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– Puta -dijo el viejo-. Puta.

Domingo sacudía la cabeza como para despejarse. Se dirigió al rancho, limpiándose torpemente la ropa con las manos, sintiendo detrás suyo a Rosa y al viejo. "No va a pegarle", pensó. Entró en el rancho. Se detuvo junto a la mesa. "No va a…" Vio el cuchillo.

– Puta -oyó que el viejo decía a Rosa. Oyó un golpe. Rosa comenzó a lloriquear.

– Domingo. Me mata. Me mata. Domingo -gimoteó.

Domingo manoteó el cuchillo y regresó corriendo al exterior. Rosita estaba en el suelo protegiéndose la cabeza con los brazos, y el viejo le daba patadas con los dos pies. Domingo agarró al viejo de un hombro, lo elevó y lo dio vuelta. El viejo se encogió. Alzó la vista y vio el cuchillo sesgado en el aire a punto de caer. No dijo nada. Lo miraba con los ojos muy abiertos solamente.

– Oiga. Oiga -dijo Domingo. Movía la cabeza, los ojos semicerrados por la furia. El viejo apenas tocaba el suelo con la punta de los pies. Parecía un muñeco de trapo. Parecía consistir solamente en la cabeza y la ropa. Los pantalones le colgaban como vacíos.

– ¡Escúcheme! ¡Escúcheme! -dijo Domingo. El cuchillo estaba alzado en el aire a punto de caer y el viejo lo miraba. Domingo comenzó a sacudir violentamente a su padre. Rosa se incorporó con lentitud y retrocedió mirándolos. Había como una expresión de terror incrédulo en su rostro y se tocaba la mejilla con una mano. Violentamente sacudido, el viejo intentaba abrir la boca como para decir algo. Miraba el cuchillo.

– ¡Escúcheme! ¡Escúcheme! -dijo Domingo, y arrojó al viejo lejos suyo.

El viejo parecía volar hacia atrás, arqueado. Cayó en el patio quejándose. Quedó tendido inmóvil. Uno de los perros se separó de la sombra súbitamente y empezó a husmear al viejo.

– Entra a la cocina -dijo Domingo. Todo su cuerpo temblaba furiosamente. Rosa quedó de pie en la puerta y Domingo se volvió hacia ella mirándola.

– Bueno -dijo-. Entonces vámonos.

Un relámpago azul iluminó por un momento el bosquecito. Fugazmente se percibieron los troncos grises inclinados, inmóviles e intactos.

– Sí -dijo Rosa.

Domingo entró en el rancho. De un baúl sacó una campera vieja de lana, toda descolorida y un saco muy viejo también. Los dejó sobre su camastro. La nariz había dejado de sangrarle. La roja mancha sobre el mentón y la boca, distribuida como una pequeña mata de barba, se secaba y oscurecía. Salió nuevamente al exterior. El viejo estaba sentado en el suelo, donde había caído, calándose cuidadosamente el sombrero. Domingo fue a la cocina, pasando junto a Rosa, trajo un balde con agua y comenzó a echarse agua en una mano para lavarse la cara. Rosa fue, le quitó el balde y comenzó a echarle agua en las manos. El se lavó refregándose bien la parte manchada de sangre, secándose después con las mangas de la camisa.

El viejo se puso de pie sacudiéndose la ropa. Los miró sin decir nada y fue para el rancho. Domingo se detuvo un momento mientras se secaba viéndolo atravesar la puerta y desaparecer en el interior del rancho. Quedó un momento pensativo. Después continuó secándose.

– ¿Dónde vamos a ir? -dijo Rosa. El labio inferior había comenzado a hinchársele. Lo tenía partido pero no sangraba: solamente era una estría roja, una raya vertical y profunda que dividía la carnosa protuberancia oscura en dos mitades. Rosa sostenía el balde por la manija, conteniéndolo por la base con la otra, como a punto de echar agua. Domingo la miró. Sacó un poco de agua del balde y aplicó suavemente la mano mojada sobre el labio de Rosa. Ella lo dejó hacer entrecerrando levemente los ojos. Domingo retiró la mano y se la secó en el pantalón.

– A la ciudad -dijo.

Rosa abrió desmesuradamente los ojos, en un gesto que parecía mezclar asombro y alegría.

Domingo se alejó hacia el interior del rancho. Cuando entró vio al viejo bebiendo un trago de caña de la botella que sabía guardar junto a la cama. Al entrar él, el viejo dejó de beber y lo miró sin tragar la bebida, haciendo un furioso y lento buche con ella. El fue hasta el camastro, retiró de encima el saco y la campera y regresó al exterior. El viejo lo miraba pasar, la botella en la mano, haciendo su interminable buche con el trago de caña.

Rosa estaba afuera en actitud de aguardar. Ahora tenía en la mano, enrollada, la revista de historietas del mediodía. Con la base del angosto cilindro de papel impreso y rotoso se golpeaba distraídamente la mano libre. Mientras salía, Domingo oyó toser al viejo.

– Vamos -dijo a Rosa.

Le dio la campera.

Comenzaron a caminar. Los relámpagos eran más frecuentes y prolongados ahora y su resplandor azul había adquirido un tinte verde, siniestramente amarillento. Lejos, muy lejos, se oían truenos. Domingo avanzaba adelante, con pasos rápidos, oyendo detrás suyo el leve tumulto de los pasos y los jadeos de Rosa. En medio de la cerrada oscuridad del espacio abierto frente a la casa, Domingo se detuvo dándose vuelta. Rosa siguió caminando, pasando junto a él. Domingo miró por última vez al viejo. Estaba de pie en la puerta contra la verde y difumada claridad que emergía del interior del rancho. Encogido y pequeño, su cuerpo oscilaba involuntariamente. Uno de los perros, sentado sobre los cuartos traseros, el hocico alzado hacia el viejo, se hallaba junto a él. Domingo se volvió y continuó caminando tan rápidamente que en seguida Rosa quedó atrás. Tomaron el sendero paralelo al bosquecito.

Fue en el momento en que llegaron a la esquina del hotel cuando empezó a llover: primero se trató de unas gotas grandes y lentas como lágrimas. En seguida fueron más rápidas, más finas y más tumultuosas. Después empezó el viento y, contra la luz del farol de la esquina, que se sacudía locamente como si colgara de una jardinera, el agua parecía descender en masas, en períodos, con todas las formas posibles y en todas las direcciones. Bajo la luz de la esquina la tierra arenosa brillaba y en seguida comenzaron a formarse pequeños charcos que reflejaban fragmentada y fugazmente la luz del foco. Ellos se guarecieron bajo el angosto portal del hotel. Rosa se echó la campera sobre los hombros primero, después se la calzó, y más tarde se abrochó los dos últimos botones que le quedaban y se alzó el cuello. Aún cuando el viento cambiaba adoptando por un momento una sola dirección, y los remolinos de agua fina descendían rápida y oblicuamente más allá del portal del hotel, ellos, apretados contra la puerta cerrada, sentían sobre el rostro y el cuerpo las salpicaduras del agua constante e incansable. "No va a salir el ómnibus", pensó Domingo.

En efecto, no salió. El alba llegó lentamente; continuaba lloviendo. La atmósfera negra fue tornándose azul, después verde y finalmente adoptó una tonalidad grisácea que no desaparecería hasta la noche. Mientras aclaraba no dejó de llover ni un momento. "No va a salir", pensó Domingo. El alba verdosa parecía originarse en el centro de la plaza. Cuando no dormitaba de pie bajo el angosto portal, Rosa miraba hacia allí con los ojos muy abiertos, con una expresión entre asombrada y pensativa. El alba mostró los árboles lavados, lavándose.

Alrededor de las seis y media vieron por fin al viejo Arce cruzando la plaza en diagonal hacia ellos. Se había puesto sobre el sombrero una arpillera que lo protegía malamente del agua. La arpillera le caía sobre la espalda a modo de capa. Venía caminando ni rápida ni lentamente, sorteando los charcos, sin mirar hacia el portal del hotel, fijándose más bien con una rápida pericia donde ponía el pie, para no resbalar y caer. Por fin llegó a la esquina de la plaza y comenzó a cruzar la calle. Pisaba con la punta de las alpargatas rotosas, los brazos separados del cuerpo para mantener mejor el equilibrio, mirando hacia cualquier parte menos hacia el portal del hotel. Llegó a la vereda. Se detuvo a un metro de distancia del portal. Detrás suyo estaban la calle y la plaza, los altos árboles increíbles, lavados, la lluvia derramándose incansable y sombría.

Domingo cerró los ojos, como fatigado, y en seguida volvió a abrirlos.

– ¿Qué pasa? -dijo.

El viejo carraspeó. No lo miraba.

– Bueno -dijo, carraspeando-. No es para tanto, me parece.

Hizo silencio. Domingo no le respondió. El viejo cambió de posición.

– Me estoy mojando -dijo-. ¿No me hacen un lugarcito en la puerta?

Domingo se corrió hacia Rosa. El viejo se acomodó junto a él y empezó a dar saltitos, como si tuviera frío, frotándose las manos y mirando hacia la plaza. Después quedó inmóvil.

– Estoy muy viejo ya -dijo-. Si vos y la Rosa se van, me voy a morir de hambre. ¿Quién me va a cuidar? ¿Quien me va a hacer la comida? La Rosa con nosotros no deja de ser un adelanto.

Domingo lo miró. Estaba furioso.

– Usted no vuelve a levantar la mano. ¿Estamos? -dijo.

El viejo lo miró por un momento. Después miró a Rosa.

– A tu padre no, Domingo -dijo-. A un padre se le debe respeto. No podes decirme una cosa así.

Domingo no dijo nada.

– Tiene razón -dijo Rosa, muy seria, tironeándolo del saco-. Es tu padre.

Domingo suspiró.

– Vamos -dijo el viejo.

Comenzaron a caminar. Cruzaron la calle. El viejo iba delante, dando pequeños saltos para evitar los charcos. Detrás iba Rosa. Estaba completamente mojada. Llevaba en la mano la revista de historietas, mojada y hecha pedazos. Domingo iba a un metro de distancia de los dos, caminando lentamente bajo los árboles cargados de agua. En mitad de la plaza el viejo se detuvo. Miró a Domingo por encima de Rosa.

– Apenitas pare de llover y haga buen tiempo -dijo- vamos a hacer la galería.

1961

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