– Pero ¿no os dais cuenta de lo que ha pasado? -insistió Kenji-. El comandante ha muerto. Benazir ha muerto, ella diseñó esta misión. Hemos sido descabezados, aplastados. Ninguno de nosotros tiene capacidad para tomar una decisión así, no podemos hacer otra cosa que regresar.
Lenov dio un puñetazo en la mesa que los asustó. Susana le lanzó una mirada asesina.
– No -dijo el ruso-, no podemos volver ahora. Benazir diseñó esta misión, sí. Ella sabía que era vital que aprendiéramos sobre nuestros enemigos, si queríamos tener una posibilidad de sobrevivir. Dio la vida por esta idea y debemos completar su trabajo. Debemos viajar hasta Júpiter, tal y como ella había previsto.
– Eso representa perder un año en la ida, y otro para el regreso -dijo Kenji-. Las cosas se están desarrollando con demasiada rapidez. Cuando llegásemos hasta Júpiter, todo podría haber acabado en la Tierra.
– No podemos hacer otra cosa -dijo Lenov con obstinación.
– Podemos regresar ahora. Somos los únicos humanos con experiencia en luchar con esas cosas. Nuestros conocimientos son demasiado vitales…
– Experiencia -dijo Lenov con sorna-. ¡Ja!
Kenji le fulminó con la mirada.
– ¿Qué estás insinuando?
– Necesitamos mucha menos experiencia, y un poco más de valor.
Kenji se incorporó de un salto y se lanzó hacia el ruso, derribándolo de su silla. Shimizu se interpuso entre los dos hombres y logró contener al japonés.
– Estupendo, Vania -dijo Susana furiosa-, tú sí que estás resultando útil en esta misión.
– Lo siento -musitó el ruso mirando hacia el suelo-, hablaba sin pensar. Lo siento, Kenji.
El japonés ya se había tranquilizado, pero Shimizu seguía junto a él.
– De acuerdo -asintió-. Olvídalo, todos estamos muy nerviosos.
– Os diré qué vamos a hacer -dijo Yuriko-. Votaremos, que decida la mayoría. Pero entendedlo bien: una vez tomada la decisión, no podemos echarnos atrás. No vale cambiar de idea. Debemos asumir la decisión colectiva y atenernos a ella.
– Vamos, Yuriko -dijo Kenji-, eso es contrario a toda tradición…
– ¿Preferís solucionarlo a puñetazos? -dijo mirando alternativamente a los dos hombres-. No, ya veo que no.
– El comandante es quien decide -dijo Lenov.
– El comandante decide pedir una votación. Yo voto por continuar. ¿Shikibu?
La muchacha parpadeó sorprendida.
– Pu-pues… estoy contigo, Kenji, creo que deberíamos regresar.
– ¿Padre Álvaro?
– Regresemos.
– ¿Shimizu?
– Estoy con Vania. Continuemos con el plan previsto por Benazir.
– Eso representa un empate -dijo Yuriko-. Susana, tú decides.
La etóloga guardó un inescrutable silencio antes de decir: -Aún no sabemos lo bastante para regresar. -Muy bien, eso resuelve las cosas -concluyó Yuriko-. Debemos prepararnos, hay un largo viaje hasta Júpiter.
»… aquí en Marte son las tres de la madrugada… quiero decir, en esta banda horaria… así que debéis disculparme si no soy muy coherente…
»No es necesario decir que estamos consternados por la muerte de Benazir y los demás… Hemos deliberado sobre la misión y aprobamos lo que habéis decidido. Como recordarás, Yuriko… comandante Ikeda… los objetivos de la misma no se definieron con demasiado detalle, ya que nada sabíamos entonces sobre lo que ibais a encontrar. La opinión mayoritaria del Consejo de Seguridad es… no opinar. La verdad es que estamos en uno de esos puntos en los que todas las opciones parecen malas…
»La situación en Marte no es muy buena. No nos morimos de hambre o frío, pero no podemos distraer más recursos en otra aventura. Vosotros sois lo único que tendremos en bastante tiempo, quizás años. Me siento culpable por enviaros de este modo al peligro, pero… bien, yo también tengo mi cuota de responsabilidad. El comandante de la nave sólo tiene a Dios sobre él; yo no tengo esa suerte.
»Lo único que puedo mandar es información; por suerte, en Marte es un recurso inagotable. Al acabar este mensaje recibiréis varios paquetes de bits. Uno es un programa de ordenador para el control de la hibernación, que ha sido recientemente desarrollado, probado con éxito y mejorado. Otro es un conjunto de programas de control de la nave, que os permitirá emplear más tiempo en hibernación. Además, mantendremos un seguimiento más completo, pues he logrado una consignación mayor de personal y tiempo de ordenador…
»Solamente diré una cosa más: precaución. Y ya sé que es el consejo más innecesario jamás dado. Aquí control de misión Héctor Kilo Uno… ¿se dice así? fin de la transmisión.
– Vamos a ver… hmmm… excelente. La tensión bien. Corazón bien. A ver qué nos dice el hemoanálisis. Glóbulos rojos… hematócrito… hmmm… leucocitos… transaminasas… hmmm… reticulocitos… colesterol… hmmm… fosfatasa alcalina…
Susana se sentaba en una mesa de reconocimiento, envuelta en una sábana, mientras el sargento Walter Fernández, un hombre de unos cuarenta y tantos años e incipiente calvicie, mascullaba sobre la pantalla del autodoc. Finalmente levantó la vista, sonriendo.
– Está usted en buen estado físico.
– Gracias -dijo ella.
– ¿Quién le hizo la herida del costado, un pez espada?
– Un colega suyo. Neumotorax.
– Ya. Hm… diría que usted es buen fiambre. No se ofenda, es una vieja broma. Quiere decir que soportará la hibernación sin problemas.
Susana sintió un cosquilleo en el estómago. Fernández habló a través del intercom.
– Shikibu, te mando unos datos. ¿Qué opinas de…? -Se embarcó en una discusión técnica que Susana no se molestó en seguir.
Trató de imaginarse encerrada en una de aquellas cámaras, el frío glacial descendiendo sobre su cuerpo, con tubos clavados en sus venas, saturando su sangre de tardobolizantes y otras exóticas drogas para reducir sus procesos vitales al mínimo, soluciones anticongelantes que impedirían estallar a sus células, con electrodos en su cabeza para mantener una mínima actividad cerebral. Y yacer varios meses en un ataúd helado, para despertar y levantar penosamente la tapa, como un Drácula aterido de frío… si despertaba.
– Estoy de acuerdo -dijo la voz de la japonesa-. No te preocupes, Susana, pronto nos veremos de nuevo.
– ¿Empezamos?-dijo Fernández.
– ¿Ya? ¿Ahora mismo?
– Está en ayunas, es un momento tan bueno como otro. ¿Ha ido al servicio recientemente?
– ¿Qué? Oh… sí.
– Bueno. Así no habrá problemas con la vejiga y el colon. -Abrió una vitrina y seleccionó un inyector. Lo cargó con una ampolla-. Todo se hace con el paciente anestesiado. Se dormirá aquí y se despertará en la enfermería. Tiéndase, por favor.
Así lo hizo, y el sargento le puso la inyección en el antebrazo.
– No se preocupe, la despertaré unos días antes del encuentro, como usted desea; así podrá recuperarse.
– ¿Tardaré mucho en dormirme?
– No. Respire hondo. ¿Nota un olor raro?
Susana aspiró. Sintió un olor a algo volátil, como alcohol o acetona.
Aspiró de nuevo.