– No, si no dormía -dijo Tomatis, con voz soñolienta.
– Che, Tomatis -digo yo-. Dice el señor que no te duermas.
– Apenas suba la orquesta típica -le prometió el tipo a Tomatis- voy a bailar un tango.
– Perfecto -dijo Tomatis-. Está en su casa.
– Pero como se bailaba en mis tiempos -dijo el tipo.
– Mejor todavía -dice entonces Tomatis-. Nos trasladaremos gracias a usted a los limbos de nuestra tradición.
En eso Barra da un golpe suave sobre la mesa y con la palma de la mano.
– Creo que me voy a ir -dice.
El tipo estaba por alzar su copa de vino de sobre la mesa en ese momento; se volvió rápidamente hacia Barra.
– ¿Se va? Pero no mi amigo, quédese -dijo sacudiendo pesadamente su flaca mano ante el rostro de Barra. Ahora vamos a pasar un buen momento. Ahora va a ver cómo se baila el tango de puro corazón. Este punto -se golpeó el pecho suavemente con la palma de la mano- va a dar cátedra esta noche.
– Es que mi mujer me espera -dice entonces Barra.
– Ah, si se trata de eso -dijo el tipo con suma gravedad- yo no voy a retenerlo, viejo, se lo puedo asegurar.
– Pero no -salta Tomatis -si no tiene nada que ver la mujer con el asunto.
– Realmente -dice el tipo-. Si el hombre es casado y tiene sus obligaciones.
– Qué va a tener obligaciones -dice Tomatis- si es un atorrante. Dígale que se quede. -Se volvió hacia Barra-. Me extrañaría mucho de vos, Alfredo -dijo- hacer un desprecio al hombre justo cuando va a bailar el tango de puro corazón.
– Había un patio que le decían la "Glorieta" -dice el tipo-. Yo he estado bailando veinticuatro horas seguidas, sin parar, con la misma pareja. Empezamos a la tardecita de un sábado y terminamos el domingo a la noche.
– Una especie de fakirismo -dice Tomatis.
El tipo ni siquiera lo oyó; se inclinó trabajosamente hacia la mesa y alzó su copa; bebió un trago largo, minucioso, y se quedó con la copa en la mano.
– ¿Actualmente? -dijo-. Por favor. Qué me van a decir a mí de diversión.
Quedó en silencio, como ofendido.
– Bueno -dijo Barra-. Me quedo. Siempre y cuando esta noche no trate de batir su propio record.
El tipo le dio una fuerte palmada en la espalda.
– Así me gusta -dijo.
Pancho apareció de golpe junto a la mesa.
– Habiendo cumplido con las exigencias impuestas por el más inevitable de los tiranos, el cuerpo -dijo, corriendo la silla con el fin de sentarse-Pancho regresa ahora para continuar solazándose en compañía de sus viejos camaradas.
El tipo terminó de beberse su vino y dejó la copa vacía sobre la mesa.
– Claro que sí -dijo-. Todos somos camaradas, muchachos.
Inmediatamente abrazó a Pancho. Este lo palmeó.
– Pancho tiene el placer de expresar su solidaridad con un representante de la vieja generación -dijo.
– Ahora el señor Gorosito va a bailar con el objeto de demostrar qué hacían durante todo el tiempo nuestros gigantes padres mientras los ingleses desembarcaban en la Patagonia.
El tipo se puso de pie, tambaleándose, tocándose el sombrero.
– A ver -gritó hacia el escenario desierto-. Música, maestro.
Se oyó una risa de mujer en el fondo del salón, detrás mío. El tipo se volvió en esa dirección, miró un momento, alzó la mano con un gesto de ligera perplejidad, y en seguida se echó a reír.
– Un momento, muchachos -dijo. Avanzó hacia la mujer que continuaba riéndose, con tensas carcajadas de expectativa. Me di vuelta y observé en el fondo del salón un grupito de chicas y dos o tres tipos, distribuidos en dos mesas. El tipo se paró junto a la mesa de las chicas, se inclinó hacia ellas y comenzó a hablar en voz baja; su voz se oía como un pesado y trabajoso murmullo. Las chicas respondían con amplias carcajadas. Dejé de mirar.
– No hay ninguna pelirroja a la vista -dice Pancho entonces, apenas me doy vuelta.
– ¿Te fijaste en el bar? -le digo-. Es adicionista.
– No está; hay una vieja -dice Pancho.
– Tal vez esté franco hoy -le digo-. ¿Qué día es? ¿Jueves?
Barra y Tomatis conversaban en voz baja; Barra se hallaba inclinado hacia Tomatis, y escuchaba con la cabeza puesta de perfil hacia él. Tomatis hablaba sin moverse, como en medio de un plácido abandono. Yo alcanzaba a oír fragmentariamente algunas palabras: "…el viejo Borges", "…fantasía…", "…mayor oposición…"; en un momento dado desvié la cabeza hacia ellos, mirándolos un momento, y vi que Tomatis se acomodaba sobre la silla, como invadido por una súbita energía, y sacudiendo el índice en un ademán vagamente didáctico, dijo, con un tono casi despectivo: "…en su plenitud recoge mágicamente".
– Jueves, sí -dijo Pancho.
– Bueno, a lo mejor está franco hoy -le digo entonces. Y él me dice, paseando la vista por el salón largo y rectangular:
– Estas mujeres van de un lado a otro.
– No -le digo-. Pero la colorada es de aquí. La he visto muchísimas veces por la calle.
– ¿Es homosexual? -pregunta Pancho.
– Anda siempre con una cantante del "Bambú" -le digo-. Viven juntas. Y ella tiene un aire raro. Por supuesto que juraría que es lesbiana. Ya sabes cómo son las mujeres.
– Un exceso en la búsqueda de independencia social -dice Pancho.
– No seas tonto, hombre -le digo yo.
Pancho alza su copa de vino y bebe un trago. Busca al parecer cigarrillos en el bolsillo de su saco.
– ¿Tenés un cigarrillo? -me dice.
Saco el paquete y le doy uno; dejo el paquete sobre la mesa; enciendo el encendedor ante el rostro de Pancho. Este se inclina, con el cigarrillo sesgado en los labios y aproxima el extremo del cigarrillo a la llama. Al chupar la llama crece, y su rostro rasurada, a la luz viva, parece hecho de una áspera roca trabajada descuidadamente. Las cuencas de sus ojos se llenan de sombra. Su amplia frente, un poco húmeda, refleja resplandores recibidos de un modo indirecto. Se echa hacia atrás, lanzando humo por la boca; apago el encendedor y lo guardo en mi bolsillo.
– Nada de tonto -dice Pancho, fumando y mirando la brasa de su cigarrillo-. Es el resultado de su independencia social, y casi siempre…
– ¡Muchachos! ¡Muchachos! -se oye la voz del tipo detrás mío, mezclada a las ásperas y prolongadas risas de las mujeres.
Pancho alza la cabeza hacia él, por encima de mi hombro.
– ¿Eh? -dice-. Sí, hombre, sí. Ya va -y agrega por lo bajo, mirándome-: Este tipo ya me tiene hasta la coronilla. -Vuelve a mirarlo-. En seguida, don -dice en voz alta.
– No tiene nada que ver una cosa con la otra -digo yo.
En ese momento los músicos comenzaron a subir lentamente al escenario.
– ¡Muchachos! -gritó el tipo, detrás mío. Y en seguida comencé a oír sus pasos arrastrados aproximándose a la mesa. Inmediatamente estuvo parado entre Pancho y yo. Nos puso un brazo en el hombro a cada uno y comenzó a cabecear hacia la mesa de las chicas.
– Ahora voy a bailar con una morocha -dijo.
Fue hasta su propia mesa y trajo consigo el baldecito de hielo con la botella de vino adentro.
– Para tomarlo entre los amigos -dijo, guiñando repetidas veces los ojos, que brillaban en la penumbra como dos amarillas brasas húmedas, con vetas rojizas. Estaba de pie, oscilando ligeramente, con las piernas abiertas, agarrando el baldecito por el borde con una mano y sosteniéndolo por la base con la palma de la otra.
– Muchas gracias -digo yo-. Ya hemos tomado.
– No faltaba más -dijo el tipo-. Somos todos camaradas, muchachos. Lo que es de uno es de todos. -Se inclinó, un poco bruscamente, de modo que una gota de agua fría, del interior del baldecito me dio en pleno rostro-. Y ahora voy a bailar con una morochita, un kilo y medio la piba -dijo. El baldecito se halla peligrosamente inclinado hacia mí.
– Sin duda -dije, empujando el baldecito por el borde para enderezarlo. El tipo advirtió mi gesto, echándose ligeramente para atrás.
– Perdonen, muchachos -dijo-. No quise ofender. No faltaba más. Estoy un poco, ¿eh?, ya me entienden.
Decidió palmearme, con el objeto de mostrarme su gran afecto, de modo que separó la mano que sostenía el baldecito por la base y me dio dos golpe -citos cariñosos en el hombro, resultando que el baldecito, agarrado con una sola mano por el borde, se inclinó nuevamente hacia mí, en un ángulo peligroso. Cerré los ojos. Cuando sentí que retiraba la mano del hombro volví a abrirlos comprobando que colocaba nuevamente la mano bajo el baldecito.
Ahora los músicos revisaban lentamente sus instrumentos, recogiéndolos del suelo; el pianista se hallaba ya sentado frente al viejo piano vertical y tocaba distraídamente unas notas. El tipo volvió rápidamente la cabeza hacia el escenario.
– "La cumparsita", maestro -gritó.
Nadie le hizo caso.
– Eh -repitió- "La cumparsita".
Las chicas rieron detrás mío. El pianista miró hacia el salón pero al parecer no vio a nadie y continuó probando su piano.
– Eh, maestro -dijo el tipo encaminándose hacia el escenario, con el baldecito en las manos-, A pedido: "La cumparsita".
Cuando se alejó unos metros oímos el ruido de un chorro de agua chocando contra el suelo. El tipo se detuvo.
– "La cumparsita" -gritó tímidamente desde donde estaba. Por el tono de su voz se advertía de que tenía conciencia de haber metido la pata, e insistía para arreglar un poco las cosas. La camarera rubia se aproximó rápidamente a él y le dijo algo en voz baja.
– No -respondió el tipo con su voz pesada-. Yo quería que tocaran "La cumparsita".
– De acuerdo, señor. Perfectamente. Pero vaya y siéntese -oí decir a la camarera.
Todos los presentes mirábamos hacia el tipo y la camarera.
– Sí -dijo el tipo con voz tímida y apagada-. Pero yo quería…
– Comprendo -dijo la camarera- Pero ahora va y se sienta.
El tipo volvió, con el baldecito en la mano, y al pasar frente a su mesa lo dejó sobre ella, al parecer olvidando por completo la invitación que nos había hecho un momento antes. Después se aproximó a Pancho y cabeceando hacia el lado del escenario le dijo:
– Son unos hijos de puta.
– Sin duda alguna -convino Pancho.
El tipo siguió viaje hasta la mesa de las chicas, ubicada en el fondo del salón, detrás mío. En el escenario los músicos, el violín, el bandoneón y el piano, terminaron por fin de acomodarse, quedando inmóviles por un momento: el primero se hallaba de pie en el extremo opuesto del escenario en que estaba el piano, el bandoneonista sentado entre los dos. No alcancé a distinguir cuál, dio dos golpes con su zapato en el piso de madera, y en seguida comenzaron a ejecutar "La cumparsita".