En la dirección que le había escrito la madre de Teresa figuraba incluso el dibujo del recorrido hacia "Can Torruella", la residencia de Ernest, Ernesto para la Historia, porque el muchacho había nacido en pleno orgasmo de la revolución permanente encarnada por el Che. Junto al roble gigante, decía la nota y el roble, no tan gigante, estaba allí como si quisiera adaptar su gigantismo a la escala de tanta casa quiero y no puedo. Una cancela de alambres historiados, un pequeño jardín introductor con las adelfas consumidas por el pulgón, una fachada de cuartelillo de la guardia civil en la que sólo destacaba una escalera que intentaba imitar el mosaico enloquecido gaudinesco y al final de la escalera una puerta abierta a un horizonte de mosaico bien conservado y más allá del horizonte una sala con chimenea neoclásica, enormes cojines con estampados indostánicos, sobre un cojín una muchacha pequeña, con el pelo recogido en un moño, la boca adherida a la flauta y los ojos pugnando con la cabeza ladeada para ver quién es el intruso. Pero no deja de tocar un arreglo que a Carvalho le suena a Mozart y que contrasta con el póster de la pared dedicado a Eric Burdon y una enorme foto de Mick Jagger sacándose la guitarra de la bragueta. Por una puerta lateral aparece una pareja de melena unisex delgados como gatos sin dueño, jóvenes como árboles recientes. La pareja no quiere romper el encanto de la música para preguntar la identidad de Carvalho y la flautista paraliza a Carvalho con los ojos abiertos, lo único realmente hermoso en un rostro de anodina hija menor, mientras sus labios siguen succionando la música de la flauta. La música anuncia su propia muerte y cuando se extingue las figuras recuperan lentamente el movimiento y la capacidad de sorprenderse ante el cuarentón vestido de padre que se ha metido en el desván del paraíso. Por la redondez de la tripa que estalla bajo la túnica tercermundista, Carvalho deduce que la flautista es la presunta nuera de Teresa Marsé. La pareja unisex se descompone y la voz masculina da un paso al frente.
– ¿Qué desea?
– Estaba abierto. Busco a Ernesto.
Se miran los tres jóvenes y no contestan.
– Es por un asunto relacionado con su madre, con Teresa.
– Está de viaje.
Ha dicho la nuera.
– Lo sé. De eso se trata. Quisiera hablar con Ernesto.
– Trabaja.
– ¿Volverá pronto?
– Trabaja de camarero y tiene el turno de noche. Acaba de marcharse.
Aquel niño ojeroso nacido para ser el Che o el heredero de "Can Marsé" trabaja de camarero.
– ¿Me pueden decir dónde?
Tal vez se lo puedan decir, pero no se lo quieren decir.
– Es que no lo sé. Es por Barcelona, pero no sé el sitio. ¿Cómo ha encontrado esta casa?
– Me dio la dirección la abuela de Ernesto.
– Ah, la "iaia" [Abuela].
La muchacha parecía aliviada y al decir la iaia había mirado hacia una puerta que comunicaba con el frente de azulejos desportillados de la cocina. Sin duda la iaia estaba contribuyendo a que aquella cocina funcionase.
– Perdone, pero es que mi padre me está buscando y no queremos líos. Estamos en casa de estos amigos.
La pareja unisex cabeceó afirmativamente.
– Ernest trabaja en el Capablanca, una boite de travestís, al final de las Ramblas. Trabaja de camarero.
Se apresuró a añadir para que ni por un instante Carvalho pudiera pensar que Ernesto trabajaba de travestí. Diecisiete años de flautista preñada contemplaban a Carvalho ya sin recelo, pero a la espera de una explicación.
– ¿Le ha pasado algo a Teresa?
– Eso es lo que trato de saber.
Por qué se viste de sea
la flo de lirio morá,
por qué se viste de sea,
ay campanera, por qué será .
Como una flor de sangre, estropajosa la rubia melena y todo lo demás rojo incendiado, el colorete, el traje de cola y lunares, blancos los lunares, de blanco enrojecido, "la Pipa", un metro ochenta sin tacones y con tacones estatura pivote, tórax de peso welter aumentado por dos tetas silicóticas que son la envidia de la competencia, pantorrillas de clase de anatomía y al revuelo de la falda muslos marmóreos para esconder el misterio de lo que respetó o no respetó un bisturí en Casablanca. Y en el rostro de chico moreno disfrazado de chica rubia, facciones de maricón descarado, la picardía del "por qué se viste de sea la flo de lirio morá" y un taconeo que levanta miasmas de polvo que se suman a la neblina excitada por los chorros de luz, con los que los reflectores tratan de acertar en el gimnástico subrayado de expresión corporal que "la Pipa" le echa a la tragedia de "La campanera", tragedia profunda entre las manos de un pianista breve, viejísimo, con gafitas de estudiante muerto en una carga de la policía zarista. A contraluz, gentes de barra, y en la profundidad de la sala no cabe una alma, todas las mesas ocupadas por matrimonios recién salidos de una cena de seis mil pesetas codo a codo con la progresía convocada por el tam tam oral de un ambiente irrepetible, "la Pelucas, Rosalinda, la Adefesio, la Toro", especialistas en imitaciones de Rocío Jurado, Amanda Lear, Astrud Gilberto, Rafaela Carrá, ex camionero "Rosalinda" padre de dos hijos, hijo pequeño de madre viuda "la Pelucas", mecánico tornero "la Adefesio", puto ambidextro "la toro", éxito asegurado con "Luigi el Amoroso".
– "Respetable público, a continuación el gran éxito de Rafaela Carrá en una versión libre de Juana" la Toro.
Y sustituye "la Toro" a "la Pelucas" embistiendo contra la entrada del pianista.
– "… acompañada al piano por el maestro Rosell".
Rosell, el pianista viejo, un Buster Keaton blanco de noche que corrige sobre la marcha los desastres de tiempo y entonación de las alegres y fuertes muchachas.
– ¡"Tengo un reglazo"!
Dice "la Pelucas" con los sudores del arte en la frente.
– ¡"Cuando me viene la regla tengo una desangría"!
Insiste "la Pelucas" rodeada por un grupo de habituales que sonríen o ríen según su control nervioso ante la giganta de entrepierna inquietante.
– "Estaba actuando una vez en Mallorca y me vino un reglazo de éstos, mira, chiquillo, cómo puse el escenario".
Y se corre la voz de que en la sala está un alcalde en funciones y Luis Doria, el viejo genio de la poesía y la pintura, conservado en formol y almidón. Luis Doria, desde la atalaya de una mesa dominante de la algarabía, punto de referencia para los entendidos, está Luis Doria, ¿aún vive? ¿Has visto su exposición en la Maeght? Una sana sensación de buena inversión en las parejas acomodadas que consumen su semanal noche de locura con un matrimonio amigo, socio en negocios y vacaciones en el mar. Por lo demás penenes, minieditores avanzados, ex editores, posteditores, escritores, pintores, ex cantantes de protesta, especialistas en ciencia ficción, números doce e incluso once en las listas electorales de los comunistas o los socialistas, prestigiosos nombres de relleno que guardan las espaldas cargadas de los políticos de verdad premiables con la silla parlamentaria y Juanito de Lucena recién llegado de una "turné" por América del Sur, solidario con el trasfondo de la fiesta, repasado por los ojos arácnidos de "la Pelucas".
– ¡Qué bueno está!
Juanito de Lucena, un lunar postizo junto a la boca besadora y un dibujo de cejas de muchacha en flor. Sobre Juanito de Lucena se inclina Ernesto con los cuatro gestos que le ha enseñado el "ma3tre", el cuerpo inclinado en señal de ofrecimiento, una mano doblada sobre la espalda y la otra manejando la bandeja mientras de los labios sale un qué desea tomar lo suficientemente alto para que el cliente lo oiga y no se corte la inspiración de "la Toro", una Rafaela Carrá de morenez tunecina y esqueleto de destripaterrones.
– Ernesto. Este señor te busca.
El hijo de Teresa Marsé lleva en la bandeja dos gintónics y un Alexandra. De los labios de Carvalho no sale el tono de voz adecuado y Ernesto no le entiende. Carvalho le hace señas de que se aparten del bullicio y el muchacho le dice que no puede. Le pide que espere. Lleva el encargo a una mesa y durante su viaje alguien golpea en un hombro de Carvalho. Cuando se vuelve recibe la sorpresa de la arrugada sonrisa de la Donato.
– Pero bueno, ¡usted es incansable!
– Le aseguro que es casualidad.
– ¿Cómo dice?
– Que es casualidad.
– Estoy sentada allí con unas amigas. Le espera una copa.
Allí es una mesa situada a los pies de Luis Doria donde cuchichean tres damas separadas del marido y de la fiesta. Ahora "la Toro" se ha puesto a recitar su nostalgia por Luigi el Amoroso, "latin lover" de exportación que se ha ido a Hollywood a hacer fortuna con la picha, mientras el maestro Rosell crea una cierta sensación de paisaje musical íntimo, triste a pesar de la parodia. Vuelve Ernesto con la bandeja vacía y le hace señas a Carvalho para que se dirija hacia los lavabos. Hasta allí llegan las estridencias canoras de "la Toro", pero no el hervor de las conversaciones y las carcajadas reprimidas.
– ¿Qué pasa? No puedo entretenerme. Estoy a prueba y me ha costado mucho encontrar este trabajo.
– Se trata de su madre. Está en apuros y en Thailandia.
– Mi madre siempre está en apuros.
– Parece serio. Su abuelo no quiere saber nada. ¿Hay manera de encontrar a su padre?
– ¿Mi padre? Ése aún menos. Lo difícil será encontrarle, y cuando le encuentre como si no. Está infantilizado. Es como mi hijo. Se pasa la mitad del año en Ibiza y la otra mitad pegando sablazos por Barcelona.
– Alguien tiene que interesarse por Teresa. Hay que ponerse al habla con el Ministerio de Asuntos Exteriores, por ejemplo.
– ¿No será el clásico embolado de mi madre?
El "ma3tre" asoma la cabeza desde una esquina.
– No puedo entretenerme. Aquí te juegas el puesto por cualquier tontería. Trataré de encontrar a mi padre. Deme su teléfono.
Carvalho le tiende una tarjeta y Ernesto se la guarda en el bolsillo de la chaquetilla "smoking" como si fuera una propina. Lleva los cabellos largos recogidos en una trenza y la sombra del bigote adolescente agrandada por la desesperanzada voluntad de no afeitárselo.
– ¿Pero viene o no viene?