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Aquí, por culpa de ustedes los Paí, sucedió todo lo contrario. ¿Se acuerda, provisor, de los comandantes que hacían pedir imágenes de santos para guardar las fronteras? Acaba de ver usted lo que le ha querido hacer el cura de la Encarnación a la viuda de mi centinela Arroyo. Asuntos de estipendios. Ruines asuntos.

El Paí-cura es el que ha hecho adúltero a este pueblo leal. Lleno estaba de inocencia, de natural bondad. ¡Si por lo menos lo hubiesen dejado vivir en su primitivo cristianismo! Ya el Antiguo Testamento narra las iras de Jehová contra Jerusalén agusanada de-escribas y fariseos. Narra las fechorías de los malos sacerdotes, delos falsos profetas. Si esto sucedía en los tiempos de Jehová con el llamado Pueblo de Dios, ¿qué miserias no iban a reinar en estas tierras que los católicos conquistadores y misioneros vinieron a reducir a un anticipado infierno para mayor gloria de Dios?

Al obispo Panes lo saqué de su silla en 1819, luego de muchos años de no querer cumplir sus obligaciones ni ejercer su ministerio. Su misma demencia, verdadera o simulada, no era sino el estado de su encono furioso contra los patriotas. ¡Ateo! ¡Hereje! ¡Anticristo!, ponen el grito en el cielo mis calumniadores clandestinos. ¿Qué hacen aquí abajo los curas? Nada más que espumar la olla de sus negras intenciones. Nadie conoce mejor que el cucharón el fondo de la olla. Des-ollé los cucharones de frailes y curas. Los saqué de sus madrigueras y cubiles de vergüenza y degradación. El comandante Bejarano, Excelencia, si me permite meter la cuchara, sacó por su orden los confesonarios a la calle y los repartió por la ciudad para garitas de los centinelas. ¡Lindos de ver, Señor, esos nichos de madera labrada y dorada de las calles! Los guardias sentados adentro, vicheando a través de los visillos de raso. Las puntas de las bayonetas caladas refucilando afuera a los rayos del sol. Muy satisfecho, riéndose difunteramente, Su Excelencia solía decir: ¡Ningún ejército del mundo tiene a sus centinelas en garitas más lujuriosas! Las mujeres seguían viniendo a arrodillarse ante las rejillas de los confesonarios-garitas queriendo confesar sus pecados. Denuncias. Quejas. Delaciones. Pleitos entre comadres. Alguno que otro grano quedaba a veces en el cedazo de la rejilla. El guardia-cura imponía la penitencia a las pecadoras en los zanjones y mandaba a los pecadores a la prevención más cercana. Un sin-jui-cio vino a confesar al centinela haber asesinado a Su Excelencia. ¡Yo quiero pagar mi culpa! ¡Quiero pagar mi crimen contra nuestro Supremo Gobierno!, gritaba para que lo oyera todo el mundo frente al Cuartel de los Recoletos. Le salía espuma por la boca. ¡Yo he matado a nuestro Karaí-Guasú! ¡Quiero pagar, quiero pagar, quiero pagar! ¡Quiero que me ajusticien! El centinela no sabía qué hacer con el loco. Vaya y dése preso en el cuartel. ¡No, yo quiero que me maten ahora mismo!, seguía gritando el loco. Saltó de donde estaba hincado. Se agarró a la bayoneta del guardia y la enterró en su pecho hasta la cruz. ¡Yo maté al Gobierno! ¡Ahora lo rematé!, fueron sus últimas palabras.

Es lo que digo, Céspedes. Tales son los endiablamientos que han producido en esta pobre gente los malos Paí. Todos practican el engaño. Luego intentan curar el quebranto, curar las heridas de mi pueblo diciendo: ¡Todo va bien! ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz! Pero esa paz no existe por ningún lado. Los curas no pastorean hombres en los prados del Evangelio. Pastorean demonios. ¿No acaba de afirmarlo el propio papa de Roma? ¿No acaba de enfatizar sobre la pluralidad espantosa del diablo? ¡El mismísimo pontífice! ¿Cuántos demonios sabía usted, Céspedes, que existían en el Nuevo Testamento? Sesenta y siete, Excelencia. No, provisor, anda atrasado en noticias demonológicas. El papa en su última bula, reproducida en La Gaceta porteña, ha afirmado que hay miles de millones de demonios. ¿Lo ha oído usted? ¡Miles de millones! Han proliferado más que la especie humana. ¡Vea usted qué fertilidad espermática la de satán! Ahora cada pecador ya no tiene un solo pobre diablo sino millones de poderosos, rijosos demonios. ¡Qué puede hacer un solo ángel de la guarda contra tantísimos malignos! ¿Estamos pues todos condenados sin remisión posible a dar de cabeza en el infierno? ¿Qué hacer contra el Príncipe de las Tinieblas? Por de pronto, suprimir el resto del aparato eclesiástico, que ha demostrado no servir en la lucha contra satán sino para echar con tanto gasto el culo a las goteras, como vulgarmente se dice. Desde la erección de la iglesia en el Paraguay en 1547, la industria del altar ha producido tantas riquezas, que parece fábula para mejor reír. He echado cuentas minuciosamente. Con la mitad de tales riquezas pudimos comprar tres veces todas las Yslas de las Yndias del mar Océano que están debaxo del gremio del Señor componiendo el ynmenso Aprisco de la Fe, según dice la bula de erección. La bula íntegra no se ocupa más que de las mandas estipendiarías, salarias, arancelarias, prebendarias, canonjiarias, calendarias y demás beneficios de todo el personal que debía cobijar el ynmenso Aprisco de la Fe. De las rentas annuas, doscientos ducados de oro, asignados a la mensa episcopal, quedando facultado el obispo para aumentarla, ampliarla, alterarla libre, lícitamente, cuantas veces le pareciera conveniente en su diócesis. A la dignidad de deán, ciento cincuenta libras. A las de arcediano y chantre, ciento treinta pesos. A los canónigos, ciento. ¿Qué hacen estos anacoretas? El arcediano, Excelencia, toma el examen a los clérigos que se han de ordenar. El chantre debe asistir en el facistol y enseñar a cantar a los sirvientes del coro. A los canónigos les toca celebrar misa en ausencia del obispo, y cantar las Pasiones, las Epístolas, las Profecías y las Lamentaciones. Bueno, bueno, Céspedes. Como no hay más prelados, coros, facistoles, y ya estamos hasta la coronilla de pasiones, profecías, epístolas pasquineras, lamentaciones infames: suprimidos los cargos. Suprimidas las cargas. ¿Me ha entendido, provisor? Nada más de canonicatos, acolicatos, prebendados ni fascistones de ninguna especie. Igualmente suprimidas las indignidades de racioneros a razón de setenta pesos cada uno; de medioracioneros a treinta y cinco rupias per capita. ¿Qué es esta canonjía de magistral? El que debe enseñar gramática al clero, Excelencia. Suprimido. ¿Y la de organista? El que tiene por obligación, Señor, tocar el órgano en las misas pontificales, a voto del Prelado o Cabildo. Es también el que con el deán ha de dar licencia a las personas que por causa de una necesidad expresa de sus órganos necesitan salir del Coro en el momento del Culto. ¡Vea, Céspedes, lo que se ha gastado desde 1547 a esta parte en esta gente yente viniente del coro al común! ¡Fuera! ¡Se acabó! A todos los ensotanados-ensatanados que hayan sobrevivido a la abolición de 1824, mándelos a trabajar en las chacras, en las estancias de la Patria. A los que por su edad o enfermedad no pudieran, intérnelos en los hospitales, asilos, casas de salud o de orates.

El único organista de verdad que surgió en el Paraguay, Modesto Servín. Tómelo como ejemplo, Céspedes. ¡Un genio! Jamás costó un real al Estado. Come su alma. De eso vive, y da a los más necesitados las mandiocas y maíces de su chacra, plantados por sus manos. Pudo ser organista en la Basílica de San Pedro. Prefirió ser fiel a su Patria tocando en el pobre templo de un pueblo de indios. Organista de Jaguarón. Maestro de primeras letras. Santidad última. El lugar donde nació ya debía estar consagrado. Suprimido el cargo. El que toque el órgano, que lo haga por gusto, con arte y por amor al arte al igual que Modesto Servín.

¿Hay más indignidades y oficios-desquicios eclesiásticos, Céspedes? Hay, Señor, el de pertiguero, el de mayordomo o procurador, el de tesorero, cuya misión es mandar cerrar y abrir la iglesia; hacer tocar las campanas; guardar todas las cosas del servicio; cuidar de las lámparas y cálices; proveer el incienso, luces, pan y vino y demás cosas necesarias para celebrar. Luego, Excelencia, la dignidad de perrero, el cual ha de echar a los perros fuera del templo y ha de barrer la Casa de Dios los sábados y vísperas de las fiestas que traen vigilia. ¿Cuánto le ha asignado la Erección al mariscalato de los perros? Doce libras de oro, Excelencia. ¿Sabe usted, provisor, cuánto gana un maestro de escuela? Seis pesos más una res vacuna por mes. ¿Sabe cuanto gana un soldado de las tropas de línea? Lo mismo, más el vestuario y equipo. Mande a los perros a trabajar en comisión con los efectivos de urbanos en las batidas annuas de perros de la ciudad, villas y pueblos. Ya están trabajando en eso, Excelencia. Desde la Reforma de la Iglesia introducida por el Supremo Gobierno, los perros colaboran en la batida y cacería de perros y son los encargados de sacrificar a los canes rabiosos que cada año son más en cantidad. ¿Cuánto gana usted, Céspedes? La dote y mensa del obispo por sede vacante, Señor. Más las de arcediano, chantre y canónigo. Más las raciones enteras y medias raciones que me corresponden por sustentar la carga del Hábito Pontifical y la Administración de nuestra Iglesia. ¡Me parece una barbaridad! Desde hoy percibirá usted la paga de un oficial del ejército. Todos los curas, cualesquiera sean sus oficios y maleficios, recibirán un salario igual al de los maestros de escuela. ¿Le parece bien, provisorio? Usted lo ha dicho, Excelencia. Acátese su Voluntad Suprema. ¿Qué hay de la llegada del nuevo obispo? ¿Nuevo obispo, Excelencia? No se me haga el desentendido, Céspedes. ¿O es que teme perder su silla bacante? No es eso, Excelencia; sólo que no tenía ninguna noticia de la llegada de ningún nuevo obispo. No es nuevo sino muy viejo. Se trata del opulento clérigo Manuel López y Espinoza, designado por el papa el año 1765. ¡Imposible, Señor! El doctor don Manuel López y Espinoza, nombrado obispo de esta Diócesis el año que Vuecencia menciona, tendría ahora más de ciento cincuenta años. Debe de haber muerto hace mucho tiempo. No, Céspedes. Estos obispos matusalénicos no mueren. ¿No finó el obispo Cárdenas a los ciento seis años? López y Espinoza está tardando en llegar porque lo transportan en silla de mano desde el Alto Perú. Viene acompañado por un ejército de familiares y esclavos. Trae consigo las cuantiosas haciendas que tenía en Trujillo, en Cochabamba, en Potosí y en Chuquisaca. Ganado. Carretas cargadas de lingotes de plata. Opulentia opulentísima. Lo último que he sabido de él es que ha desviado su lenta marcha por el Gran Chaco, abandonando la antigua ruta de Córdoba del Tucumán por temor a las guerrillas del Norte. He estado aguardando todo este tiempo su llegada. Indios guaykurúes adiestrados, soldados baqueanos, mis mejores vaqueros rastreadores patrullan desde hace años en su búsqueda todas las rutas probables del Chaco. Estoy seguro de que la silla gestato-ria-migratoria llegará a Asunción, aunque más no sea con el petrificado esqueleto de López Espinoza sentado en ella. No me interesa el írrito viejo. Desde ya, Céspedes, puede usted contar con la mitra, el báculo del prelado sesquicentenario, si aún continúa vivo. Si no lo está, encargúese de dar cristiana sepultura a la osamenta viajera cuando arribe a nuestras costas. Los bienes que traiga el patriarca episcopicio serán incorporados al patrimonio nacional, los que sumados a los ahorros que acabamos de hacer con el personal de la iglesia, podrán costear por sí solos el gran ejército que tengo proyectado en defensa de la soberanía de la Patria.

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