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– ¿Y Dora? -dijo.

– Dora quiere trabajar por su cuenta. Se fue ayer. No sé a dónde. No dejó rastro -dijo Coria. Lo miró un momento-. ¿Querés seguir con el coche?

Él respondió con un aire de marcada distracción, pensando en otra cosa.

– Claro -dijo.

– Entonces vamos -dijo Coria-. Te espero.

El salió de la ventana, dispuesto a vestirse. Se calzó la camisa y comenzó a abrochársela. Se detuvo un momento pensativo. Se aproximó nuevamente a la ventana, arrodillándose sobre el diván. Coria se había sentado en el estribo del Chevrolet, del lado de la sombra, aguardándolo.

– Don Coria -dijo-. Venga un momento, por favor.

Coria se aproximó con un aire de marcado desgano. Se paró a un metro de distancia y lo miró inquisitivamente.

– Quiero un día franco -dijo él.

Coria respondió con rapidez.

– Los domingos -dijo.

– No -dijo él-. Los domingos hay poco trabajo. Los viernes.

Coria suspiró.

– De acuerdo -dijo.

Sonreía recordándolo. La humanidad no había reventado, gracias a Dios. Ahora se hallaba en el claustro, en el limbo aislado y tranquilo, y eso le gustaba. La lluvia continuaba derramándose sobre la ciudad, la lluvia incesante y fría, quebrantando la primavera inocente y plácida. Llegaron por fin a la estación de ómnibus. La chica y el muchacho discutieron un momento, porque ella insistía en pagar y él no quería permitírselo. "Ella no quiere deberle nada", pensó. "Así son algunas mujeres". Los ayudó a bajar las valijas, como lo había decidido. Todavía la chica insistía en no querer recibir favores porque estuvo forcejeando un momento con las valijas hasta que su compañero le dio un suave empujón y ella fue corriendo a refugiarse del agua bajo los andenes desde los que la gente, envuelta en abrigos o impermeables, miraba la calle melancólicamente. Cerró el baúl y subió al coche. Gotas de agua se deslizaban sobre su rostro, y tenía el pelo y el saco lleno de unas pequeñas perlas grises. Sentía las manos húmedas. Pero estaba bien, se sentía perfectamente bien en ese momento. Condujo un trecho con una sola mano, con la otra colocó la sucia gamuza amarilla sobre la caja del taxímetro. Se iba a comer. Era el mediodía. El limpiaparabrisas recorría regularmente el amplio cristal donde las gotas estallaban sin descanso formando unas extrañas imágenes fugaces. Almorzaría para regresar inmediatamente a la parada frente al bar, porque en esos días de lluvia el trabajo abundaba. La herida de la pierna palpitó débilmente y dio un tirón no demasiado doloroso: él sonrió. La semana próxima se sentiría lo más bien, no iba a quejarse ahora por tan poca cosa. Él no era un tipo de esa clase, estaba perfectamente seguro, pensó, sonriendo, y el Chevrolet dobló frente al Correo, acelerando, en la ciudad desierta bajo la lluvia, aquel oscuro y frío sábado lleno de grises destellos mortales manchando de musgo y herrumbe la primavera quebrantada.

1961

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