Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No. Lo llevo yo.

Y se echó a reír.

– Vaya si lo llevo yo.

Desde su divertimento intransferible, Marta Miguel estudió la reacción de Charo, de aquella morenita de ojos grandes y labios carnosos, con ojeras y patas de gallo.

– Yo estaba allí la noche del crimen. Era una fiesta en torno de Celia, la que murió. Celia era muy amiga de Rosa Donato, a la que acabo de mandar a la mierda. Era una fiesta horrible, llena de cursis, pero la daba ella, estaba ella y yo había suspirado años y años porque llegara aquel momento. ¿Vio la foto en el periódico? No le hacía justicia y eso que ya no era ninguna niña, ya era una mujer como yo, de cuarenta para arriba. Era rubia, tenía un pelo precioso, la cara de muchacha florentina -no sé por qué digo esto, tampoco sé muy bien cómo son las muchachas florentinas-, un cuerpo largo, que se movía como la música, una piel de lujo, de lujo, de melocotón dicen los escritores. Creo que se había hecho más hermosa con los años. Cuando era una muchacha también lo era, pero le faltaba el encanto de una cierta decadencia, eso es, de una cierta decadencia. Se estaba pudriendo, Celia Mataix, como yo, como la Donato, como usted. Pero ella se pudría desde la belleza absoluta. La recuerdo como si la estuviera viendo, hace veinte y algunos años, en la universidad. ¿Usted ha ido a la universidad?

– No.

– Siempre llevaba una rosa fresca y unos jerseys de cuello cisne que yo nunca he podido llevar, entonces porque eran muy caros y ahora porque soy cuellicorta. Viene de familia. Mi padre también era cuellicorto y mi madre, pobrecita, también. Tengo a mi madre inválida. Sólo tiene ojos y piel, la pobre.

– Cuánto lo siento.

– Usted lo siente porque tiene buen corazón. Pero ellos no lo sienten. No necesitan tener sentimientos. Tienen razón, porque desde niños han sabido que el mundo estaba hecho a su medida y bastaba con entenderlo desde sus propios intereses. Ella era igual, me refiero a Celia, pero tenía un no se qué de frágil. No era un tiburón. Era frágil. A veces les sale gente así, parásitos que alimentan y ocultan para que no haga el ridículo la clase social o la raza, porque ya son una raza, vaya si son una raza. Una clase social tan cínica, tan dominante, acaba convirtiéndose en una raza y te lo escupen a la cara, palabra a palabra, gesto a gesto: no eres de los nuestros, aunque tú valgas cien veces más que ellos y te hayas roto los codos para saber tanto como ellos, lo mismo que ellos, más que ellos. Pero por mucho que aprendas, nunca llegarás a saber lo que verdaderamente les distingue, una capacidad de aprecio a sí mismos y de relativización de lo ajeno para la que nosotros no estamos dotados. Por muy fuertes que consigamos ser, aunque tengamos dinero, incluso cultura o poder, seguimos pidiendo perdón por haber nacido.

– ¿De quién habla?

– De ellos. De esa gentuza.

– ¿Qué tiene que ver mi Pepe con todo esto?

– Él me buscó porque estaba interesado en el crimen y cuando me encontró no me hizo ni caso, al contrario, lo dejó correr todo.

Marta Miguel se bebió un segundo whisky. Levantó el vaso brindando silenciosamente por Charo y lo vació en dos tragos. Veía a Charo a través de una cortina de humedad inexplicable y le parecía una chica bonita, más cerca de los cuarenta que de los treinta.

– No permita que su Pepe la deje tan sola. Es usted joven y muy guapa.

– Gracias. Bueno, me quejo, pero él tiene su trabajo y yo el mío.

Marta se volcó hacia adelante y puso una mano sobre una rodilla de Charo que había quedado al descubierto por un vencimiento del salto de cama. Charo miró la mano y luego el rostro abotargado de Marta, donde campeaba una sonrisa lasciva y boba. Apartó la rodilla, pero la mano la siguió, como si fuera una ventosa. Charo cogió la mano de Marta y la apartó.

– Lo siento, señora, pero no me va la tortilla.

Marta quedó con la mano en el aire un instante. Luego la replegó a su posición de partida y suspiró.

– No le va la tortilla.

Se echó a reír.

– Las cosas claras. Un whisky más y me voy, se lo juro.

– Que no me vaya la tortilla, no quiere decir que la eche.

– Pasaba por aquí, sólo he venido a saludarla.

Reía su propia gracia.

– Y lo peor de todo es que no puedo hacer nada contra ellos. Son invulnerables.

– Mañana verá las cosas de otra manera. Necesita descansar. ¿Cómo ha venido hasta aquí?

– En coche. Tengo coche.

Añadió con satisfacción exagerada.

– Soy el primer miembro de mi familia que tiene coche.

– No está como para conducir. ¿Quiere que llame un taxi?

– Tengo coche y volveré a casa en coche.

Exclamó fieramente Marta Miguel al tiempo que se ponía en pie, dispuesta a impedir que Charo le quitara el derecho a conducir su coche. Avanzó hacia la puerta con zancadas de fingida seguridad y una vez allí adelantó los labios para besar una mejilla de Charo.

– De todas maneras, gracias. Usted me comprende. ¿Podremos ser amigas con el tiempo?

No esperó la contestación. Abrió la puerta de par en par y la cerró con estruendo tras ella. Hizo un esfuerzo por contener el vómito hasta llegar a la calle. Pero brotó como un surtidor agriado en cuanto el ascensor inició el descenso.

"Busque a Khao Chong en el embarcadero del Oriental. Él sabrá qué ha sido de nuestros amigos y le ayudará a encontrarlos". Carvalho memorizó la nota y por si se le borraba el nombre del contacto se lo apuntó con bolígrafo en la muñeca bajo la caja del reloj. Llegó al embarcadero del Oriental sobre el gran Chao Phraya, que ya llevaba la noche a cuestas, pero Khao Chong estaba allá como jefe de la oficina de contratación de barcas navegantes por los canales, tumbado en una hamaca demasiado grande para su cuerpo pequeño y delgado y aventándose con un pai pai de paja. Carvalho le dio el retal del vestido de Chin Ramsun y el viejo se incorporó como si le hubiera dado el plano del tesoro del capitán Kid. Se metió en una cabaña de madera e invitó a Carvalho a que le siguiera. Carvalho repitió su historia y el consejo que le había dado Chin Ramsun. Necesitaba localizar a Teresa y Archit y llegar hasta ellos antes que todos sus perseguidores.

– Vaya donde vaya tendrá que registrarse en los hoteles y Charoen le localizará o el mismo "Jungle Kid". Necesita un pasaporte y un visado de los que extienden al entrar en el país. ¿De qué nacionalidad lo prefiere?

– Italiano.

– Mañana por la mañana, aquí.

– ¿Dónde están Archit y Teresa?

– Mañana por la mañana lo sabrá y le daré los medios para llegar hasta ellos. Necesitaré dos mil baths y el pasaporte para copiar la foto. ¿Dónde va a pasar la noche?

– ¿Hay algún hotel donde no me pidan la documentación?

– Los que no la piden son los peores. A la media hora tendría usted a Charoen o "Jungle Kid" allí. Quédese aquí.

El viejo le señaló una colchoneta en el suelo.

– Le traeré algo de comer y agua.

Se marchó y volvió media hora después con una botella de agua mineral y dos bocadillos de pan inglés con ensalada, mayonesa, atún y pimiento morrón picante.

– Si se aburre le puedo enviar a una chica.

– No podría hacerle los honores convenientemente.

Carvalho abarcó la poquedad de todo lo que exhibía el local.

– Una bonita chica, muy limpia, muy sana y sabrá comprender.

Carvalho se imaginó aquella barraca llena de gemidos artificiales y negó rotundamente.

– Si todo va bien, podrá abandonar Bangkok mañana a las cuatro de la tarde. Pero he de darme prisa. Le aconsejo que no salga, no se deje ver. El embarcadero del Oriental es un punto muy concurrido.

– ¿De noche también?

Rió su anfitrión reservándose el sentido final de su risa.

– De noche el público cambia. Salen los ricos de Bangkok y sus invitados extranjeros. Pasear por el río en barcazas con músicos, comida, bebida, chicas bonitas es un placer que usted debiera probar en mejor ocasión.

– Algún día volveré a Bangkok a pasarlo bien.

Se marchó el viejo y Carvalho se tumbó en el jergón convocando en su ayuda al dios del sueño, pero en su lugar llegaron todos los mosquitos del Chao Phraya dispuestos a sacar el vientre de penas a su costa. Consideró que de pie estaba en mejores condiciones para rechazar sus ataques y se paseó por la estancia arriba y abajo como si estuviera en la celda de una cárcel. A través de las ventanas pasaban las frágiles canoas lamiendo el agua. Llevaban una luz de petróleo como señalización y parecían mariposas funerarias de un hermético culto a la muerte en el agua. Apenas si había vida sobre los shampanes amarrados y, la que había, reproducía la inercia de vivir de todo tiempo y todo lugar. Gestos de animales anochecidos en los adultos y en los niños, humos, frituras, cacharros en el agua, gritos de llamada, de juego, de riña, alguna luminaria de televisor en blanco y negro en las barracas lacustres y la omnipresente melodía que escuchaba todo Thailandia, "Sangharila", una combinación de tradición musical y rock blando, cantado por voces lastimeras de animales pequeños situados en el culo del mundo. Tal vez era un ritmo del prior de Tam Kabrok, que a estas horas iniciaría una larga vigilia de músico ante el pianoforte marrón descolorido, rodeado de pentagramas y cuadernos donde anotaba, con puntería de obseso, una vieja canción khmer y el "Qué viva España", mientras Chin Ramsun seguía picando piedra sobre su colina artificial bajo la luz de la luna de Saraburi y Lopburi, la luna de Bangkok, de Chiang Mai, de Koh Samui, de "Jungle Kid", de Teresa, de Archit, de Charoen. Ay, si la luna se convirtiera en un faro delator que fuera marcando las distancias que nos separan, pensó Carvalho al verla en el agua como una quilla segmentada o recortando la silueta de un paisaje de palmeral y selva baja. De vez en cuando pasaba una barcaza cargada de flores, música y risas, incluso alguna con orquestina y vocalista. ¿Qué estaría haciendo Charo? ¿Y Biscuter? Habrían comido solos o tal vez Charo se habría ido de tapas con "la Andaluza" o cualquier amiga venida a menos o a más. Marta Miguel se le metió en la imaginación con su presencia maciza, detrás de una tarima, con un bocadillo de calamares a la romana, en una mano, y, en la otra, un puntero con el que subrayaba un discurso profesoral sobre lo que le había costado abrirse camino en la vida. Eran las tres de la tarde en Barcelona y quizá Marta Miguel comprobaba la hora en el reloj de pulsera, desde una celda de la cárcel de la Trinidad. Era la primera vez que Carvalho había tenido miedo ante la voluntad de delación de un asesino. Marta trataba de pregonar su crimen como si fuera un acto de posesión de Celia Mataix. Y en cuanto a Celia, que durmiera en paz su inocencia traicionada por la obligación de vivir y contestar a las preguntas inapelables. Llegaban parejas de gala al embarcadero. Gente importante de Bangkok con anillos de zafiros con una fecha por dentro, acompañada de contactos occidentales, parejas entre la madurez y la vejez, excitadas por la aventura del río nocturno. Los thailandeses ricos se comportaban como los catalanes ricos de Camprodón o S’Agaró o como los madrileños ricos de Somosaguas o los andaluces ricos de Jerez. En cambio, los americanos se comportaban como americanos sin más adjetivación y se dejaban envolver en la red de sutiles amabilidades de una vieja cultura del comportamiento, conscientes de que, más tarde o más temprano, lo pagarían como el americano borracho del Rose Garden había pagado el derecho a emborracharse, ser grosero, ridiculizar aquel digesto de cultura thai. Carvalho oyó o vio pasar expediciones armiñadas de público de ópera, en busca del excitante olor a podrido del río visualizado por la luna y las bombillitas de las barcas. Se adormiló y le despertaron voces maullidos que subían desde el declive que llevaba a las aguas. Un caballero de cabello plateado descendía hasta el borde del agua acompañado de dos pajes thais que le llevaban cada uno de una mano. Los pajes reían y maullaban en su idioma y el caballero se dejaba conducir como un rey gordo y bonachón. A un paso del río, los pajes desabrocharon el cinto que sostenía los pantalones del rey y éstos cayeron como la piel vencida de un paquidermo obsoleto. Un paje se apoderó del pene de Su Majestad y el otro le quitó la chaqueta de alpaca, lo que permitió al rey alzar los brazos y palmotear hacia la luna. El paje que le había cogido el pene dio un tirón de la semidespierta víbora y el caballero, con los pies trabados por sus propios pantalones, cayó de rodillas en el agua, mientras los dos pajes corrían ladera arriba llevándose la chaqueta como un botín ingrávido. Tardó en darse cuenta el rey de su condición de viejo robado, semidesnudo, abocado a un río tan fecundo y poderoso como podrido y, cuando se dio cuenta total de lo sucedido, recuperó la estatura de señor del mundo tronante e insultante que recomponía la estética del sur del cuerpo al reponer la piel de los pantalones y volvía grupas para tratar de subir lo más rápidamente posible una pendiente de detritus vegetales, para, al llegar a la cima, quedar al descubierto bajo una bombilla vacilante que le hacía y le deshacía un rostro jadeante de hombre blanco, gordo, demasiado lento para un trópico que podía comprar pero no comprender. La luz le reveló su condición de vencido y le retiró el grito de altanería de los labios. Se marchó en dirección a las luces del Oriental en busca de la respetabilidad que había perdido junto al río y del dinero de repuesto que habría guardado en la caja fuerte del hotel.

45
{"b":"88160","o":1}