Ascendió hacia la escotilla de entrada, en el eje de rotación del tanque. Se asomó.
Ante sus horrorizados ojos, apareció la criatura más espantosa que jamás podría haber imaginado. Parecía un extraño crustáceo-gusano albino, como un morador de las profundidades abisales.
En un destello, recordó el lóbrego agujero del cometa y comprendió de dónde había salido. Cerró la escotilla, la bloqueó, y bajó a todo correr. La baja pseudogravedad tiró de ella lentamente. Tras ella sonó una explosión que lastimó sus oídos.
Su reacción fue instintiva: llegó al borde de la pasarela y saltó al agua. Se sumergió con un gran chapoteo. Cuando emergió, vio que el ser había descendido desde la escotilla reventada hacia la plataforma anular.
Avanzaba con lentitud, arrastrándose con dos pares de ridiculas patitas situadas en la parte inferior de su cuerpo. Parecía tener dificultades para moverse, quizás estaba herido.
El engendro trepó por la pasarela, hacia el eje de rotación del tanque… comprendió que no soportaba bien la gravedad, se movía con más vivacidad conforme se acercaba al centro de la pasarela.
Con horror, Susana vio cómo la criatura se erguía en el centro mismo, y apuntaba hacia ella el extraño brazo que colgaba de su pecho. Nadó frenéticamente hacia el otro extremo del tanque; sabía que no lograría llegar. La criatura disparó.
El teniente recibió la llamada de Joe Michaelson en el hangar, a través de su intercom portátil.
– ¿Qué ocurre, Joe?
– No lo sé, mi teniente; se han oído explosiones en la bodega. El sargento Fernández ha ido con Mike, a ver qué pasa.
– Voy para allá. Llama al puente e informa al comandante.
Okedo frunció el ceño.
– Manténganse en línea, Michaelson, e informe cuando sepa algo concreto.
Sintió una vaga desazón. Para un astronauta, como para un marino, su nave es más que su propia piel; de su integridad depende su supervivencia.
A ello había de unirse la inquietud que sentía hacia una nave que no podía controlar directamente. Ahora sus temores habían cobrado fuerza.
Yuriko y Kenji lo miraban, y leyó en ellos su misma inquietud.
– ¿Dónde está Shikibu? -Trató de mantener un aire de frialdad y autodominio. No podía consentir que sus subordinados le vieran vacilar.
– En el hangar con el teniente, inspeccionando las fijaciones de…
– Bien. Dejemos que permanezca con él. Si ha ocurrido un accidente en la bodega, la carga es de su competencia.
Se preguntó qué otra orden podía dar.
– ¿Qué te pasa ahora? -preguntó Benazir. -Ssshh… -Lenov puso una mano suavemente sobre sus labios-. ¿No oyes?
Benazir se incorporó y escuchó en la penumbra. El cuerpo de Lenov yacía junto a ella. Sus ojos brillaban como dos pequeñas esferas de cristal. Lenov encendió las luces y se dirigió hacia el interfono.
Pulsó varias veces el interruptor del aparato, sin obtener respuesta.
Oyó un distante ¡blam!
– Vania, ¿qué ha sido eso?
El ruso agitó la cabeza desconcertado.
– Parece una explosión…
Benazir se acercó a la puerta plegable, y pegó su oído contra ella.
– Se oyen voces -dijo.
Benazir intentó abrir la puerta. Pero ésta permaneció firmemente cerrada por el improvisado cerrojo de Lenov.
– Mierda -musitó la mujer mientras intentaba desenredar el alambre.
En la ingravidez no se puede correr; en este caso es mejor volar impulsándose en las paredes. Pero esto no era posible en el inmenso espacio vacío del hangar, so pena de quedar flotando desmañadamente.
Shimizu caminaba a grandes zancadas sobre sandalias adherentes, con Liz Thorn, Jenny Brown y Ozu Shikibu pisándole los talones. Mientras corría, trataba de comunicarse con Michaelson.
– ¡Mi teniente -dijo la voz de éste-, la nave está siendo invadida!
– ¿Cómo? Explícate mejor.
– Son… -lo interrumpió la voz jadeante del sargento Fernández-. Teniente, la bodega está infestada de… bichos, no sé cómo decirlo… cuentan con un arma de… nos disparan, han matado a cuatro de los nuestros…
Shimizu sintió la sangre helarse en sus venas.
– He bloqueado la escotilla a la bodega -explicó Fernández, un poco más calmado-.Johnston, Martínez y Katsui están a salvo. Los otros…
– ¡Háganse fuertes en la cubierta y resistan, ahora vamos! Puso la mano en la culata de su pistola. Era la única arma de que disponían los cuatro.
El padre Álvaro había abandonado su camarote, caminaba pegado a la pared del corredor, incapaz de decidir qué camino tomar. Había escuchado las explosiones, y había visto desfilar a aquellas criaturas semejantes a demonios frente a la puerta de su camarote.
Había despertado de una pesadilla horrible, sólo para verse metido en otra aún peor. Sabía que de ésta no podía escapar.
En el cubo de la cubierta, los guardias improvisaron una barricada ante la escotilla de la bodega, amontonando las cajas que habían estado transportando. Martínez, en cuyo rostro se notaba una mortal palidez, preguntó:
– ¿Resistirá?
Una explosión la hizo vibrar.
– Claro que sí, muchacho -trató de calmarlo el sargento-. ¿Y esas armas?
– Ahora las suben.
Okedo apenas podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿Alienígenas invadiendo la nave?
Miró en torno suyo. Los instrumentos resplandecían con luces rojas, amarillas, verdes, blancas, azules. Todo parecía tan normal…
– Eso dicen.
Yuriko exclamó:
– ¡Mirad! -señalaba un monitor.
La pantalla mostraba una panorámica del hangar. A través de la escotilla que comunicaba con el tanque, emergía una pálida horda de horrores. Las criaturas se elevaron y volaron en el inmenso espacio…
El teniente trató de detenerse, luchando con la inercia de su cuerpo. Las cosas agusanadas se movían con una soltura increíble, como si dispusieran de sus propios métodos de impulsión.
– ¡Sargento -voceó Shimizu por el intercom-, no podemos llegar hasta ustedes, iremos al puente!
La sirena de alarma retumbó en el hangar.
Las criaturas, algunas con sus bolsas de gas casi intactas, flotaban tratando de orientarse. Algunas de ellas divisaron a los pequeños mamíferos que corrían por la pared cilindrica y enfilaron hacia ellos. Otras descubrieron la escotilla axial.
Los ojos de Lenov se dilataron por el terror. Aquello había sonado como una ráfaga de metralleta. Y era en la cubierta…
– ¡Benazir, apártate de la puerta! -gritó, mientras saltaba hacia ella.
La mujer, se volvió hacia él, aún forcejeando con el alambre.
– ¿Qué…?
La puerta estalló en astillas que, junto con el cuerpo de Benazir, saltaron hacia dentro del camarote.
Lenov, alcanzado por la onda expansiva, fue lanzado contra la pared. Se levantó aturdido. Estaba cubierto de diminutos restos de la puerta… y de manchas rojo oscuro. Con horror comprendió que era la sangre de Benazir.
El cuerpo de la mujer yacía hecho un ovillo.
– No, no. -Lenov sintió cómo su corazón se detenía-. Jesús, no, por favor, no.
Se acercó a la mujer y empezó a darle la vuelta. Algo había aparecido en el quicio destrozado.
El franciscano apretó su voluminoso cuerpo contra el mamparo, como si intentara fundirse con él.
Ahora la explosión había sonado cerca, muy cerca. Quizás al doblar el corredor. Allí estaba el camarote que ocupaba Benazir, creyó recordar. Y había escuchado el grito de un hombre que reconoció como a Lenov. Sintió deseos de correr en su ayuda, ¿pero qué podía hacer él, desarmado como iba? Quizá, quizá, podría intentar comunicarse con aquellos seres de pesadilla. Si eran inteligentes podría hacerse entender…
Unos pasos sonaron cada vez más cerca. Corrían exactamente en su dirección. Pronto estarían sobre él, y no había tiempo, no tenía tiempo de prepararse para…
Sintió una mano apoyándose en su pecho.
– ¡Padre Álvaro!
Abrió los ojos, y reconoció a Martínez y a Kiyoko Fujisama.
– Amigos míos-musitó sin poder contener su alegría.
– Rápido -dijo Martínez-. Venga con nosotros.
Shikibu gritó al teniente:
– ¡Por la crujía!
– ¿Qué?
– ¡Por la jaula del montacargas! -La joven habló entre sus dientes castañeteantes, señalándola-. Quizá no nos vean…
– ¡Buena idea!
Los barrotes de la jaula eran lo bastante amplios como para que sus cuerpos pudieran entrar en ella. Los cuatro se introdujeron… justo a tiempo. Un proyectil silbaba en el aire y se estrelló contra la estructura, estallando.
Se precipitaron hacia proa, impulsándose en los barrotes. Shikibu, astronauta veterana, marchaba en cabeza. Shimizu no se lo iba a reprochar. Volvió la cabeza, para comprobar que Liz y Jenny lo seguían.
Susana podría haber muerto en aquel mismo instante. El monstruo les había lanzado una especie de diminuto misil que culebreó en el aire, variando su trayectoria, dirigiéndose finalmente en línea recta hacia ella. Susana fue incapaz de reaccionar.
Pero Semi la empujó, apartándola de la trayectoria. El diminuto misil giró casi en ángulo recto, evitando el choque contra la superficie del agua, y enfiló hacia ellas.
– ¡Toma aire! -gritó Semi, y casi al instante se sumergió.
Susana aspiró profundamente, giró sobre su cintura y elevó las piernas, sumergiéndose.
Una sorda explosión sonó tras ella, sacudiendo su cuerpo como un pelele. Susana giró sobre sí misma, empujada por la onda, envuelta por un torbellino de burbujas que resbalaban por su cuerpo, cosquilleándola como hormigas frenéticas, su cabeza parecía haber estallado a la vez que el misil. Tragó una bocanada de agua que la hizo toser. El aire había escapado de sus pulmones, necesitaba tomar aliento, ya no sabía dónde estaba arriba y abajo. Nadó desesperadamente hacia la parte más luminosa del tanque.
La criatura medía dos metros. Su cuerpo era traslúcido, de un repugnante color amarillento ceroso. En él, Lenov vio palpitar un confuso manojo de órganos internos. La cabeza era una excrecencia informe surgiendo de un gordo gusano. No tenía boca, pero en el interior de aquel cráneo semitransparente algo se retorcía frenético. Un puñado de malévolos ojos rosados ocupaban su centro y se clavaban en él. Se erguía sobre un par de raquíticas patas. Un segundo par mayor se extendía un poco más arriba.