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Había retenido a Carvalho con una mano corta y fuerte sobre el brazo del hombre.

– Pero es que nada.

– ¿Así de pronto?

– No. Del lenguaje. De asignaturas teóricas, por ejemplo. Filosofía. Yo había estudiado de memoria y sabía decir lo que es una mónada según Leibnitz, pero no entendía a Leibnitz. ¿Comprende? En clase me iba haciendo pequeñita, pequeñita, cuando hablaban de Filosofía, y en casa lloraba porque no entendía nada. Y de Literatura. Aquel año le dieron el Nobel a Juan Ramón Jiménez. El profesor de Literatura nos puso un poema de Juan Ramón para que lo comentáramos. Yo me sabía la vida de Juan Ramón y los nombres de todos sus libros y fragmentos enteros de "Platero y yo". Pero no sabía comentar un poema. Tuve que tomar apuntes al pie de la letra, estudiármelos. Trabajaba veinte horas al día y aun entre la chacota de los que pasaban por ser los más listos de la clase, los más brillantes, que se iban a hacer la revolución gritando ¡asesinos! a los guardias. La policía por la mañana y por la tarde el guateque, y yo con las pestañas quemadas de tanto estudiar con mala luz en un cuartucho, el más barato de una pensión de la calle Aribau. Y el Arte. Yo no había visto un cuadro en mi vida, como no fueran los de los calendarios. Me sabía la Arqueología clásica de Melida y la Historia del Arte de Angulo de memoria, eso sí. Pero los profesores empeñados en que yo comentara las reproducciones y el estilo. Me costó tanto entrar en la cultura abstracta de la burguesía, tanto.

– La cultura burguesa es abstracta y la proletaria concreta, según usted.

– Mi cultura era una mezcla de moral religiosa convencional, la experiencia colectiva de mi gente y lo que mi portentosa memoria había tenido tiempo de registrar. Y yo veía a los otros, "dilettantes", haciendo bromas sobre lo divino y lo humano, cachondeándose de Ortega y Gasset, por ejemplo, con una total impunidad, porque eran los dueños de la tierra y eso les permitía ser irónicos, amables consigo mismos. Y yo, Marta Miguel, hasta las tantas empollando y mal vista por todos menos por las monjas. Como una monja. Eso fui yo en la universidad.

– ¿Conoció allí a Rosa Donato?

– Ella estaba acabando cuando yo entré. Era de la Sección Femenina y estaba muy metida en el SEU. Ahora no. Ahora es tan de extrema izquierda que no encuentra partido que la satisfaga. Yo también me metí un poco en el SEU. Los comedores eran los más baratos que había. Me hinché de pan con aceite, sal y vinagre. Cuando llegaba el primer plato yo ya tenía medio estómago lleno de pan con aceite, sal y vinagre.

– ¿Y a Celia?

– La veía en el patio. Ella entonces no era de Letras, o sí. Pero siempre estaba con la gente de Derecho o de Arquitectura. Había más chicos en esas facultades. Cuando ella entraba en el claustro de la parte de Letras todas las miradas se le echaban encima. Era alta, rubia, delicada pero con un cuerpo espléndido, sano, y siempre llevaba un libro y una flor. Una rosa, generalmente.

– ¿Fueron amigas?

– No. De hecho hemos hablado un par de veces en todos estos años y muy recientemente. Cuando yo empecé especialidad era más difícil hacer vida de claustro y la veía muy de tarde en tarde, siempre en su corte, siempre rodeada de tíos y tías pendientes de ella. La Donato sí la trataba y a veces me había invitado a actos o a fiestas en las que habíamos coincidido. Pero yo nunca tenía qué ponerme. No dominaba el lenguaje así, banal. Con el tiempo le he puesto nombre a lo que me pasaba: tenía estropeado el mecanismo comunicacional. Estuve un año y medio o dos sin verla. De pronto, un día, yo ya había acabado la carrera y estaba preparando las oposiciones para Instituto. Fernando Fernán Gómez dio un recital semiclandestino con motivo del aniversario de la muerte de Machado, lo dio en una facultad nueva entonces, la de Ingenieros, creo. Yo fui y allí estaba Celia, como siempre rodeada de gente, preciosa. La Donato me dijo que vivía con un chico, un pintor, y fue ella también la que me dijo que se había casado con un arquitecto. No la volví a ver hasta el día del estreno del "Evangelio según san Mateo" de Pasolini.

– ¿Seguía sin abordarla?

– Sí. ¿Para qué? Yo iba picoteando cultura aquí y allá. Entonces ya me sentía más segura económicamente. Me había comprado a plazos el apartamento que tengo. Mi madre se había quedado viuda y me la había traído del pueblo. Leía todo lo que no había tenido tiempo de leer. Volví a verla en un cine, una noche. Ella estaba preñada. De la niña, Muriel, supongo. Pero seguía tan preciosa como siempre. Con aquel aire de sonriente ausencia, pero siempre con la cabeza y la melena inclinadas hacia el lado oportuno.

La mala foto de prensa estaba ante las retinas secretas mentales de Carvalho y había mejorado a partir del retrato de Marta Miguel.

– Se hacía querer.

Musitaba Marta Miguel, y los dos se daban cuenta de que habían recorrido todo el parque y estaban ante la puerta que daba a la calle del Hospital, entre el ir y venir de centenares de personas atolondradas o cansadas o ensimismadas, más allá de las puertas del oasis gótico.

– Lástima.

– ¿Lástima de qué?

– De que nadie me encargue el caso. Yo soy profesional. Vivo de esto y no voy a investigar por amor al arte.

– No hay nada que investigar. Yo la dejé y ella esperaba a alguien. De hecho me utilizó como cebo para que los demás picasen y se fueran. Especialmente la Donato y el tonto de Dalmases.

– ¿De qué hablaron?

– De casi nada. Casi no dio tiempo. Me dijo que le dolía la cabeza y que los demás eran unos pesados y que… En fin, me invitó a marcharme.

– Qué lástima.

– ¿Otra vez qué lástima?

– Era la primera oportunidad que usted tenía de hablar con ella. Después de tantos años de ansiarlo.

– ¿De ansiarlo? ¿De dónde saca usted que yo ansiaba hablar con ella? Era como un cuadro o, mejor dicho, como la posible modelo de un cuadro jamás pintado. Hace unos años vi una película de Milos Forman, no recuerdo el título, o sí, "Taking off", se llamaba. De pronto aparece una mujer rubia desnuda tocando el cello. La rubia de Milos Forman era rubensiana, con mucha carne, muy holandesa o muy walkiria. Aquélla era una escena para Celia. Desnuda. Tocando el cello.

Marta Miguel había cerrado los ojos y sonreía. Cuando volvió de su éxtasis descubrió que Carvalho estaba consultando el reloj. Charo debería estar en la puerta del cine furiosa por lo que ya consideraría un plantón.

– ¿Tiene prisa?

– Sí.

– ¿No continuará en el caso?

– No.

– Mejor. Hubiera sido una tontería.

Le tendió la mano, se la estrechó activamente y le dio la espalda para desandar lo andado por el jardín. Carvalho la vio alejarse con su cuerpo de becaria hija de unas tierras y unos padres fronterizos. Carne de viaje organizado a Amsterdam o a Kyoto. Con una máquina de fotografiar y alguna amiga. Intima.

La película planteaba el cansancio de dos matrimonios y los juegos de sustitución a los que se dedican para superar el tedio. Charo parecía succionar la película más que verla y con los brazos rodeó uno de los de Carvalho. De vez en cuando el rostro de la muchacha escapaba a la hipnosis de la pantalla y se volvía hacia el de Carvalho, como estudiando el efecto que el argumento de la película le causaba. A Carvalho le gustaba Sally Kellerman, eso era todo, y las situaciones más retóricas le servían para construir su propio film y recordar con una cámara lenta la situación del encuentro con Celia en el supermercado. Ella llevaba un abrigo blando, como de pieles pero sin ser de pieles, y se le desprendía un calor perfumado, un calor de ámbito que sólo emana de los cuerpos que merecen el amor. Le gustó el vuelo de la melena, la melosidad de la melena, la musicalidad de las líneas del rostro, la doncellez profunda de los ojos y la sonrisa nacida por un secreto personal e intransferible. Y al alejarse el cuerpo hacia la cajera, por debajo del borde de la falda asomaban dos piernas esbeltas, con el tobillo delgado de una muchacha ingrávida, y al alejarse, definitivamente alejarse del Carvalho que aún ha de enseñar el contenido de su cesta, esperar la cuenta, pagar, salir, una sensación de adolescente urgencia le puso una bola de angustia en el pecho y un furor imposible de expresar ante el trámite lógico de pagar lo que has comprado en el supermercado. Luego la calle vacíamente llena, llenamente vacía, ni siquiera la sospecha de una cabeza rubia alejándose entre el tráfico y la gente, una vez más aliento nostálgico de lo que pudo haber sido y no fue.

– ¿Te ha gustado?

– Es entretenida.

– Pues yo encuentro que tenía su cosa, ¿no? A mucha gente le pasa lo mismo, ¿no?

– En Estados Unidos. Aquí las cosas son a otra escala.

– En estas cosas la gente es igual en todas partes.

Charo miró la hora en su reloj.

– He de irme.

Y lo decía como quien va hacia el degüello. Quería recordarle a Carvalho que era una "call girl" que empezaba a funcionar a partir de las ocho, a partir de la hora en que se cierran las oficinas y los ejecutivos sacan los instintos de la bragueta.

– Está la cosa muy mal. Desde que han salido tantas casas de relax. Menos mal que conservo clientes. Pero nuevo, ni uno. Y eso que las casas de relax están a unos precios. ¿Cuánto crees tú que cuesta un masaje y luego todo lo demás?

– Ni idea.

– Pues como te den un vaso de whisky se te va en seguida a las diez mil pesetas. Y luego que si un francés, que si un griego.

– ¿Cambia el precio para los griegos y los franceses?

– Son nombres de masajes, es decir, de cochineo. El francés es el francés y el griego pues es "El último tango en París", para entendernos. Y el thai.

– Ya sé lo que es el thai.

– Pues eso.

Charo se alzó sobre las puntas de sus zapatos y besó una mejilla de Carvalho. Le apretó el brazo y correteó Ramblas abajo. Carvalho contuvo el deseo de llamarla, de reclamarla, de quedársela. No quería ser su propietario y nada los alejaría tan radicalmente como el oficio de ella, aquel cinturón sanitario contra el instinto de propiedad. Recuperó el coche en el parking de la Gardunya y recorrió el camino habitual para llegar hasta Vallvidrera, pero una vez en la encrucijada de caminos que iban hacia el Tibidabo o Las Planas, cogió el segundo y salió por la espalda de la sierra, con el coche apuntando hacia el Vallés, en un descenso majestuoso por la montaña umbría, casi selvática, con lianas y murmullos de jungla en las torrenteras despeñadas entre bosques atrapados por la maleza. Al terminar el descenso, la carretera se metía por un pequeño valle que de vez en cuando se abría a explanadas generosas donde las clases populares disfrutaban de comidas domingueras, con tortilla de patatas o paella y salto a la cuerda o mini partido de fútbol familiar y fascinación boquiabierta ante el milagro del crepúsculo sobre las montañas, un espectáculo gratuito y de "qualité", casi siempre en technicolor. Cambiado el horario de verano, la luz del día otoñizaba. Se desvió al llegar al indicador de La Floresta y entró en el reino del pequeño chalet enmohecido por la generosa humedad del valle, chalets de arquitectura de aluvión, reducción a escala del mal gusto de la burguesía estraperlista de la posguerra, compartido por el mal gusto de la pequeña burguesía pequeñamente estraperlista o ahorrativa que había hecho realidad el sueño de "la caseta i l.hortet" en las estribaciones de los lomos umbríos de la sierra que cerca a Barcelona y deja a su espalda la apertura aparentemente sin límites del Vallés Occidental. Chalets minimodernistas, minifuncionalistas o modernistas de cintura para arriba y racionalistas de cintura para abajo, o ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, vejez, abandono y sobre todo obsolescencia del veraneo de medio pelo. Ex oficinistas viejos que cavan sus últimos tomates o nietos rockeros que han encontrado en la increíble casita vieja del abuelo refugio para sus ganas de huir pero no del todo y fumarse un porro sin que el padre les pegue con "La Vanguardia" enrollada o hacer el amor con la compañera de COU con la ilusión de que ya se tiene un hogar, también alguna comuna de traductores con poco que traducir y solistas de flauta de orquestas jóvenes que apenas tocan, parejas de homosexuales acuarentados desesperados ya de tener hijos y resignados a envejecer con dignidad y una fidelidad sin remedio y todavía alguna vieja casa de payés auténtica donde viejos colorados se doblan sobre la tierra en busca del caracol comecoles o forzados por el reuma. Estas urbanizaciones han perdido su oportunidad de ser una alternativa residencial a los barrios barceloneses, donde la piqueta ha diezmado viviendas unifamiliares con su acacia y su palmera, incluso su estanque con pez de color, uno más en la familia. Envueltas en las nieblas de la humedad y condenadas por la irresolución de su propio estilo, han visto cómo los nuevos profesionales liberales se iban más allá, a vivir a Sant Cugat, donde hay universidad y campo de golf, calefacción central y farmacias, incluso un restaurante argentino y una "fromagerie", elementos indispensables para considerar habitable cualquier pequeña ciudad catalana fin de milenio. Pero a Carvalho le gusta el carácter obsoleto de estas urbanizaciones, en otro tiempo sueño de retorno a la naturaleza de unas gentes que aún ignoraban que la ciudad iba a ser más monstruosa de lo que podían imaginar con una imaginación tan pequeña como sus deseos. Estas casitas les permitieron recuperar el caracol y el jilguero, el gusano y la garza, el renacuajo y la tempestad.

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