– Pues ahora vendemos más piscinas que toldos. Ya ve usted lo que son las cosas. Antes no. Antes era al revés.
¿Antes de qué? No se lo preguntó Carvalho. Antes de la nevada, probablemente, o antes del desfalco. Cuando la palabra desfalco salía de la boca de Carvalho, el viejo Daurella cerraba los ojos en la disposición de contener un dolor interior.
– Me están robando. Nos están robando.
Habían sido las primeras palabras de Daurella, sentado ante la mesa de despacho de Carvalho. Su mujer, la señora Mercé, había hecho personalmente un balance durante meses y meses, fin de semana tras fin de semana, en la torrecita que tenían los viejos en Vallirana. Había un inmenso hueco de seis millones de pesetas.
– Mi mujer sabe lo que se dice. No es una vieja chocha. "Hi toca. Hi toca" [Sabe lo que se hace].
Insistía el señor Daurella en catalán.
– Fue una de las primeras mujeres tenedoras de libros que salieron de la academia Cots. Antes de la guerra, ya lo creo. Es que mi suegro era un hombre de ideas y quiso que la Mercé estudiara como un hombre. Mi suegro era de Estat Catalá, muy de la ceba [Muy catalanista (muy de la cebolla)], mucho.
Y el señor Daurella había ido alentando a su mujer, fin de semana tras fin de semana, a que revisara las cuentas que hacían los chicos, y sobre todo Jordi y su cuñada la holandesa.
– Ya los puse a los dos para evitar un mal pensamiento, ¿sabe? Un mal pensamiento lo tiene cualquiera.
Faltaban seis millones en las cuentas de la Mercé y el señor Daurella reunió a la familia. Hubo un rechace general a la sospecha de los padres y tanto Jordi como la holandesa reclamaron una revisión de cuentas a cargo de un intendente mercantil. El intendente no hizo más que ratificar el balance de la señora Mercé, una de las primeras tenedoras de libros de la academia Cots de la Ronda, y quedarse extasiado ante la pulcritud de los preciosos números de la vieja, de su uso del lápiz rojo y azul, marca Hispania, que la señora Mercé había conservado durante años.
– Me parece que lo compré en los almacenes Alemanes.
Los almacenes Alemanes no se llamaban Alemanes desde la guerra, pero el lápiz sin duda había sido comprado en los almacenes Alemanes y había servido para demostrar que había un desfalco de seis millones.
– ¿Alguien de la familia?
Preguntó respondió Daurella a la pregunta respuesta de Carvalho.
– Imposible.
Dijo con los labios, pero no con los ojos, y día tras día fue informando a Carvalho de las virtudes y los vicios de sus hijos carnales y políticos. Jordi no tenía vicios. Era como él, pero estaba amargado y no sabía por qué. La holandesa fumaba como un carretero. Ausiás era poeta y macrobiótico.
– El marido de la Esperança, el Pau, o mejor dicho, Pablo como dicen ustedes en castellano, pues ése se lo gasta todo en jerseys y zapatos. Los jerseys se los compra en Londres y los zapatos en Roma. Los demás son gente corriente. Del montón, pero trabajadores, eso sí. Porque si no fueran trabajadores, no durarían ni cinco minutos en esta casa.
Enterarse de los vicios y las virtudes reales de los Daurella le había costado a Carvalho tres semanas de trabajo regular, como si contagiado por el espíritu del viejo se hubiera comprometido a trabajar las horas laborables de cada día. Jordi se entendía con su cuñada la holandesa; por parte de él existía una disposición pasional alimentada por la frialdad de su propia esposa, coleccionista de años y objetos de consumo. Ausiás o lo ignoraba o consideraba inútil crearse un problema alternativo al del sobrevivir sin demasiadas ganas en un mundo que limitaba al norte con el almacén de sus padres y al sur con el huerto donde cultivaba los productos básicos de su alimentación. Las chicas Daurella eran trabajadoras, limpias y honradas, y en cuanto a los yernos el responsable del almacén era un ser opaco los días de cada día y oscuro los fines de semana, porque los días laborables los dedicaba al trabajo y los festivos a pasar películas de dieciséis milímetros de una colección de maniático; el otro yerno, Pau, fue el que dio menos trabajo a Carvalho. Conocían su firma de recibos VISA en los establecimientos de relax de toda Barcelona y cuatro porteros de sendos bingos se quitaban la gorra a su paso mientras musitaban irónicamente un sorprendido y alegre:
– Señor Pau, ¿usted por aquí? A ver si hay suerte.
Durante unos meses había mantenido a una viuda en un piso amueblado alquilado en el Valle de Hebrón y aprovechaba los viajes de inspección de las delegaciones de toda España para desviar el avión de vez en cuando y acudir como las mariposas a las luminarias turísticas más televisadas: Costa del Sol, Puerto de la Cruz, y hasta Casablanca había llegado, en un vuelo compartido con la hija del representante de Toldos y Piscinas Daurella, S. A. en Sevilla. Carvalho lo sabía todo sobre Pablo, consorte Daurella, y saberlo todo significaba que era él quien se había quedado los seis millones a lo largo de seis años de compartir la morenez de los Daurella, él, hijo de un abogado de la Diagonal, tres años de Derecho, figura estelar de la tuna entre mil novecientos sesenta y siete y mil novecientos setenta, camello de kifi en mil novecientos setenta y uno, siete meses en la cárcel de Algeciras hasta que su padre le sacó utilizando la influencia de una hermana monja, y luego la boda con la chica Daurella, cuatro años mayor que él y con los pezones demasiado morados para su gusto, según había comentado en un club de relax donde ejercía de madame "la Andaluza", veterana amiga de Charo y de Pepe.
– Y es que un hombre que va hablando de cómo los tiene su mujer cuando está en la cama con otra, ni es hombre ni es nada.
Sancionó "la Andaluza". Carvalho dejó la carpeta sobre la mesa del despacho y no se dio por enterado de que el viejo había achicado los ojos y no se los quitaba de encima, como si fueran puntas de barrenas dispuestas a taladrarle. Se sentó frente a la mesa, dejó pasar algunos segundos, relajó músculos y esqueleto entregándose al sillón.
– ¿Y bien?
– Ya está.
– ¿Quién?
¿De qué escuela interpretativa era el viejo Daurella? No hay ser humano que no recurra a un modelo interpretativo dominante, sobre todo cuando le toca vivir situaciones anormales que hasta entonces sólo ha visto en el teatro, en el cine, en la televisión o quizá leído en las novelas. Por su edad el viejo Daurella podía elegir entre el modelo Lee J. Cobb de padre violento ante la traición de los hijos o el de John Gielgud de padre siempre más inteligente que los hijos o el de Fredrich March de padre frustrador y frustrado en "La muerte de un viajante". Pero como si la historia del cine y la televisión hubiera pasado en balde, Daurella recurría al drama social catalán de entreguerras y se llevaba la mano a la cara como borrándose las facciones mientras musitaba "Déu meu, Déu meu" [¡Dios mío! ¡Dios mío!] y perdía los ojos en el infinito para devolverlos de vez en cuando sobre Carvalho y comprobar el efecto que provocaba su desesperación.
– ¿Ha sido Jordi?
– No.
Suspiro de alivio porque no había sido el "hereu".
– ¿Alguno de mis hijos?
– No.
Sobre el rostro de Daurella apareció la complacencia racial. Había sido por lo tanto un extraño a su sangre.
– ¿Pau?
– Pau.
– Me lo decía el corazón.
Y como los viejos rapsodas que levantaban la mano en el aire cuando decían cielo, Daurella se llevó la mano al corazón. Carvalho había redactado un informe sobre las andanzas de Pablo, del que sólo había omitido el despectivo comentario sobre el color de los pezones de su mujer, y le señaló la carpeta al viejo para que la abriera. Tal vez fuera espontáneo el temblor, pero la voluntad de hacerlo más ostensible hacía que Daurella lo iniciara en los codos y en sentido descendente, cuando lo más lógico, pensó Carvalho, es que el temblor parezca que baje de las manos hacia los codos. el propio Carvalho hizo el ademán de temblar y dudó de la certeza de lo que había pensado, aunque ensayaba disimuladamente para que Daurella no pudiera creer que se burlaba de él.
– Pocavergonya! [¡Sinvergüenza!].
Exclamó el viejo mediada la lectura. Debía haber llegado al fragmento del viaje a Casablanca.
– Con la hija de un representante. Poner en peligro una plaza tan importante como la de Sevilla. ¿Sabe usted cuántas piscinas dodecagonales hemos colocado este verano en la zona de Sevilla?
– Ni idea.
– Cincuenta. Y eso que no tienen agua.
Increíble. Increíble, decía de vez en cuando Daurella, y cuando llegó al fin del informe, golpeó la mesa con las palmas de las manos abiertas.
– Hay que cortar por lo sano. La manzana podrida puede estropear un saco lleno de manzanas. ¿Qué haría usted en mi lugar? Por lo que usted dice el dinero lo ha ido escamoteando falsificando los gastos de asistencia a las delegaciones; por lo tanto, de hacerse público esto se enterarían todas las delegaciones y el prestigio de Toldos y Piscinas Daurella, S. A. se iría a hacer puñetas, hablando vulgarmente.
No tan vulgarmente, pensó Carvalho. Podía haber dicho a la mierda, a tomar por culo, al carajo, y en cambio había optado por un discreto a hacer puñetas que no llegaba a la asepsia del hacer gárgaras, pero se le parecía bastante.
– Hay que cortar por lo sano. Mi Jordi no está aquí porque ha ido a Francia a tratar con los fabricantes, pero llega esta noche, y de mañana no pasa que tengamos una reunión y cantemos las cuarenta. Cuento con usted.
– Mi trabajo ha terminado.
– Pero le ruego que mañana asista a la reunión en la que pienso poner las cartas sobre la mesa. Lo siento por la Esperança, porque es una buena chica y más blanda que un higo, y lo siento por mis nietos, pero este sinvergüenza necesita un escarmiento. ¡Sinvergüenza! ¡Más que sinvergüenza! Yo que le saqué de la calle sin oficio ni beneficio e hice de él un hombre de provecho, y ganándose bien la vida como se la gana y con una mujer joven y de buen ver, ¿qué necesidad tiene de ir por ahí haciendo el pendón?
Tantas preguntas, tantas respuestas. A Carvalho le costaba ponerse en pie, pedir el dinero, despedirse de Daurella o anunciar que sí, que asistiría al último acto de la tragicomedia al día siguiente, y le costaba porque la pauta rutinaria del trabajo se había apoderado de él y sabía que echaría de menos la plática con el viejo, de buena mañana, el deambular por aquel desorden de hangares y espacios libres para la naturaleza heroica, aquella belleza de estación abandonada que conservaban los más viejos almacenes de Pueblo Nuevo. Y al preguntarse el porqué de la nostalgia presentida, la memoria le suministró una serie de imágenes rotas, parecidos desguaces, parecidas ruinas, vistas y no vistas en fotos fijas de su infancia. ¿No fue una verbena en un almacén de la Letona donde ejercía de guardián nocturno un pariente lejano? ¿O un viejo astillero de Badalona donde el primo Nicolás de Cartagena era calafate? ¿O un almacén de hierros junto al puente de Marina? Empujó los fragmentos de fotografía al pozo del olvido y se levantó decidido a romper el encantamiento.