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Palo y hueso

Esto fue contado en un pueblo de la costa. Estábamos de paso, sentados alrededor de una mesa en la vereda del hotel, y era el final del crepúsculo: era el verano pesado y lento, junto al río hinchándose para reventar en marzo y anegar el incesante y cambiante litoral desde Misiones hasta el Plata. Los dos de la ciudad, enloquecidos por los mosquitos, tomábamos vermouth, comiendo queso y salame, y el dueño del hotel que era también el dueño del cine y de la tienda más importante del pueblo, y el principal acopiador de pieles de la zona, que había invitado, un hombre muy alto de ojos saltones y húmedos, un gigantón algo flácido y crédulo de treinta y cinco años, habló largamente hasta que fue la noche y pasamos al comedor, y él se olvidó del asunto para dedicarse a hablar de la cosecha del arroz y del aumento de las mercaderías. Así que, mientras los mosquitos zumbaban, y todo el crepúsculo espeso y gradual zumbaba entre los árboles increíbles, entre la grave y cargada vegetación y la arena cambiante y pesada, y los gritos, quejidos y silencios prenocturnos, comenzados a oír poco a poco después de ese momento de la tarde inmóvil en que no hay luz, ni obscuridad, ni gritos, ni nada, ni se ve ni se oye nada, supimos cómo el viejo Arce compró en doscientos pesos a Rosita Rolan al propio padre de ella, Cándido Rolan, unos años atrás, en la vereda misma del hotel, llevándosela después para su casa. Supimos, asimismo, que el viejo Arce tenía en ese entonces sesenta y siete años, Rosita quince, y el menor de los hijos del viejo, Domingo, que era el último de los diez que había tenido el viejo con dos mujeres que se habían ido del pueblo o muerto, y era el único que quedaba con él en el rancho, tenía diecinueve años. Así que trasmitimos tanto lo escuchado como lo supuesto y lo dedicamos a Milton Roberts.

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Echado en el catre (era de noche), Domingo oía la voz incesante del viejo Arce aproximándose al rancho. Estaba en la penumbra. Acababa de anochecer. A unos cincuenta metros de allí el agua del San Javier venía a morir en la costa, al parecer con un murmullo rítmico y largo.

Por la voz, Domingo supo que el viejo había estado tomando en el hotel y ahora venía con alguien, ya que hablaba sin cesar explicándole alguna cosa a la otra persona que parecía seguirlo en silencio. También por las vacilaciones y los cambios de voz, Domingo adivinaba con exactitud en qué punto cercano a la casa se hallaba su padre, si tropezaba o se tambaleaba, o si se volvía para mirar a la otra persona, imaginando la encogida figura del viejo Arce, con el sombrero de paja, los pantalones y la camisa rotosos, descoloridos y sucios, caminando delante de su silencioso acompañante. No entendía las palabras; oía sólo la voz rápida, exasperada y chillona, dificultosa a veces y entonces Domingo pensaba viendo "ahora salta el zanjón," "ahora cruza el alambrado," "ahora se ríe de lo que acaba de decir y mira al de atrás por un momento"; echado en el camastro, en la penumbra del cuarto en el que se colaba por el ventanuco rectangular abierto sobre la pared de adobe un complicado motivo blanco y negro que la claridad ultralunar proyectaba a través de la fronda de los árboles y que iba a reproducirse inmóvil, como dibujado, como una muestra de tejido arcaico con un marco oblongo expuesto sobre la cortina negra de un museo, un poco más allá del camastro, sobre el piso.

Había estado trabajando en la arrocera hasta las seis, regresando y echándose en su camastro permaneciendo despierto y pensando hasta entonces, y eran como las nueve. Domingo se quedaba distraído muchas veces, donde estuviera, sin que nadie pudiese saber en qué pensaba. El sí. El estaba al tanto de que pensaba en la ciudad, en tomar el gran ómnibus amarillo y rojo de las seis de la mañana frente al hotel y viajar de una vez por todas a la ciudad para instalarse allí con un trabajo fijo y cambiar de vida. Comenzó a oír los pasos: las descoloridas y rotas alpargatas del viejo Arce resonando opacamente sobre el sendero de arena, o quebrando la maleza polvorienta que crecía en las inmediaciones del rancho. Después llegaron y el viejo dejó de hablar. Domingo oyó los golpes de las alpargatas contra el piso de tierra frente a la puerta del rancho y la voz de su padre, próxima y nítida por un momento.

– Pera -dijo la voz a la persona que lo acompañaba.

"Es algún pielero", pensó Domingo, "o a lo mejor es Cándido Rolón; han estado tomando en el hotel", pensó. Se incorporó sobre la cama, sosteniéndose por los codos, en el mismo momento en que la silueta de su padre, le pequeña y oscilante figura, apareció en la puerta, resaltando sobre la grisácea claridad lunar del exterior.

– Domingo -dijo el viejo.

– Acá estoy -respondió, él.

– Bueno -dijo el viejo desde la puerta, con voz ensimismada, habiendo confirmado la presencia de Domingo; y mientras se volvía al exterior:

– Prendé el farol -dijo.

– Pera que prenda -oyó Domingo que el viejo decía a la otra persona; y él se palpó el bolsillo de la camisa, sacó la caja de fósforos y fue a descolgar el farol que pendía del travesaño. Lo trajo consigo hasta la mesa, encendiéndolo; primero se trató de una llamita tenue, más intensa en seguida; después volvió a mermar un poco echando un humo negro pringoso y por último se convirtió en una incandescente lengua blanca de luz inmóvil, que expandía una exigua claridad de un tinte ligeramente verdoso.

El viejo entró sin esperar que él lo llamara, apenas la luz estuvo encendida.

– Pasa Rosa -dijo volviéndose para hablar a la persona que lo acompañaba-. Es la Rosita del Cándido. Es mujer mía ahora -dijo el viejo.

El viejo Arce estaba tomado. Él lo supo apenas escuchó su voz, pero ahora con el sombrero echado hacia atrás dejando ver sobre la frente un mechón de pelo entrecano y como húmedo, viéndole los ojos, chicos y brillantes e inmóviles, como pintados y laqueados sobre su exigua cara color tierra, la certidumbre de Domingo se fortificaba. Cuando tomaba, el viejo Arce se ponía desconfiado y miedoso. No miraba a nadie. A veces le daban accesos de furia y se la agarraba con Domingo.

Rosa emergió en la habitación saliendo de detrás del viejo, como colándose sin que él la viera.

– ¿Qué decís, Rosa? -dijo Domingo-. Pasa y sentate.

– Háganos un poco de comer, chica -dijo el viejo. Por debajo del ala de su sombrero de paja se tironeaba el mechón de húmedo pelo gris, como pensativamente, mirando el suelo.

– Sí, don Arce -dijo la chica, quedándose inmóvil, mirando a Domingo.

Domingo la miraba.

El viejo fue y se sentó en una desvencijada silla de paja junto a la tosca mesa apoyando un pie sobre el travesaño de la silla. Encogido como estaba, su pequeño cuerpo parecía mucho más pequeño de lo que era.

– ¿Qué hay de la arrocera? -dijo como hablando para sí mismo-. Bueno -agregó rápidamente.

Rosita se hallaba de pie, una mano estrujando un pañuelo, el dorso en la palma de la otra a la altura del vientre, de modo tal que los antebrazos se apoyaban en las caderas. Tenía un vestido de algodón estampado con flores azules, abrochado en la parte delantera, apenas ceñido a la cintura. Calzaba unas zapatillas rojas de goma, nuevas. Viéndola Domingo recordó el baile en la pista del club, el último sábado. Recordó la salida del baile, a la madrugada, y lo que él y Rosita habían hecho en el pasto, echados cerca de la costa.

– Ahí hay carne -dijo Domingo señalando el travesaño con la cabeza.

– Haga un asadito si le viene bien -dijo el viejo Arce.

Rosita fue hasta el travesaño y descolgó una tira de carne oreada que dejó sobre la mesa.

– Indíquele la cocina -dijo el viejo a Domingo, tironeándose el mechón de pelo, los ojos clavados en el piso de tierra-. Después vení, Domingo, así te vas al almacén a tráir vino.

La cocina estaba en el exterior, una chocita unida transversalmente a la pared del rancho. Desde hacía por lo menos cinco años el viejo decía que iba a construir una galería para protegerse en los días de lluvia en el trayecto de la cocina al rancho.

Domingo iba adelante; sentía detrás suyo a Rosita.

En la cocina, mientras trataba de encender el farol, dijo en voz baja, en la oscuridad

– ¿Qué decís, Rosita?

– Y, nada -dijo Rosa.

La sintió sonreír tímidamente en la oscuridad. La llama vaciló antes de cuajar, se movía, y después fue una moneda blanca e inmóvil, dura. La cara obscura de Rosa emitía reflejos oliváceos; su nariz mocha brillaba.

Al hacerse la claridad, Domingo observó que ella lo miraba seriamente, con una curiosidad atenta y expectante.

– Bueno -dijo Domingo, señalando unos trastos-. Ahí Tenés todo. Afuera hay leña y el braserito lo vas a encontrar atrás.

Ella lo miraba. Tenía la tira de carne en una mano.

– Dice la Juana que vos le dijiste que se viniera para acá -dijo-. ¿De veras?

Domingo se volvió para irse.

– Por lo que precises llámame -dijo.

Regresó al rancho. El viejo estaba encogido sobre la silla.

– Fíjate que esta chica era un peso para el Cándido -dijo al entrar él, sin mirar hacia la puerta, como si hubiera estado esperándolo-. El andaba pensando en casarla. "¿No conoce un hombre bueno, don Arce, para la Rosa?", me dijo.

Parecía haber estado reflexionando sobre lo que iba a decir. Se había echado tan atrás el sombrero que media cabeza, con su desordenado pelo gris, quedaba en descubierto, y la parte posterior del ala del rotoso pajizo le rozaba la espalda.

– "¿Bueno cómo?" le digo yo -continuó diciendo el viejo-. "Usted sabe, don Arce, un hombre bueno", dice. Ya sabes que yo siempre he sido como un padre para Cándido. "Yo que querés que te diga", le contesté. "Uno sabe como es uno, pero de los demás, quién sabe. Quién dice que no te aconseje y después tengas un sinvergüenza en tu casa". -Miró a Domingo-. Estuvo bien dicho, ¿no te parece?

Domingo miró al viejo pero éste se hallaba con los ojos clavados en el piso.

– Seguro que sí -dijo con algún énfasis.

– Bueno -dijo el viejo-. "Eso no sería culpa suya", dice el Cándido. Entonces yo le dije que para casar a la chica tenía que buscar un hombre asentado, con experiencia, y que él conociera bien: que lo buscara de por aquí, sin ir tan lejos. "¿Usted no sabe quién puede ser, don Arce?", me dice el Cándido. "Y, yo no sé", le digo. "Hombres buenos no abundan en estos tiempos"; miró a Domingo. "¿No te parece que dije bien?", dijo.

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