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Es la Donato. Coge a Carvalho por un brazo y le ayuda a abrirse camino entre la multitud braceante por los aplausos. Por un túnel de clientes desplazados abierto por la Donato, Carvalho llega a la mesa de las damas. Una concertista de piano, una traductora de novelas feministas y la ganadora del premio de novela breve más importante de la literatura murciana, informa la Donato y presenta a Carvalho como un detective privado en paro.

– Aprovechad la ocasión, chicas, el señor busca trabajo.

– ¡Si lo hubiera conocido antes! ¿Para qué sirve un detective privado?

– Para seguir a su marido, por ejemplo.

– Ya no tengo marido.

– Ni yo tampoco.

– Estas señoras tan monas son todas unas malcasadas y están a su disposición.

La concertista conserva el bronceado del verano y mira a Carvalho por encima del hombro. Es una rubia bien teñida bien vestida, bien formada, bien madurada, con las tetas apretadas bajo un corpiño de seda escotado.

– ¿Verdad que es mono? Es el detective privado más mono que conozco. Hoy me he enfadado con él porque es un machista.

La Donato aprieta con sus manos un brazo de Carvalho y guiña los ojos.

– ¡Qué noche tan bonita! ¡Cómo está esto! ¿Ha visto usted a Luis Doria?

– No tengo el gusto.

– El pintor, el poeta; pero, hombre, ¿no lee los diarios? Mire. Allí le tiene. Es un habitual de la sala y no viene por las chicas, viene por el pianista. Cada vez que viene se va de los últimos y antes de salir saluda ceremoniosamente al pianista y se marcha.

– El pianista.

Musita Carvalho y dirige sus ojos hacia el viejecillo que culmina el subrayado musical del retorno de Luigi el Amoroso a su pueblo natal, a sus amantes habituales, fracasado en la empresa de ser gigoló en Hollywood. El pianista es una figurilla agitada por la música, con los pantalones demasiado cortos dejando ver media pantorrilla anciana y blanca, los calcetines marrones viejos y arrugados, los zapatos embalsamados por los betunes, nerviosos como sus manos.

– Conocía usted este lugar, supongo.

– Supone mal.

– Estuvo abierto ya durante la dictadura, pero lo cerraron por una denuncia. Ahora lo han vuelto a abrir. Casi todas las chicas son las mismas de antes. Con casi diez años más encima. ¿Se ha fijado en "la Toro"? Da miedo.

Y la risa de la Donato se contiene cuando advierte que la concertista y Carvalho se aguantan la mirada, que la concertista la aparta y se sonríe a sí misma. La Donato mete sus labios en la oreja de Carvalho.

– Hágale compañía, está muy sola. ¿Le gusta la música?

– Según.

– Háblele de música.

Carvalho apura el whisky doble sin agua ni hielo y se inclina hacia la pianista.

– ¿Qué tal Beethoven?

– ¿Qué le pasa a Beethoven?

– Me han dicho que es usted música.

– Lo mío es Bela Bartok.

Carvalho finge estar enfadado y cabecea negativamente.

– No me esperaba esto de usted.

La concertista ríe y enseña una dentadura carísima.

– Esto no puede quedar así.

Proclamó la Donato cuando ya era evidente que los echaban del local. Doria se había levantado, atezado, anguloso, con la melena blanca refulgente en la penumbra del local y su andar anciano pero decidido era secundado por dos acompañantes que no quitaban ojo de sus pasos descendiendo los escalones que le separaban de la pista central. Fue abordado por la concertista y el anciano la acogió con afabilidad, le besó una mano, se la retuvo, comentó con ella algo regocijante y la despidió con la misma ceremonia con que la había recibido. La retirada era general y Doria caminó con facilidad hacia la peana donde el pianista recogía las partituras con meticulosidad. Carvalho siguió a sus compañeras en el movimiento de recuperación de la concertista y juntos se encontraron siguiendo la estela de Luis Doria, entre miradas avisadas de los últimos clientes. Doria se detuvo al pie de la peana y dijo:

– Muy bien, Alberto, muy bien.

Pero el pianista apenas si se volvió. Asintió con la cabeza y siguió dando la espalda al prepotente Luis Doria.

– ¿Todo sigue bien?

Volvió a cabecear ambiguamente el pianista sin darle la cara a Doria.

– ¿Y Teresa?

El pianista se agitó y de espaldas igual podía deducirse que lloraba o reía. Había terminado de recoger las partituras y se encaminó hacia los escalones de la peana sin hacer el menor caso de Doria, quien ya había escogido el camino hacia la calle seguido de sus acompañantes. La Donato tomó a Carvalho por un brazo.

– Cada noche es igual. Siempre que he coincidido con Doria aquí termina la fiesta igual.

El pianista entregó las partituras a la encargada del guardarropía. La mujer, como cumpliendo un ritual, las guardó y reapareció con un cepillo que el viejo utilizó parsimoniosamente para desempolvarse de arriba abajo. Coincidieron en la salida los acompañantes de Carvalho, el pianista y Ernesto ya sin el "smoking", ahora con el uniforme de joven mil novecientos ochenta y dos y la melena suelta sobre la espalda. Ernesto le hizo un gesto de inteligencia y se subió a una pequeña motocicleta con la que se lanzó Ramblas arriba en busca de la madriguera donde le esperaba la flautista preñada. Carvalho pensó que el muchacho tendría frío en cuanto octubre empezara a vencerse y que no era una moto para subir las rampas del Tibidabo y luego bajar las carreteras húmedas que llevaban hacia el Vallés. Pero Ernesto era ya una lucecilla roja lejana y en cambio Alberto Rosell, el pianista, caminaba por el centro de la Rambla con agilidad de excursionista, tal vez propiciada por aquellos pantalones demasiado cortos que dejaban ver unos calcetines marrones de posguerra.

– Rosa, guapa, no me has dicho nada.

La Donato besaba y era besada por "Rosalinda", tan cubierta de pieles que parecía un explorador ártico afeminado.

– Me quieres mal, no me quieres nada. Ya te has olvidado de que hemos sido muy amiguitas.

– ¿Cómo te voy a olvidar, preciosidad? Pero es que eres demasiado hombre para mí.

– ¿Hombre yo? Ay, qué cosas dices. Andrés, anda, vente y escucha que groserías me dicen.

Se acercó al grupo un muchacho con patillas y la colilla de un puro entre los labios.

– Éste es mi Andrés, mi novio. Vamos a casarnos. Y ésta es Rosa. Mira qué dice, tú, que soy demasiado hombre para ella. ¿A ti te parezco un hombre, Andresico?

Andrés dijo que no, se metió las manos en los bolsillos y se empeñó en buscar la luna en los cielos. "Rosalinda" pellizcó a la Donato en un brazo.

– Pero qué mala eres, qué mala es esta mujer. Preséntame aquí al buen mozo ese. ¿Adónde me lo lleváis tantas mujeres?

– Es un detective privado.

– Un bofia.

Todo el asco del mundo provocó un terremoto siete en la escala de Richter en la costra de maquillaje de "Rosalinda".

– No. Un detective privado, como los de cine. Como Humphrey Bogart, por ejemplo.

– Ay, pues no se parece. Me recuerda más a… no sé… A otro. Pero a ese que has dicho no. Adiós, maja, y no me tengas tan olvidado. ¿Te he gustado?

– Has cantado muy bien.

– Es que voy a clases de canto, mira tú, con el mismo que enseñó a respirar con los ovarios a la Caballé. Enséñeme a mí también, le dije. Y me está enseñando.

– ¿A respirar con los ovarios?

– Pues sí, oye, y es verdad, se puede. Mira.

Se desabrochó el abrigo de pieles y quedó al descubierto un vestido violeta que se adaptaba como una funda a la voluminosa orografía de "Rosalinda".

– Mira, ahora respiro con el estómago.

Y el estómago de "Rosalinda" subía y bajaba según la dirección de entrada o salida del aire que ella aspiraba con la boquita cerrada y las narices dilatadas como si fueran de un sapo.

– Y ahora me meteré el aire en los ovarios.

Y se lo metió, porque ningún volumen externo dio señal de vida con lo que todos convinieron que el aire había ido a parar a un pozo profundo de las interioridades de "Rosalinda".

– Y claro, con el aire aquí abajo pues tarda más en salir y te da más tiempo a aguantar la voz. Por eso la Caballé, o quien dice la Caballé pues la Callas o Raphael, o un cantante de ésos, pues aguanta el aire y te hacen con la voz lo que te hacen. Te pueden cantar, qué sé yo, un kilómetro y con la cara como si se estuvieran cepillando el pelo.

Cerró los ojos para reponer ideas destinadas a una disertación que deseaba prolongada y la Donato le besó las mejillas mientras daba por terminada la audiencia.

– Mira, monina, estamos cansados y nos vamos a casa. Felicidades por lo bien que lo haces y te deseo muchos éxitos.

"Rosalinda" trató de decir que vivía para el arte, pero la Donato ya le había dado la espalda y Carvalho se encontró a sí mismo caminando y mirándose la punta de los zapatos, sintiendo al lado la presencia de la concertista. Rosa aprovechó la luz de un farol para concentrarlos bajo su luz y darles las instrucciones nocturnas.

– Yo he de madrugar y no puedo acompañarte, Joana. ¿Verdad que nuestro detective privado será tan amable que acompañará a Joana a su casa?

Joana relevó a Carvalho de la propuesta de la Donato y dijo que la noche estaba llena de taxis.

– Pero no de detectives privados.

La cosa estaba hecha, porque la Donato besuqueó las mejillas de la concertista, dio una mano a Carvalho y se colgó de los brazos de las otras dos emprendiendo el inevitable remonte de las Ramblas. Se volvió unos metros más arriba para decirle en voz alta a Carvalho.

– ¿Ha visto a Marta Miguel? ¿Sí, verdad? ¿Qué le ha parecido? ¿Una pesada, no? Yo apenas la conozco.

Había hablado sin necesitar ninguna respuesta de Carvalho y le volvió la espalda prosiguiendo su ruta. Joana miraba en todas direcciones por si aparecía un taxi.

– No se preocupe. La acompaño con mucho gusto.

– Es que me da rabia.

Y había rabia en el tono de su voz y en la mirada que dirigía a las tres mujeres que se alejaban.

– Siempre me hace el mismo numerito.

– ¿En qué consiste si puede saberse?

– Pues que en cuanto se acerca un hombre me lo endosa.

– Es una buena amiga y generosa.

– Lo hace para mortificarme. Para decirme, toma un semental, toma, tú, que no eres como nosotras.

– Ya entiendo. ¿Y por qué sigue saliendo con ellas?

– Hay algo en Rosa que me atrae. No sé qué es. La fuerza de carácter, quizá.

Cuando entraron en el coche de Carvalho se miraron a los ojos y de pronto los de la mujer descendieron para comprobar si Carvalho tenía boca, y cuando la encontraron fue toda la cabeza la que avanzó hacia la de Carvalho y unos labios pequeños, entreabiertos, jugosos, se apoderaron de los de Carvalho. Carvalho contestó el beso y luego echó el cuerpo contra el respaldo del asiento.

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