreía o reía en una impagable manifestación de solidaridad hacia el loco extranjero. De pronto, carvalho se sorprendió al ver que la cabecita de la muchacha era sustituida por el rostro picado de viruela de un hombrón. Al rostro le siguió el corpachón y de él salieron dos manazas que desparramaron sobre la mesa dos pasaportes, un billete de tren y un bono de hotel para el Nara Lodge.
– Dentro de dos horas vendré a por usted.
Y dos horas después volvió el hombrón ahora vestido de uniforme. O de cartero o de ferroviario. Eran las tres y media y Carvalho fue a pie hacia la estación al lado del evidente ferroviario. cruzaron el parking porticado para los taxis y las furgonetas con mercancías y se fueron directamente hacia una puerta de acceso a los andenes, a la altura de la vía número uno. Ya estaba formado el tren con destino a Songkhla y el ferroviario dejó paso a Carvalho para que subiera al vagón número uno. Carvalho penetró en una atmósfera de aire acondicionado que le balsamizó el rostro corroído por el sudor y cuando se volvió para situar a su acompañante, vio que éste le tendía una maleta, le abría la puerta corrediza de un departamento y escribía un nombre en una tarjeta situada en un marco de metal junto a la puerta.
– Señor Calabró, ya está usted registrado y no descuide su maleta al bajar del tren. Puede necesitarla.
Desapareció el ferroviario. Carvalho estaba perplejo ante la maleta. Hubiera jurado que el falso o verdadero ferroviario no la llevaba en la mano cuando salieron del almacén. La abrió y se encontró un pijama, unos pantalones tejanos, dos camisas y unas gafas para bucear con tubo de respiración. Metió en la maleta lo que llevaba en la bolsa de plástico y se entregó al placer del frío y del paisaje en marcha, previas las sacudidas del tren tanteando su propia identidad.