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– ¿Y qué hacían los pájaros en los cables, jefe? La selva está cerca. ¿Están mejor en los cables que en los árboles? No lo entiendo. Los pájaros de aquí son diferentes. Si tienen árboles no los busque usted en la ciudad. No son tontos.

Carvalho se apropió de la meditación de Biscuter y la elevó hacia los cielos que caían sobre las Ramblas anochecidas, como si estuviera mirando los cielos de Bangkok desde la puerta del Dusit Thani. Repasó con los ojos el telegrama abierto sobre la mesa, una pajarita de papel abatida y desarticulada. "Bangkok es la hostia. En Bangkok encontré el amor. Teresa." Era el tercer telegrama que le enviaba Teresa Marsé desde que había iniciado el descubrimiento de Asia, en un vuelo chárter fletado por una sala de fiestas de la ciudad. En Singapur, una cita literaria de Somerset Maugham, descubierta sobre un velador vacilante del jardín del Raffles, iluminado ante todo por las copas de Singapur Sling. En Yakarta, un mensaje revival en homenaje a Bing Crosby, Bop Hope y Dorothy Lamour: "Camino de Bali. Teresa". Y ahora, de regreso a casa desde los mares del Sur, Teresa Marsé estaba en Bangkok viendo cómo las nativas jugaban al ping pong con el coño y los niños cagaban sobre las aguas limosas del Klonk Dan, a pocos metros del mercado flotante.

– Hábleme de Bangkok, jefe. ¿Es bonita?

– Una ciudad que se pudre. La ciudad moderna la pudre la gente y la ciudad fluvial la pudre la mierda. Y te hablo de hace años, Biscuter. En fin.

Aquel en fin daba por concluida la conversación y Biscuter dejó a Carvalho en su trajín visual sobre las Ramblas. "Singapur Sling", musitaban los labios de Carvalho como si rezaran una jaculatoria.

– ¿Y las pagodas, jefe?

Gritó Biscuter desde la cocina.

– Se llaman "wats". Parecen fallas valencianas, pero no hay Dios que las queme.

– ¿No le gustan las fallas, jefe?

– Sí, porque las queman. Si no las quemasen, las odiaría.

Singapur Sling. Un cuarto de zumo de limón, medio de coñac, un cuarto de ginebra, hielo, soda, si se quiere la soda, y sobre los hombros, la cúpula de humedad que cubre Singapur como una quesera, especialmente la porción de pulcro queso colonial del Raffles, deshabitado ahora de ingleses imperiales, sustituidos por matrimonios de tenderos europeos a los que la agencia ha advertido que en aquel hotel se emborrachó hasta la cirrosis un escritor inglés muy importante. La llamada de Asia, se dijo Carvalho cuando el frío le silueteó el esqueleto, aunque el calendario de la Caixa d’Estalvis seguía fiel al mes de octubre.

– Va a llover.

Dijo o se dijo Carvalho, antes o después del primer relámpago que prestó la ilusión del movimiento a la estatua pisapapeles de Pitarra. Las gotas de lluvia querían clavar a los rambleantes que aceleraban el paso o se cubrían con los periódicos.

– Llegaron los monzones catalanes.

Los días se hacen cada vez más cortos, pensó indignado, como si le estafaran parte de la vida o parte del mundo. Ha llegado y pasará el otoño. Luego el invierno. Me pondré un jersey. Me lo quitaré. La primavera. ¡Qué estupidez!

– Va a pasar algo, Biscuter, y no recuerdo qué. No sé si son los mundiales de fútbol o la visita del Papa.

– Los mundiales ya se hicieron. El Papa, a final de mes.

– ¿Los mundiales se han hecho? ¿Seguro?

– Seguro, jefe.

– ¿Quién ganó?

– El Barça no, desde luego.

Rió Biscuter desde la cocina y se creyó en la obligación de aclarar.

– Es broma, jefe. Lo que se avecinan son las elecciones.

Carvalho dobló el telegrama de Teresa Marsé y lo tiró a la papelera. El telegrama reclamaba su atención desde la precámara de la muerte. Carvalho lo volvió a coger, a desplegar, a leer. Lo dejó primero sobre la mesa y luego lo metió en un cajón que cerró a continuación, con un cierto énfasis. Buena época para visitar Asia y sobre todo para un europeo. El trópico es una esperanza climatológica cuando sobre Europa llueve y nieva, cuando se ha puesto el sol sobre el Egeo y la tramontana se ha llevado por delante los mejores días de la Costa Brava.

Le había explicado la voz de Teresa por teléfono:

– Tengo una depre y he de irme. Yo estoy harta de marido y de hijo.

– ¿Qué le pasa a tu niño?

– De niño nada. Al menos para según qué cosas. Le ha puesto un bombo así a una compañera de clase. Y ahora toda la culpa es mía porque no he sabido educarle. Hasta el cínico de mi marido me lo ha dicho. Él, que se marchó de casa y no se ha preocupado de su niño ni una hora, ni de día ni de noche. Tú has estado por allí, recomiéndame cosas, sitios.

– Habrá cambiado todo mucho. Cuando yo estuve la guerra de Vietnam aún no lo había corrompido todo.

– Pero si no voy al Vietnam. Voy a Singapur, Bali, Bangkok… ¿Qué te parece?

– De postal.

– Yo no soy Jacqueline Onassis. Dispongo de tres semanas. Dime el nombre de una bebida para emborracharme en Asia.

– Aromas de Montserrat.

– Idiota.

– Singapur Sling.

– Eso está mejor. ¿Qué es?

– Es un "cocktail" atribuido a Singapur y sobre todo al hotel Raffles de Singapur.

– ¿Es cierto?

– No importa. Los del hotel cultivan el mito y si pides un Singapur Sling te lo servirán con una sonrisa de complicidad.

– Es bonito. Suena bien. Ya me basta. ¿Te imaginas ir por el mundo en busca de algo que suena bien? ¿Sabe tan bien como suena?

– Pse.

– Te enviaré postales para contarte cómo me va.

– Volverás tú antes que lleguen tus postales.

– Te enviaré telegramas. ¿Te ilusiona?

– No.

Un silencio.

– ¿Te molesta?

– Tampoco.

– ¿Quieres que te traiga algo? La seda va barata en Bangkok.

– Una botella de Mekong.

– ¿Qué es eso?

– Un whisky thai. No sé de qué lo hacen, pero sabe muy bien.

– No piensas en otra cosa.

De una distancia de casi quince años le llegó una sonrisa oriental, la del desvencijado aduanero que palpaba las entrañas de sus maletas y despertó con las palmas de sus manos el canto dormido del cristal. Seis botellas de Mekong consiguieron redondear los ojos orientales. Contempló a Carvalho con una complicidad que sólo podrían manifestar los beodos, abrió la mano como un abanico, la convirtió en una botella inagotable de la que bebiera chupando el pulgar, con la ansiedad de un niño amenazado de destete, y luego se rió con una inocencia descivilizada que irritó a más de uno de los occidentales que esperaban su turno detrás de Carvalho. Carvalho asentía y sonreía con todas sus fuerzas. Había que darle la razón a la sospecha cómplice y alegre del aduanero. En efecto, amigo, soy un alcohólico.

Desde que había aceptado el caso Daurella, tenía la sensación de trabajar según un horario regular, lo más parecido posible a la virtuosa costumbre catalano-japonesa de perder una tercera parte del día trabajando para poder dormir ocho horas y restañar las heridas del cuerpo y el alma durante las ocho restantes. En parte se debía a que el viejo Daurella tenía la costumbre de citarle entre nueve y nueve y media en el despacho de su almacén de toldos y piscinas de Pueblo Nuevo. Luego, la única posibilidad de recorrer las derivaciones del asunto a partir del centro radial del viejo patriarca era durante las horas laborables, porque los Daurella, delincuentes o inocentes, en cuanto oían la sirena de la fábrica y dejaban en su sitio todo lo que deberían encontrar en su sitio al día siguiente, se esparcían por la Tierra, dentro de una zona prudentemente próxima a Barcelona pero lo suficientemente separados los unos de los otros como para tejer un universo de puntos cardinales de la familia, cada hijo en un horizonte y los padres en su piso del Ensanche, calle del Bruch, el centro de la Tierra. Y así cuando el viejo Daurella hablaba de sus Jordi, Esperança, Núria o Ausiás, dirigía la cabeza al norte, al oeste, al este y al sur porque Jordi vivía en una casita en Sant Cugat. Esperança tenía una vieja masía en el límite justo donde Esplugas de Llobregat se convertía en una ciudad dormitorio, Núria estaba instalada en una urbanización del Maresme y Ausiás, el pequeño y macrobiótico Ausiás, tenía más huerto que casa en el Prat. Y en realidad el viejo no tenía por qué desplazar la cabeza hacia todos los horizontes, porque desde las ocho de la mañana los Daurella estaban trabajando dentro del inmenso recinto de Toldos Daurella, S.A.

– La S.A. son ellos. No vaya usted a pensar que aquí hay capital americano.

Le advirtió el viejo Daurella pensando en la minuta. Ellos eran Jordi, Esperança, Núria y Ausiás, morenos o morenitos, según su gordura, y parecidos a su padre con mayores o menores dilataciones de las facciones, como si en el momento del coito con la señora Mercé, Daurella hubiera impuesto la condición sine qua non de que los hijos, todos los hijos, debieran parecérsele. Y tal vez predestinado el amor cromosomáticamente, los chicos Daurella habían buscado consortes que se les parecieran, salvo Ausiás, el pequeño, "el més mimat" [El más mimado], aún decía Daurella padre cuando se refería a él, estuviera o no delante, había conseguido casarse con un ser humano rubio, una holandesa que sólo cinco años atrás habría merecido las páginas centrales de "Playboy" y que, en la actualidad, trabajada a fondo por los partos y la macrobiótica, parecía una hermosa rubia desvencijada, que llevaba las relaciones exteriores de Daurella, S.A. porque hablaba el inglés como si fuera inglesa, insistía el viejo

Daurella, y el francés como el general De Gaulle. La metáfora también era del patriarca. Los otros hijos políticos también estaban en el negocio. El marido de Esperança, la mayor, era el coordinador de los viajantes, y él mismo viajaba por España visitando clientes. El de Núria era jefe de almacén, y la mujer del mayor, Jordi, llevaba la oficina instalada en un cobertizo prefabricado en el que daba la nota exótica un cartel del Folies Bergére anunciando a la supervedette española Norma Duval. El señor y la señora Daurella se lo habían traído recientemente de París, a donde habían ido para celebrar las bodas de oro.

– No había hecho vacaciones desde el año de la nevada.

Decía el viejo. Es decir, desde 1962, añadía, no porque tuviera una memoria climatológica, sino porque en 1962 fue la única ocasión, desde el último período glacial, en que Barcelona capital se convirtió en una estación de esquí. Ni un Daurella sin algo que hacer. Ésta era la impresión que recibía Carvalho cuando recorría el ámbito de los almacenes y los muelles de descarga, cercados por una vieja tapia de piedra con cristales rotos en los bordes, sorprendentes vegetaciones aquí y allá, acacias, una palmera, adelfas, buganvillas entre hangares fin de siglo de ladrillos rojos oxidados por las brisas marinas que hacen de Pueblo Nuevo un barrio húmedo y propicio para vegetaciones espontáneas de sus patios y solares abandonados. El desorden visual del comercio y la botánica, de los camiones y las madreselvas que habían encontrado su medio propicio tras ensayar años y años al margen del cuidado de los hombres, atraía a Carvalho como podía atraerle un cementerio entregado a las leyes de la erosión y las vegetaciones salvajes. Era un viejo sueño carvalhiano el que, de pronto, la naturaleza agrietara el asfalto y se conformara con crecer donde pudiera, corrigiendo la estúpida voluntad de la materia prefabricada, pero sin anularla del todo. Rizadas tomateras asfixiando semáforos, helechos como penachos surgiendo de las bocas de las cloacas, voraces hiedras reptando por los edificios acristalados, con la falsa ternura de sus hojitas avanzadas. En Angkor o en Micenas había necesitado pronosticarse el destino de las ruinas monumentales, volver la piedra labrada a su condición de roca, al margen de la geometría de los hombres. O en Ayutthaya, pocos kilómetros al norte de Bangkok, una visita que habría hecho Teresa Marsé, donde la fallera arquitectura religiosa budista alcanzaba esplendor y merecía respeto en su decadencia. Pero prefería las ruinas contemporáneas. Los palacios obsoletos de Montjuñc, construidos con motivo de la exposición internacional de 1929, o la estación termal de Kalitea, abandonada por las aguas calientes y los clientes en la costa nordeste de Rodas, o la almadraba de Sancti Petri, vacía como un poblado sumergido, junto al mar, junto a Chiclana, junto al olvido. Y algo de ruina contemporánea tenía el ámbito de Pueblo Nuevo, donde tres generaciones de Daurella habían contribuido a que los españoles tuvieran sombra en verano y, más recientemente, piscinas de caucho desmontables, de todos los tamaños, desde la que permitía los cinco metros libres braceando con cuidado hasta la programada para que se mojara el culito cualquier benjamín de familia. Ni siquiera indispensable el jardín. Bastaba una terraza.

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