Amparo despertó alrededor de las cinco de la tarde. La ventana de la habitación del hotel que daba a la calle se hallaba cerrada, pero a través de la claraboya sobre la puerta, del otro lado de la habitación, frente a la cama, penetraba una luz gris, sin destellos, que producía en la habitación una claridad relativa. La puerta daba a la galería del primer piso. Del cuarto vecino llegaba el apagado rumor de un ventilador. Primero Amparo abrió los ojos (estaba echada de espaldas sobre la cama, un brazo cruzado blandamente sobre el pecho), vio el cielorraso, en esa porción de su superficie que se mostraba agrietada y manchada por la humedad y volvió a cerrarlos durante un lapso incalculable, sin saber si se hallaba despierta o dormida. Cuando tuvo conciencia nuevamente y se consideró completamente despierta, oyó el zumbido del ventilador en la pieza vecina, supo de qué se trataba, y abrió los ojos otra vez, sintiendo de inmediato la espalda y los brazos húmedos por la transpiración, la nuca caliente y pesada y ese gusto entre amargo y áspero, y algo seco y maloliente, que sienten en la boca cuando despiertan las personas que trasnochan demasiado. No se movió cuando estuvo despierta. Solamente sus ojos, unos ojos grandes, cálidos y oscuros, de los que Amparo solía decir con un orgullo un poco irónico que jamás se los había pintado, vagaban lentamente por el cielorraso, desde la porción de su superficie agrietada y manchada por la humedad hasta la trabajada y amarillenta moldura central de la que pendía el negro cable pringoso de la luz eléctrica, y de allí hasta las pequeñas rosetas de las esquinas de una de las cuales se había desprendido un fragmento en otro tiempo dejando como rastro visible de su paso una porción más áspera y más blanca, muy pequeña, que contrastaba con aquella lisa y amarillenta superficie. El resto de su cuerpo permanecía quieto. En seguida oyó también, viniendo desde el exterior, las bocinas de los automóviles y el súbito y metálico campanillazo de los tranvías. Hacía mucho calor. Era pleno enero. Pero Amparo, observando la calidad de la luz que penetraba en la habitación a través de la claraboya de la puerta que daba a la galería del piso alto, dedujo que se estaba formando una tormenta, una de esas pesadas, rápidas y sombrías tormentas de verano que impregnan la atmósfera de un peligroso tinte verde, y cuya amenazante preparación excede en gran medida a las consecuencias reales que produce.
Estaba vestida con una combinación sobre las prendas más íntimas, y uno de los breteles se había deslizado hacia el brazo desde su reluciente hombro moreno. El chico dormía a su lado: salvo una bombachita blanca, se hallaba completamente desnudo, uno de los pequeños brazos doblado cerca de la cara, la mano cerrada. Dormía al parecer con una gran placidez. Amparo desvió la cabeza y lo miró. La expresión de su rostro no se modificó al dirigir la mirada a su hijito. Más bien adquirió una ligera dureza que cuajó en sus facciones durante un momento, aristándolas, haciéndolas como más filosas, hasta que fluyeron nuevamente, dando paso a una expresión que si en un principio pareció sombría fue volviéndose, poco a poco, como nostálgica o como melancólica.
Estuvo alrededor de quince minutos recostada, inmóvil, pensando. Después se levantó, dio unos pasos sin finalidad por la habitación, descalza, y en seguida se vistió con un batón sencillo, floreado y algo viejo, que abrochaba en la parte delantera mediante una hilera de grandes botones blancos. Fue y abrió la ventana: la verdosa claridad exterior, una luz profunda y penetrante, de tormenta, iluminó de inmediato la habitación. Asomándose al balcón espió el cielo: unas pesadas y grandes nubes de un azul metálico lo cubrían totalmente, cernidas sobre la ciudad, inmóviles e implacables como un sólido monumento. Entre los ásperos e informes nubarrones destellaban ya unos débiles relámpagos. Permaneció un momento apoyada sobre la balaustrada de concreto, mirando el cielo y la ciudad de casas grises o blancas, de uno o dos pisos. Aquí y allá se destacaban con unos colores más fulgurantes y vivos en medio de la atmósfera húmeda, los edificios más altos: monoblocs de ocho o diez pisos, de fachadas de un blanco deslumbrante, verdes persianas, y unos toldos de lona anaranjada sobre los balcones idénticos. El aire estaba quieto, pero con una quietud que olía a provisoriedad, a preparación, como uno puede decir que una granada está quieta por dentro antes de estallar. La calle era toda gris ocho metros más abajo; y entonces Amparo contempló durante un momento el paso de la gente, de los automóviles y de los ruidosos tranvías, apoyada con aire pensativo sobre la balaustrada de concreto, hasta que recordó que ni siquiera se había lavado la cara al levantarse, y que su escotado batón floreado no era la prenda más adecuada para asomarse a la calle a las cinco de la tarde. Entró nuevamente a la habitación, se lavó la cara en la pequeña pileta (rajada también, sostenida por un caño que se hundía en el piso de madera) y después se detuvo un momento a arreglarse frente al espejo del ropero. Comenzó a peinarse con una rápida pericia, no con un peine común sino con un cepillo de plástico de duros dientes que chasqueaban al deslizarse con dificultad sobre su áspero cabello oscuro. Al mirarse con mayor atención en el espejo, Amparo fue moviendo la mano con una lentitud cada vez más marcada, hasta que, aproximándose un poco más a la lisa superficie en que estaba reflejándose, la expresión ce extrañeza y atención hacia su propia figura aumentó en su rostro, y detuvo el movimiento de la mano por completo. Hacía tiempo que no se contemplaba: ahí estaba su rostro: los grandes ojos cálidos, el óvalo moreno de su cara rodeado por el áspero pelo corto, aquella nariz recta y dura, un poco fría, que contrastaba con los ojos y creaba el equilibrio necesario dando como resultado una expresión de gravedad, una gravedad y una tensión discreta ocultando, según Amparo pensaba de sí misma, un corazón apasionado. Pero no eran esos rasgos, tan familiares y extraños al mismo tiempo, los que llamaron la atención a Amparo, sino una expresión de su boca, una expresión que ella no conocía, o no había visto antes, consistente en una leve torción del labio inferior, en el lado derecho, junto a la comisura, viniendo a cambiar de un modo completo la atmósfera de su cara. Sus labios eran, aunque un poco anchos, agradables: eran el otro tono cálido de su cara. Pero esa torción, no advertida anteriormente, los había vuelto rígidos, tensos y duros. Continuó peinándose. "Los años pasan", pensó Amparo. Y recordó cómo, cuando joven, sabía sostener que una bailarina debe retirarse de su profesión a los treinta años cuando mucho, recordando asimismo que ella iba ya por los treinta y cuatro y continuaba bailando cada noche en clubes nocturnos de baja categoría, en toda la república. Terminó de peinarse, dejó el cepillo sobre la mesa de luz y miró a su hijo. El chico abrió los ojos, le devolvió una demorada mirada de entresueño placentero y abúlico y volvió a cerrarlos. "Comer y dormir", pensó Amparo, "lo mismo que su padre". El padre del chico era un músico en desgracia que había vivido con ella un tiempo, en Buenos Aires. Cuando Amparo quedó embarazada (el médico le había advertido un tiempo antes que otro aborto sería sumamente peligroso para su vida) el músico, que había estado viviendo a costillas de Amparo todo el tiempo que estuvieron juntos, desapareció del hotel sin dejar rastro. El chico era rubio, de piel muy blanca y sonrosada, como el padre. Era además muy parecido físicamente a él. Al ver a su hijo, Amparo lo asociaba de un modo mecánico a la persona de su antiguo amor, y eso la inducía involuntariamente a tratar a la criatura de un modo no se diría frío o duro, sino algo áspero, como suelen tratar esas mujeres demasiado independientes a los hombres que dominan.
Amparo sacudió levemente al chico.
– Vamos, vamos -dijo.
El chico abrió los ojos y sonrió. Quedó acostado con los ojos abiertos, mirándola, y en seguida dejó de sonreír para hacer un gesto de pereza, indiferencia y desgano.
– Vamos, que hay que bañarse-dijo Amparo.
El chico no respondió. Amparo se separó de la cama, abrió el ropero, y sacó unas prendas del niño y una toalla de baño.
– Vamos, vamos, haragán -dijo Amparo, con aire pensativo, de un modo mecánico, mientras cerraba el ropero. Alzó al niño, que se apoyó sobre su hombro cerrando los ojos, y abriendo la puerta salió al pasillo del primer piso: era un largo pasillo con un amplio ventanal que daba al pleno cielo. En sus extremos se hallaba recogida una cortina de lona anaranjada con lunares blancos. El cielo visible desde allí era todo un enorme nubarrón oscuro, de un azul humo, pesado e inmóvil. Amparo fue hasta el baño, una puerta más pequeña que las pertenecientes a las habitaciones, y entró con el niño. El baño carecía de ventanas y claraboyas, de modo que debió encender la luz. Había un olor pesado y caliente en el interior, una mezcla de vapor húmedo y excremento. Bañó al niño, que al entrar en contacto con el agua se reanimó por completo, lo secó allí mismo, y después, envuelto en la amplia toalla de un color amarillo pálido, lo llevó de regreso a la habitación y lo dejó sobre la cama, desnudo y sonriente, y el chico aguardó en una cómoda y tranquila actitud, las rubias piernitas cruzadas, los brazos extendidos, que su madre lo vistiera. Amparo lo secó nuevamente, le espolvoreó con talco el culito y las entrepiernas, y lo vistió con un ajustado pantalón rojo, una remera blanca, y unas zapatillas livianas de suela de goma. Mientras su madre lo vestía, el chico se tocaba la nariz con el dedo, mirando con una relativa curiosidad a uno y otro lado, o hacía alguna pregunta, por ejemplo: "¿Cómo se llama esta ciudad"?, o bien, "¿dónde vamos a ir, mami?", o tranquilamente, mirándola con sus pequeños ojos azules (los ojos de su padre): "¿Por qué nos quedamos aquí, mami?"
Después Amparo llevó al chico al balcón y lo dejó allí. El balcón era una pequeña balaustrada de material, sostenida por unas bajas columnas panzonas; había un espacio regular entre una y otra. El chico se acomodaba entre dos balaustres y miraba desde allí la calle. Amparo aprovechó para espiar ella también un rato más, antes de ir a cambiarse. Primero fue nuevamente a la habitación, encendió un cigarrillo, y al pasar frente al espejo volvió a detenerse. Ese rictus en el extremo del labio inferior continuaba. "Una no conoce ni siquiera su propia cara", pensó Amparo. Y en seguida: "Estoy poniéndome vieja, y eso empieza a verse en la cara. Dios mío", pensaba, pasándose la mano con suavidad y extrañeza por la mejilla. "No tengo nada ahorrado; y estoy sola, y para colmo volviéndome vieja. No hay hombre que me caiga simpático; no hay hombre para mí por el momento. ¿Qué pensarán de mí los que me ven en la pista, a mi edad (y no bailo bien, nunca bailé del todo bien), una madre de familia de treinta y cuatro años, bailando con un clavel rojo entre los pechos?" Dio una larga pitada al cigarrillo y devolvió una densa nube de humo que chocó contra el espejo expandiéndose sobre la lisa superficie.