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Su Santidad se puso en pie, y Toranaga se apresuró a imitarle.

– Haga eso. Y, general, se ha decidido levantar el secreto sobre la Hoshikaze. Le autorizaré por escrito para revelar a nuestros hombres a qué se van a enfrentar.

– A sus órdenes, Santidad. -El general saludó militarmente y salió.

Lenov atravesó la puerta de la sala de ordenadores. Susana seguía allí, con los guantes y los anteojos puestos, moviendo las manos como si dirigiera una orquesta invisible. Aguardó un instante y carraspeó.

– Ah, eres tú. -Ella se dio la vuelta-. ¿Qué tal los delfines?

– Preguntan por ti. Hace días que no vas por el tanque.

– Estoy muy ocupada -suspiró ella, manipulando lo que parecía ser aire vacío-. Demasiado ocupada.

– Comprendo.

Ante el tono del ruso, Susana se quitó las gafas y lo observó cuidadosamente.

Parecía muy distinto al Lenov que conocía. Su famosa seguridad en sí mismo se había esfumado como por arte de magia. Estaba sentado frente a ella, con las manos entrelazadas y los hombros encogidos. Parecía incluso más pequeño. Los ojos de él rehuyeron los suyos.

– Lo siento -dijo poniéndose en pie-, creo que estoy interrumpiendo tu trabajo.

– Lenov, espera… -El hombre se detuvo junto a la puerta. Susana intentó esbozar una sonrisa-. Si fueras una molestia ya te lo habría dicho, ya me conoces. -Sí, eso es cierto -admitió él.

– Escucha, bueno… -de repente Susana no encontraba las palabras-, yo no tengo ninguna habilidad en el trato humano, ya sabes… lamento tu dolor, y… lo comprendo…

El hombre se volvió hacia ella y se apoyó en la pared. Una imagen que trataba de olvidar emergió en su pensamiento: Benazir alcanzada por el disparo de aquel engendro del Infierno, el camarote salpicado de sangre, aquel horror cadavérico erguido ante él. Algunas noches se despertaba sudando, tratando de advertirle que no abriera la puerta…

– Si supiera… -levantó su puño, y lo cerró en el aire con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos-, si supiera cuál es mi cometido en todo esto. Hasta ahora tan sólo he sido un peso muerto en esta condenada nave… y ni siquiera pude evitar que Benazir muriera estando a mi lado.

– Te he dicho que lo comprendo, y no estaba haciendo una frase hecha. Yo he pasado por algo similar, ¿sabes? -Las mandíbulas de Susana se pusieron tensas. Sus ojos empezaron a brillar.

– ¿Qué…? -empezó Lenov.

La etóloga sacudió rápidamente la cabeza.

– No quiero hablar más de eso. Solamente quería que supieras que comprendo perfectamente por lo que estarás pasando y… lo que pueda decirte no te aprovechará para nada.

– En eso te equivocas. -Lenov volvió a ponerse en pie-. Bueno… te agradezco mucho tus palabras. Y tu sinceridad.

– Espera…

– ¿Sí?

– Me habías preguntado por el curso de mi trabajo. ¿Todavía te interesa?

– Sin duda.

– Mira. -Le tendió un segundo par de anteojos, que Lenov se puso.

Ante él flotaba una recomposición más elaborada del ocupante del traje. Susana había añadido los ojos y las articulaciones de las aletas; con sus manos enguantadas, hacía girar la imagen como si se tratara de un globo lleno de gas.

– Desde luego es un traje espacial -manifestó Lenov-. No comprendo cómo pudimos ser tan obtusos.

– Todos nos engañamos -dijo Susana, manipulando la imagen-. Sin embargo, yo no hacía más que pensar en cómo serían los tripulantes. Hasta que, inconscientemente, empecé a ver la nave como un fósil. Como una concha. Un molde del cuerpo.

– Sí, ahora todo parece tan claro, tan obvio… ¿Has conseguido averiguar algo más? -Se acomodó en la silla.

– He analizado su estructura corporal, en especial la presión de su piel, deducida a partir del sistema de refrigeración y de la tensión para la que ha sido diseñado el interior del traje…

– ¿Conclusión?

– Conclusión, esa cosa es un gran zepelín.

– ¿Un zepelín?

– Sí, un zepelín. Probablemente sus músculos y órganos internos no son demasiado grandes, quizá no mucho más que los de una auténtica ballena; sus ojos no lo son, desde luego. Su cuerpo está hinchado, tal vez repleto de minúsculas celdillas llenas de gas.

Susana se quitó los anteojos. Lenov le imitó.

– ¿Tienes idea de cómo sería el medio ambiente de esta criatura? -preguntó.

– Júpiter. Estamos ante un ejemplo de lo que los naturalistas llaman evolución convergente. ¿Conoces el término?

– No en detalle.

– Es la explicación de que un ictiosario, un tiburón y un delfín, tengan un aspecto similar. Un medio parecido y una forma de alimentarse semejante les han hecho evolucionar por separado, aunque convergiendo hacia formas similares. ¿Recuerdas cómo se alimentan las ballenas?

– Claro, son filtradores. Capturan krill.

– Sí. En los gigantes gaseosos se forman, espontáneamente, compuestos orgánicos en las capas altas de la atmósfera, debido a la radiación ultravioleta solar. Estos compuestos se hunden con lentitud, hasta ser descompuestos por el calor y las altas presiones^de las capas más profundas de la atmósfera. Se ha especulado, desde hace mucho, con la posibilidad de que existiera vida en las capas intermedias.

– Aprovechando el… esto,plancton antes de que se pierda.

– Eso es. La criatura capaz de alimentarse de algo así debía de ser capaz de flotar en la atmósfera, y utilizaría una técnica de recolección parecida.

– Entiendo -asintió Lenov pensativo-. Quieres decir que la criatura que ocupó ese traje evolucionó en Júpiter.

– No, no lo creo.

– En ese caso, no entiendo.

Susana se pellizcó el labio inferior. Lenov le había visto hacer eso cada vez que buscaba las palabras adecuadas.

– Delfines y ballenas nunca habrían desarrollado una tecnología en un entorno marino. Y Júpiter es mil veces peor, rodeados por nubes de hidrógeno, sin superficie sólida, sin metales… No, esos seres no evolucionaron allí.

– ¿Dónde, entonces? -Lenov se había perdido.

Susana se volvió hacia la terminal del ordenador y pidió unos datos.

– Los marcianos los conocían, ¿recuerdas?

– Sí. Aunque no vi los hologramas originales, Ben… me mostraron unas grabaciones. Fue ese tal Markus quién les puso el nombre de Taawatu.

– Benazir pensaba que estas criaturas no eran reales, sino una especie de símbolo, o divinidad… de cualquier forma, eso importa poco, el caso es que los antiguos habitantes de Marte conocían su existencia.

– ¿Fueron contemporáneos?

– Eso mismo me pregunté yo, y pregunté a Kenji cómo podíamos averiguar la antigüedad de ese artefacto…

– La pila atómica -comprendió Lenov.

– Exacto. Yuriko metió una sonda en la mochila, que analizó lo que quedaba del material radiactivo.

– ¿Y…?

– Los marcianos se extinguieron hace quinientos millones de años. Esa cosa lleva ahí, al menos, esa cantidad de tiempo…

– ¡Demonios! ¿Fueron contemporáneos?

– Imposible saberlo con seguridad, nuestros instrumentos no son tan precisos; y un margen de error de un par de millones de años, es una cantidad apreciable de tiempo.

– ¡Desde luego!

– ¿Te das cuenta de la escala de tiempo de la que estamos hablando?

– Lo intento. ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Pedí a Kenji que soltara el resto de las sondas para explorar los anillos de Júpiter a conciencia. Creo que los ha situado en una órbita interior. Las sondas podrán diferenciar los restos de radiación de las mochilas contra el fondo de hielo de los anillos. Ahora que sabemos lo que buscamos, será sencillo hallar otros. Si los hay.

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