La voz de Carmona se iba desvaneciendo tanto de un día para el otro que temí su repentino eclipse y decidí oírlo ensayar en la Filarmónica. Eran las últimas fogatas de la voz: todos lo decían. A la semana siguiente debía dar un recital con arias de Purcell y el clavecinista que le servía de acompañante no estaba seguro de que la voz pudiera sobrevivir tanto tiempo. A veces, después de varios trinos oxidados, estallaba un agudo milagroso, una grieta súbita de sol entre manchas de tormenta, pero en seguida daba lástima oír cómo la tensa garganta de Carmona se desvivía persiguiendo a la voz vaya a saber en cuáles humillantes abismos.
Apenas nos vimos, Carmona puso la voz en mis manos para que la afinara. Tenía tantas opacidades y corrosiones que me costó reconocerla. El estaba muy ansioso. Si no se suelta en un par de días tendré que suspender el recital, me dijo. Para colmo, me duelen las papilas. ¿Las papilas?, me extrañé. Nunca había oído eso. Le pedí que sacara la lengua. Quedé impresionado. Atrás, sobre el lomo de la lengua, había unos minúsculos cráteres negros, blanduras, hundimientos, que se irradiaban hacia el paladar y las amígdalas. También estoy perdiendo el tacto, dijo. Ya nada me da ni frío ni calor. ¿Ves? Me mostró las palmas de las manos: segregaban unos tenues hilillos de humedad. Son imaginaciones, me pareció. No hay razón para que te preocupes tanto. Si estuviera por apagarse tu tacto no sentirías dolor en las papilas. Eso es lo raro, me contestó: cuanto menos tacto tengo, más me duelen.
Salimos a caminar. La Filarmónica estaba rodeada por laberintos de hortensias y magnolias, y aunque llovían cenizas de maloja el aire se conservaba puro.
Estaba por contarle lo que había sucedido después del casamiento de Leticia Alamino cuando Carmona me contuvo: ¿Podrías dejar de sonreír?, dijo. Yo siempre andaba con la sonrisa prendida en la cara y así como era incómoda para mí debía de resultar incómoda para los demás. Si sonreís tanto, solía decirme Madre, será porque algún mal estás deseándome. ¿Querés que muera más rápido? No te voy a dar el gusto. Y a lo mejor Madre tenía razón. Ya no sabía cómo hacer para matarla más.