Regresaron por las mismas veredas de piedra, pero los lugares ya no se parecían al recuerdo que conservaban de ellos. En el antiguo curso del río se alzaba ahora un columnario de hormigueros. Lo que volvieron a oír fue el lamento de un gato.
Sucedió así: Madre y la nodriza marchaban a los saltitos por el piso candente, esquivando el borbollón de las hormigas. Padre, adelante, llevaba un parasol. En ese punto del camino sonó un maullido larguísimo, que no bien se agotaba en un eco ya estaba empezando en otro. Madre se estremeció y sintió la tentación de volver atrás.
«Ahora sí lo han oído, ¿verdad? Ya me había dicho la señora Ikeda: es natural que aquí haya gatos.»
Sobrevino un silencio interminable. A Padre se le apagó la sonrisa. «No pudo ser un gato», dijo. «Es el niño, que canta.»
Madre perdió la paciencia y no quiso tomarlo del brazo. Creo que nunca volvió a tomarlo del brazo, salvo cuando se casó.