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Bangkok se resistía a desaparecer. Se perpetuaba enseñando sus traseros vergonzantes de barracas y subcanales podridos, el paisaje que Carvalho había recorrido a tientas la noche de su primer encuentro con madame La Fleur. Aquellas casas fantasmales junto a los subcanales eran de verdad, de verdad sus gentes con un cansancio asiático bajo la piedad de árboles de lujo, canales estanque con vegetación flotante, niños jugando a badminton entre las vías muertas, aguas podridas, casi vegetales, y de pronto aparecía un anticipo de jungla con senderos que prometían el elefante, el tigre o a Errol Flynn con el casco camuflado por hojas de palma. Carvalho se sintió a gusto en aquel espacio propio, un compartimento aséptico de metal y plástico en las tapicerías, con lavabo abatible. El doble cristal de la gran ventana deformaba el paisaje, y Carvalho tuvo que salir al pasillo para contemplar el avance del atardecer a través de las cristaleras simples. Los compartimentos inmediatos estaban ocupados por parejas jóvenes thailandesas con el inequívoco aspecto que tienen las parejas jóvenes de Miranda de Ebro cuando cogen el tren de regreso, después de unos días en Madrid. También había un importante militar que había llegado precedido de un ordenanza-maletero, y un posible hombre de negocios que se pasó todo el viaje comiendo un mismo plato de sopa que le trajeron desde el vagón restaurante. En otro compartimento creyó ver un "clergyman" tras las cortinas corridas.

Del vagón de los elegidos pasó al de segunda clase, donde los compartimentos cama eran de listones de madera y el aire era el que buenamente se introducía por las ventanas abiertas, un aire cálido que convocaba a una mayoría de viajeros europeos en el pasillo. Al pasar junto al lavabo, Carvalho vio en su interior una inmensa tinaja de barro para el agua, era un vagón rescatado de los tiempos en que Somerset Maugham perpetuaba en sus libros un Asia que ya se estaba muriendo, un Asia ya más cercana a Ho Chi Minh que a Rudyard Kipling. El siguiente vagón era una declaración de principios utilitarios, un vagón modelo de rendimiento. Los asientos enfrentados tapizados de plástico verde podían convertirse en una sola cama para dos con los cuerpos yuxtapuestos y, sobre los asientos enfrentados, volaban literas, que en aquel momento un ferroviario estaba fumigando con DDT, en busca de los nidos de chinches o de las guerrillas de piojos. Carvalho atravesó la nube de insecticida para llegar al vagón cocina restaurante, donde tanto personal de servicio como comensales se afanaban en el viejo arte de la comida viajera. Carvalho se sentó a una mesa en la que dos thailandeses estaban acabando la cena y la botella de Mekong, en plena charla convencional sobre lo que habían hecho o lo que iban a hacer, en los ojos la ternura del alcohol y en el cuerpo esa impresión de relax que sólo llevan consigo los viajeros de tren. Carvalho pidió una ensalada de frutas y una ración de pollo a la menta y al clavo. Era el único occidental del vagón restaurante y se dio cuenta de que ése era su problema, no el de los demás que seguían en sus charlas o en sus cenas, ajenos a aquel espía racial. Volvió a su compartimento y por el pasillo el encargado de vagón le preguntó si podía hacerle la cama. Mientras la hacía, Carvalho le pidió que le avisara al llegar a Suratani. El ferroviario le ratificó varias veces que no se olvidaría y, por si acaso, Carvalho le dio veinte baths, que fueron acogidos con el saludo tradicional que igual valía para un Buda que para una propina.

Carvalho se desnudó y se metió entre las sábanas. Sentía en todo el cuerpo el correr del tren, la emoción lúdica de estar dentro de un juguete que se abría paso hacia el destino y, en el duermevela, el traqueteo del tren le invitaba unas veces a despertarse y otras a dormirse. El reloj le iba señalando la aproximación a las cuatro de la madrugada, hora prevista de llegada a Suratani. Se despertó definitivamente a las tres y media, con tiempo para ducharse en el cuarto de aseo y recibir en mejores condiciones la llamada adormilada del encargado de vagón. Sin gorra y sin chaqueta de uniforme, parecía un fondista obligado a madrugar. Carvalho se instaló en el pasillo y vio cómo de un compartimento salía la punta de una maleta, luego la maleta entera y, con ella, un cura alto vestido con "clergyman", que le lanzó una mirada de curiosidad y luego se aplicó a desentrañar el paisaje de carbón que les ofrecía la noche. A las cuatro no habían llegado y el encargado, ya con gorra y chaqueta, avisó primero al cura y luego a Carvalho de que había media hora de retraso. El cura avanzó hacia Carvalho con algo en la mano. Carvalho le dio la cara y abrió las piernas apuntalándose. Le ofrecía un paquete de cigarrillos. Era un cura occidental, con la piel ennegrecida no sólo por el sol, sino también por un sustrato que Carvalho creyó primero mestizo.

– ¿Va a Suratani?

Le preguntó en inglés.

– No. A Koh Samui.

– Ah, ¿de turismo?

– Sí.

El cura cabeceó receloso.

– Tenga cuidado. No hay muy buen ambiente. No todo el turismo de Koh Samui es recomendable. ¿Es usted americano?

– No. Soy italiano.

Los ojos del cura se abrieron como anticipación de la expresión de contento de su cara.

– ¡Italiano! ¡Como yo!

Un torrente verbal en italiano salió de aquellos labios nacidos en Palermo. ¿De dónde era Carvalho? De Milán, contestó en el mejor italiano que pudo recordar, pero advirtió:

– Lo cierto es que hace años que trabajo en Nueva York y casi he olvidado el italiano.

– Igual me ocurre a mí. Hace veinte años que estoy en la misión de Bangkok. Ahora soy visitador de esta zona. Voy hasta Ba Don. Por cierto, en Koh Samui hay un cura católico, le daré sus señas por si quiere hablar con él.

Por suerte el cura tenía muchas cosas que decirle y el respeto al sueño de los demás les obligaba a hablar en voz queda, con lo que Carvalho ponía a salvo las insuficiencias de su acento. Un lucerío se acercaba, por lo que Carvalho dedujo que estaban llegando a una población importante. El encargado abrió la puerta que comunicaba el pasillo con la plataforma de salida. Carvalho orientó hacia ella su maleta y el cura secundó su movimiento. El tren fue perdiendo velocidad, chirriaron las ruedas y finalmente se detuvo. El vagón de lujo era el último y los pasajeros descendentes tuvieron que saltar sobre el pedregal de soporte de las traviesas y luego pasar sobre las entrevías que les separaban de la senda que iba a parar a la estación. Cuando llegaron, el cura inició la despedida de Carvalho y le dio un consejo:

– Si coge un taxi hasta Ba Don no pague más de setenta baths. Entre cincuenta y setenta baths.

– Si usted va a Ba Don, podríamos ir juntos.

El cura estaba esperando la sugerencia y sonrió satisfecho. Veinte o treinta extranjeros se arremolinaban en torno de los taxistas.

– Deje que se ceben con los extranjeros. Luego nosotros contrataremos a la baja.

Carvalho se volvió para contemplar el reposo del tren y los síntomas de próxima partida que se producían alrededor de la bestia alertada por su propio gruñido. Ya no podía hablarse del silbido de la locomotora. Ahora emitía un exabrupto impersonal, como un gruñido de mofa, ancho, contundente, dirigido al pecho del viajero que corre porque llega tarde.

– Ya está. Ya tengo taxi.

El cura manoteaba para que Carvalho dejara de mirar el tren. Un pequeño movimiento, como para comprobar su propia capacidad de arrancar, un suave deslizamiento sobre las ruedas y a continuación un largo suspiro para tensar la musculatura y ponerla en marcha, llenar de velocidad y de adiós las fotos fijas de los viajeros asomados a las ventanillas. Con la maleta en la mano, los pies en dirección al reclamo del sacerdote, la cabeza de Carvalho permanecía como hipnotizada por el milagro lúdico repetido de un tren en marcha. Pero una presencia imprevista le hizo parpadear e iniciar un movimiento de ida hacia el tren. A través de los dobles cristales del último vagón, del que él había ocupado hasta ahora, había visto una mujer y decidió que era increíble lo mucho que se parecía a Teresa Marsé.

El cura hablaba en thai con el taxista y dejaba bien sentado el precio. El taxista miraba lastimeramente a sus compañeros que habían tenido la suerte de embarcar a extranjeros desprovistos del instrumento del idioma.

– Suba, suba. ¿Qué pasa? Parece preocupado.

Carvalho rumiaba la imagen desvaída que había visto más allá del cristal. Sin duda era una ilusión óptica.

– Es que aún estoy adormilado.

Todo dormía en Suratani menos la caravana de taxis que se puso en marcha hacia Ba Don. El cura lamentaba el tiempo que Carvalho debería esperar en Ba Don hasta el embarque.

– Le aconsejo que coja el "ferry" que sale a las nueve de la mañana. Es el más rápido, aunque se tira casi tres horas de viaje. ¿Qué va a hacer hasta esa hora? Puede descansar en algún hotel.

– Pasearé por Ba Don.

– Poco tiene que pasear. Es un puerto sin carácter. Lo único interesante es el mercado.

Volvió a aconsejarle que abriera bien los ojos en Koh Samui. La isla había sido un paraíso y en cierta manera aún lo era, pero había empezado a llegar la avanzadilla del turismo, jóvenes en busca de la autenticidad del paraíso.

– Pero a algunos de esos jóvenes no les basta el paraíso de fuera y se traen jeringas y heroína. Se bañan desnudos en algunas playas y causan escándalo en la gente de aquí.

– ¿En el país de los masajes las gentes se escandalizan ante el desnudo?

– Pues aunque usted no se lo crea. Ellos distinguen entre lo que es vicio, casi siempre para extranjeros, y lo que es la conducta moral normal. Ya hay extranjeros que quieren quedarse a vivir en Koh Samui. Un español, un tal Martínez.

Había una cierta reticencia en las palabras del cura.

– ¿Qué le pasa a Martínez?

– Pregunte en Koh Samui por él. Hable con el capellán católico que hay allí. Él le informará. Martínez se está construyendo un "bungalow".

Y estaba casado con una italiana o con una thailandesa. Carvalho no lo oyó bien porque su atención la reclamó un repentino foco que había aparecido en la carretera y tras él las criaturas nocturnas uniformadas que les hacían señas de que se detuvieran.

– Un control del ejército. Toda esta zona está llena de controles.

– ¿Por qué?

– Comunistas. Vuelve a haber un resurgimiento de las guerrillas. Y más al sur, en el país Petani, de vez en cuando hay guerrillas malayas musulmanas.

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