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Arreciando las distinciones y los límites también le diría que, frente a esos atilas montaraces, me yergo humilde y me siento modesto. Jefe patriarcano de este oasis de paz del Paraguay, no uso la violencia ni permito que la usen contra mí. Digamos, en fin, aunque sea mucho y sólo por figura y movimiento de la mente, sentirme aquí un recatado Abraham empuñando el cuchillo entre estos matorrales del tercer día de la Fundación. Solitario Moisés enarbolando las Tablas de mi propia Ley. Sin nubes de fuego alrededor de la testa. Sin becerros sacrificiales. Sin necesidad de recibir de Jehová las Verdades Rebeladas. Descubriendo por mí mismo las mentiras dominadas.

Lado a lado, imposible compararme con ellos. Mas tampoco se me rebaja la honra aun si la transeúnte coincidencia con aquellos patriarcas fundadores la hubiéramos de establecer en relación de tiempo y lugar. Al fin de cuentas, también ellos tuvieron sus dificultades marcadas por nudos de cuarentenas. Moisés necesitó 40 años para conducir a su pueblo a la Tierra Prometida, y todavía andan vagando por ahí de Sión en Sión. Dimensión inalcanzable. El pobre Moisés pasó 40 días, que fueron otros cuarenta años, en el Monte Sinaí para recibir los 10 mandamientos que nadie cumple. Yo precisé menos tiempo; me han bastado 26 años para imponer mis tres mandamientos capitales y llevar a mi pueblo no a la Tierra Prometida sino a la Tierra Cumplida. Yo he logrado esto sin salirme del eje de mi esfera. Según la Biblia, el diluvio cubrió la tierra durante cuarenta días. Aquí, males y daños de toda especie diluviaron durante tres siglos y el Arca del Paraguay está a salvo.

En el Nuevo Testamento se lee que Jesús ayunó 40 días en el desierto y fue tentado por Satanás. Yo en este desierto ayuné 40 días y fui tentado por 40 mil satanases. No fui vencido ni me crucificarán en vida. Conque, ¡figúrese usted, provisor, si me preocupará la cabala cuarentaria!

Ustedes, tonsos clerigallos, hablan de Dios pintando sombras y bosquejando abismos en las ratoneras de los templos. No es creyendo sino dudando como se puede llegar a la verdad que siempre muda de forma y condición. Ustedes pintan a Dios en figura de hombre. Mas también al demonio pintan en figura de hombre. La diferencia entonces está en la barba y en la cola. Ustedes dicen: Jesús nació bajo el poder de Poncio Pilatos. Fue crucificado. Descendió a los infiernos. Al tercer día resucitó de entre los muertos y subió a los Cielos. Pero yo le pregunto: ¿Dónde nació Jesús? En el mundo, Céspedes. ¿Dónde trabajó? En el mundo. ¿Dónde pasó su martirio? En el mundo. ¿Dónde murió? En el mundo. ¿Dónde resucitó? En el mundo. Por tanto, ¿dónde están los infiernos? En el mundo, pues. El infierno está en el mundo y ustedes mismos son los diablos y diablillos con tonsura y la cola la llevan colgando por delante.

En la Biblia leemos que cuando Caín mató por envidia a su hermano Abel, Dios le preguntó: Caín, ¿qué has hecho de tu hermano Abel? Le preguntó, mas no lo castigó. Por lo tanto, si existe, Dios no castiga a nadie. El castigado es él, por enseñar la verdad. ¿Qué verdad? ¿Qué Dios? A esto es lo que yo llamo pintar sombras que nadie puede agarrar por largas que tenga las uñas, por más velas benditas que empuñen sus malditas manos.

Pese a todo yo no prohibí aquí ningún culto. Tampoco se me antojó crear el culto del Ser Supremo, que algunos débiles gobernantes tienen que entronizar en los altares abriendo el paraguas de la protección para el mañana. El Dictador de una Nación, si es Supremo, no necesita la ayuda de ningún Ser Supremo. Él mismo lo es. En este carácter lo que hice fue proteger la libertad de cultos. Lo único que impuse fue que el culto se sometiera a los intereses de la Nación. Promulgué el Catecismo Patrio Reformado. El verdadero culto no está en ir y venir, sino en comprender y cumplir. Obras quiero yo, no palabras, que éstas son fáciles y la obra difícil, no porque sea difícil obrar sino porque el mal original de la naturaleza humana lo tuerce y envenena todo, si no hay un alma de hierro que vigile, oriente y proteja a la naturaleza y a los hombres.

Lo que hice fue proteger la Iglesia Nacional contra los abusos de los que debiendo servirla y dignificarla la degradaban y envilecían con la relajación de sus vicios, la inmoralidad de sus costumbres. Ustedes los curas y los frailes vivían públicamente con sus concubinas. Lejos de avergonzarse, se vanagloriaban de ello. ¿Eh? ¡Ah! Ahí está el librejo de los Rengger y Longchamp. Testimonio en este aspecto insospechable. El prior de los dominicos, entre otros, cuenta Juan Rengo, le confesó alegremente en una reunión ser padre de veinticuatro hijos habidos con diferentes mujeres. ¿Cuántos ha engendrado usted, Céspedes? ¡Por Dios y la Virgen Santísima, Excelencia, me pone en un verdadero aprieto! Vuecencia sabe… Sí, que ha sementado más de cien hijos; la mayor parte, en las gentiles salvajes de Misiones, que usted tenía la obligación de cristianar, no de preñar. Muchos de estos hijos suyos revistan hoy en las tropas de línea custodiando fronteras. Más dignos que usted. Aquí, en la capital, no diré que mi vigilancia ha logrado volverlo casto. Al menos ha morigerado un tanto sus lujuriosos pujos. ¡Si todavía lo hiciera para desafiar las reglas del derecho canónico con las reglas del derecho de pernada! Los secuaces de la tonsura han enderezado aquí ambos derechos en la torcida sensualidad de sus bragas. Lo que no tiene disculpa. En 1525 Martín Lutero casó con una monja. Me casé, alegó don Martín, no por amor, sino por odio a unas reglas repodridas de vejez. Hubiera podido abstenerme, ya que ninguna razón íntima me obligaba a hacerlo. Pero di el paso para mofarme del diablo y sus esbirros, de los príncipes y de los obispos, de los inventores de estorbos, al comprender que ellos eran lo bastante locos como para prohibir el matrimonio de los sacerdotes. Con gusto provocaría un escándalo aún mayor, dijo don Martín, si supiera que hay otra actitud con la que puedo complacer a Dios y poner fuera de sí a mis enemigos.

No estruje el rollo, Céspedes. Acepte sus culpas como yo las mías. En esta confesión ex confessione hemos de absolvernos mutuamente. Excelencia, mi gratitud será eterna por su magnanimidad bondadosísima. Honor que me ha hecho de haber internado a estas pobres almas en la Casa de Muchachas Pobres. La Casa no se llama ahora así, Céspedes. Ya no hay pobres en el Paraguay. Usted sabe que por Auto Supremo la Casa se llama ahora de Recogidas y Huérfanas. ¿Qué son sino huérfanas, aunque estén vivos sus padres? Huérfanas, pero no pobres. Hijas adoptivas del Estado. Los hijos no tienen por qué cargar las culpas de sus padres.

Por otra parte, a usted también le consta, yo no confisqué los bienes, los conventos, las innumerables propiedades de la iglesia con el fin de heretizar el país. Lo hice para cortar las alas a los relajados servidores de Dios que en realidad se sirvieron de él en la crapulosa vida que llevaban a costa del pueblo ignorante. Por poco no paseaban por las calles sus gordas humanidades in puribus. Ya no regían para los tonsos regulares e irregulares ni siquiera el pudor y menos la vergüenza. Para qué el hábito talar si estos tales entraban a talar vientres por doquier y a cualquier hora. ¿Cómo bajaban al río los monjes para tomar su baño, Patiño? En cueros, Excelencia. ¿En algún lugar recoleto? No, Señor, hacia el desaguadero de la Lucha, en el riacho lleno siempre de lavanderas. Vea usted, Céspedes. A más de uno de sus secuaces, pirañas y palometas trozaron el miembro incélibe. Subían ensangrentados. Lo que al parecer no los condenaba al celibato forzoso pues al poco tiempo, como si les hubiese reverdecido el muñón, volvían a hacer de las suyas. ¿No debía tomar medidas el Gobierno contra estas inequidades? ¿Es esto haberse levantado contra Dios? ¿No era acaso protegerlo contra los agravios más negros de la clerigalla?

Cuando al obispo Panes se le prevaricó el cerebro, ¿qué hacía el dementado, Patiño? Por los días de aquella época, Señor, sabía venir a molestar a Su Excelencia todos los días queriéndole hacer creer que tenía enjaulado al Espíritu Santo en el sagrario de la catedral. Afirmaba que el Dios-Pájaro le dictaba sus pastorales y humillas, y que el obispo en persona era quien las copiaba con una de las plumas que arrancaba a las alas del Espíritu Santo. La última vez, a un nuevo pedido de audiencia, Su Merced me ordenó decir al obispo que si el asunto era hablar otra vez sin ton ni son del Palomo Trinitario, lo mandara asar y lo comiera. Que un buen pichón como ése tendría la suficiente virtud para sacarle de la cabeza todo el vapor de locura que había allí amontonado, y que si eso no bastaba para curarlo, que se buscara una querida como los otros frailes, que no iban a los bailes pero que se quedaban con la mejor parte. Salvo error u omisión en la cuenta, eso fue lo que pasó, Señor, y yo me lavo las manos. ¡Ah imbécil y malvado Patiño! Todo lo trabucas y confundes. Tienes la horrible palabra del idiota. No te mandé decir al obispo insano que asara el Palomo Trinitario y se lo comiera. Te ordené decirle que hiciera sajar en dos un pichón y se lo aplicara en forma de emplasto a la cabeza. Sabes muy bien que ése es el remedio que se usa aquí y en otras partes para extraer los malos humores del cerebro. Un pichón, cualquier pichón. ¡No el Espíritu Santo, sacrilego idiota! Lo de la querida fue agregado por ti, mulato irreverente, vocinglero canalla, en la burla a ese pobre viejo casi nonagenario. No te mandé que le dieras ese grosero mensaje. Te ordené decirle que yo no era un ocioso como él para recibirlo a cada rato, y que si quería que anduviésemos bien, se ocupara de sus asuntos, salvo que prefiriera ser relevado de la silla. Después se han avanzado a calumniarme de que yo lo hice envenenar con las botellas de vino de misa que le envié como obsequio. ¡Excelencia, por Dios, la sombra de esa duda ha quedado suficientemente aclarada! La muerte de S. Ilma. sucedió a causa de su mala salud y más que avanzada edad. Cuando murió el obispo, ¿qué encontraron en el sagrario? Telarañas, Excelencia. Vea usted provisor, ¡qué tenue el esqueleto del Espíritu! Yo no hice más que confiscar los bienes de la iglesia. Limpiarla de la horda impura que la poblaba. Limpié las ratoneras de los conventos. Los convertí en cuarteles. Mandé derribar y quemar los derruidos templos. Dejé intacto el culto. Respeté los sacramentos. Destituí al obispo demente. Lo puse en la silla a usted, que sin ser el mejor tampoco era el peor. Pues aun cuando el Gobierno ha dejado de ser católico debe seguir respetando la fe religiosa, con tal que sea honrada, austera, sin malicia, sin hipocresía, sin fanatismo, sin fetichismo.

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