Ignacio Padilla
Cada vez que un autor latinoamericano publica una novela fundada en alguna de las muchas dictaduras que han marcado la historia del así llamado subcontinente, revive en el mundo literario la leyenda de una apuesta que, a fínales de la década de los sesenta, habría llevado a varios narradores ilustres a escribir novelas con ese mismo tema. Mucho menos romántica o provocadora, la realidad nos dice que en 1967 el mexicano Carlos Fuentes y el peruano Mario Vargas Llosa invitaron a varios de sus pares a escribir sendas estampas de dictadores latinoamericanos que a la postre formarían parte de un volumen irónicamente intitulado Los padres de la patria. No sé si por fortuna o por desgracia, aquel proyecto no llegó a feliz término, pero favoreció en cambio que tres de los autores invitados, el colombiano Gabriel García Márquez, el cubano Alejo Carpentier y el paraguayo Augusto Roa Bastos, nos deleitaran más tarde con tres obras maestras de la literatura vigesémica: El otoño del patriarca, El recurso del método y Yo el Supremo, respectivamente.
Justo es aclarar a este propósito que aquéllas no fueron las primeras ni las últimas novelas de la dictadura escritas en español: muchos años atrás, Ramón del Valle-Inclán había iniciado la tradición con su Tirano Banderas, al cual se sumarían obras como La sombra del caudillo, del mexicano Martín Luis Guzmán y El Señor presidente, del premio Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias. No me parece arriesgado afirmar que en cieña forma La fiesta del chivo, publicada recientemente por Mario Vargas Llosa, da la impresión de cerrar con broche de oro tan prodigioso ciclo, pero hay que reconocer también que las citadas novelas de García Márquez, Carpentiery Roa Bastos, escritas en plena efervescencia del boom de la literatura latinoamericana, son sin duda alguna la cumbre de una tradición cuyo tema, más que la dictadura en sí misma, es el poder en el sentido mas profundo y clasico de la palabra.
Por contraste con sus compañeros de ruta en la odisea de la novela de la dictadura, el paraguayo Augusto Roa Bastos (Asunción, Paraguay, 1917) ha sido siempre un autor más bien oscuro, inscrito a veces y a regañadientes en el fenómeno del boom, aunque con frecuencia marginado de éste por las singularidades de su historia personal así como de su bibliografía. Marcado como tantos otros por la narrativa de William Faulkner, Roa Bastos transita sin embargo por aguas literarias que, al menos en apariencia, no encajan del todo en las fuentes literarias más conocidas de la literatura latinoamericana del siglo XX. Lector ávido de las Hawthorne, Melvilley los iluministas franceses, y amigo personal de André Malraux y Jorge Luis Borges, el autor de Yo el Supremo hace gala en sus cuentos y novelas de una sobriedad de estilo que difiere dramáticamente del barroquismo con el que se suele asociar a la literatura de autores como García Márquez o de Carpentier. De ahí, entre otras cosas, que se le haya reconocido con el Premio Cervantes por tratarse de uno de los autores que con mayor claridad han impuesto el modelo cervantino sobre cualquier otra de sus influencias.
Aunque atípica en el conjunto de su amplia bibliografía, Yo el Supremo es considerada la obra maestra de Augusto Roa Bastos. Los hay quienes aún prefieren sus primeros cuentos o la más parca Hijo de hombre. No obstante, es en verdad dificil negar que en esta novela se encuentran no sólo las mejores muestras de su cosmovisión idealista o su enorme virtuosismo estilístico, sino su más importante y arriesgada apuesta estructural. Construida a modo de collage, Yo el Supremo es un auténtico catálogo de la amplia gama de formas y tiempos que para contar ofrece nuestro idioma. Cronologías, pasquines, memorandos, cartas, testimonios anónimos, monólogos en tiempos dislocados y polifonías de voces que se contradicen constantemente para contar una verdad sin cortapisas, esta novela de la dictadura es tan exigente como gratificante para el lector. Descrita por el propio autor como una intrahistoria en el sentido unamuniano de la palabra, Yo el Supremo es el relato del alma de una de las grandes figuras de la historia a partir de la visión de sus pobres gentes, de sus pequeños protagonistas, en fin, de las víctimas secretas de un tiempo y un lugar donde las singularidades del ejercicio del poder cicatrizaron profundamente en un escritor que muy pronto se reconoció como hijo de un padre autoritario y supo descubrir en su propia biografia, plagada de exilios, desencuentros, guerras y tiranías de toda índole, la historia colectiva de lo que hoy es el ser latinoamericano.
El protagonista de Yo el Supremo no es, como en otros casos, un dictador arquetípico ni una amalgama de todos los dictadores latinoamericanos. Por el contrario, se trata de un personaje histórico profusa y profundamente retratado con más respeto a la verosimilitud que a la satanización: José Gaspar Rodríguez de Francia, dictador del Paraguay a principios del siglo XIX, fanático, idealista, cruel y honrado hasta la monomanía, Minotauro en el laberinto del poder pero también marcado por el escrúpulo, por su afición a un singularísimo y muy estricto código ético que lo aleja del tirano común para convertirlo en una especie de antiquijote, un loco violento más parecido a melancólico Cárden i o de Cervantes que al propio Caballero de la Triste Figura.
No son el estilo ni la exacerbación maniática de la moral del Supremo lo único que hermana esta obra con su modelo cervantino. Detrás de este enorme fresco del poder, por debajo de sus soledades y sus paradojas, fluye una vez más la parábola íntima de la relación del amo y el sirviente bufonesco, que en este caso se encarnan en las figuras del dictador Francia y su secretario Policarpo Patiño. Sometida rigurosamente a una tradición que abandona la novela de la dictadura y se inscribe en la no menos significativa escuela que ha dado pie a binomios como los de Don Quijote y Sancho Panza, Holmes y Watson o incluso Guillermo de Baskerville y Adso da Melk, la pareja que constituyen el maniático Supremo con un asistente que conoce la verdad y la enumera tras la máscara de la estulticia, dan a la novela una consistencia que de otra forma se disolvería en la multiplicidad de las voces, tiempos y estilos que la conforman.
Ciertamente no es ésta la última vez en que Roa Bastos ha centrado su narrativa en la dictadura o en el poder. Presente de manera explícita en muchas de sus obras posteriores, como El fiscal, y en muchos de sus cuentos, aunque también implícita en su bibliografia desde sus textos de adolescencia, el poder y la tiranía son en gran medida el aglutinante de toda la obra del paraguayo. Si García Márquez ha escrito su obra como una sola y gran epopeya de la soledad, Roa Bastos podría hacer lo propio bajo el tema del poder, tal y como él mismo lo sugirió alguna vez: «El tema del poder, para mí, en sus diferentes manifestaciones, aparece en toda mi obra, ya sea en forma política, religiosa o en un contexto familiar. El poder constituye un tremendo estigma, una especie de orgullo humano que necesita controlar la personalidad de otros. Es una condición antilógica que produce una sociedad enferma. La represión siempre produce el contragolpe de la rebelión. Desde que era niño sentí la necesidad de oponerme al poder, al bárbaro castigo por cosas sin importancia, cuyas razones nunca se manifiestan». Estas palabras, creo yo, describen mejor que ninguna otra el valor de Y o el Supremo y la trascendencia que la obra de Roa Bastos puede y debe tener ya no s ó l o en América Latina, sino en un mundo que reincide aún en darle nombres nuevos a sus antiguas tiranías
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Yo el Supremo Dictador de la República Ordeno que al acaecer mi muerte, mi cadaver sea decapitado; la cabeza puesta en una pica por tres días en la Plaza de la República donde se convocará al pueblo al son de las campanas echadas al vuelo
Todos mis servidores civiles y militares sufrirán pena de horca. Sus cadáveres serán enterradps en potreros de extramuros sin cruz ni marca que memore sus nombres.
Al término del dicho plazo, mando que mis restos sean quemados y las cenizas arrojadas al río…
¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arrancada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos!
Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichea en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta es su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de la Independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más que chillar. No han enmudecido todavía. Siempre encuentran nuevas formas de secretar su maldito veneno. Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mí, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasquines en el Monte Sinaí, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!