Domingo movió rápidamente la cabeza tratando de no encontrarse con la mirada de su padre. Más bien dejó deslizar su mirada por todo el rancho, semejante al interior de una cueva: cerca de la mesa la luz era más intensa que en los rincones, y todo el rancho estaba lleno de cosas, camastros, travesaños, cueros, y también de sombras, y si por casualidad el viejo tocaba con el codo o la pierna la tosca mesa haciendo temblar el farol, todas las sombras y al parecer también todas las cosas se movían en el interior del rancho por un momento.
– Seguro -dijo Domingo sin mirar a su padre.
– "Si usted me aconseja", dijo Cándido, "yo voy a seguir su consejo al pie de la letra" -siguió diciendo el viejo-. "Pero que consejo te puede dar un hombre viejo como yo. Veinte años atrás, todavía. Ahora corren otros tiempos". "Bien dicho, don Arce -me dice-. Usted es un hombre con experiencia: hombres así no abundan en estos tiempos". "Y así como ves, Cándido," le digo, "vivo solo, sin mujer, teniendo que hacerme la comida y lavándome yo solo la ropa. Si no fuera por el Domingo, que de vez en cuando me cocina, me habría muerto de hambre hace rato". "¿Y cómo, don Arce?", dice el Cándido, "usted, un hombre tan bueno, viviendo en esas condiciones". "Bueno", le digo, "la verdad es que yo estaba pensando en conseguirme una compañera, pero sin apuro, ¿sabes Cándido? Primero quiero hacer una galería que cubra la puerta del rancho y de la cocina, para que la pobre no trabaje a la intemperie". El viejo hizo silencio por un momento, como reflexionando. En eso el Cándido me mira fijo -continuó- y dice "¿No quiere tomar un vino, don Arce?" "Cómo no iba a ir. Habíamos estado hablando en la plaza, donde nos hallamos de cruce, y nos fuimos para el hotel. El Cándido no dijo una palabra hasta que llegamos, más, miento, hasta después que tomamos el vino y volvimos a salir, y empezamos a cruzar de vuelta la plaza. Dice: "Don Arce, estuve pensando, ¿sabe? Yo sé quién es el hombre que le conviene a la Rosa ". "Ah", digo yo, "¿y puedo saber quién es?" "Pero cómo no", dice el Cándido, y después, dándome un golpecito en el hombro, me mira muy serio y dice: "Usted, don Arce". Me llevó hasta el rancho, la hizo cambiar a la Rosita y le dijo que se viniera conmigo. Y así fue como me la traje.
– Sí -dijo Domingo-. Déme para el vino.
Estaba de pie frente al viejo, la camisa y los pantalones descoloridos, los brazos separados del cuerpo. Era bajo como su padre, pero mucho más macizo y tenía la piel oscura y brillante. El viejo buscó un momento en sus bolsillos, de sentado, con gran dificultad, y después se puso de pie para continuar buscando; después de dar vuelta los bolsillos delanteros del pantalón de uno de las cuales cayó un paquete de "Colmena" que Domingo vio dar contra el suelo sin moverse para recogerlo, sin hacer siquiera un gesto, con la vista clavada en el viejo, su padre empezó a registrarse los bolsillos traseros haciendo un gesto con la cabeza que al parecer quería decir que no se explicaba dónde diablos había ido a parar el dinero.
– Pero yo no sé -dijo dejando de buscar. Después empezó a acomodarse el forro de los bolsillos y se agachó para recoger el paquete de cigarrillos. Sacó uno y se guardó el paquete-. Bueno -dijo al fin- Cómpralo de tu plata que después yo te doy.
Domingo salió al patio, a la noche. Por la abertura de la cocina veía la gran sombra de Rosa moviéndose en medio de la tenue claridad verdosa que expandía el farol. La noche estaba límpida, llena de estrellas inmóviles brillando sobre la superficie tensa y lisa del cielo. Todo el lugar estaba iluminado por la claridad lunar, y más allá, visible entre los árboles que formaban un angosto bosquecito anterior a la costa, el río era una plácida planicie atravesada por cambiantes reflejos. Domingo se encaminó a la cocina; Rosa estaba salando la carne sobre una mesita. Junto a ella se hallaba el farol.
– Busca leña -dijo Rosa.
– Voy al almacén -dijo él.
Rosa dejó de salar. Echaba sal con la mano sobre la carne y después pasaba la mano para desparramarla. Dejó de salar.
– ¿Es cierto lo de la Juana? -dijo, mirando a Domingo. Éste metió los dedos en la bolsa de sal y después empezó a chupárselos. No dijo nada. Volvió a meter los dedos en la bolsita y volvió a chupárselos, y Rosa todavía lo miraba.
– ¿Cierto? -volvió a decir Rosa.
– Voy al almacén -dijo Domingo, dándose vuelta y saliendo de la cocina.
Los perros se le aproximaron y comenzaron a saltar y a ladrar a su alrededor. Domingo atravesó el espacio abierto frente a la casa y tomó el sendero paralelo al bosquecito, internándose entre la maleza que crecía a los costados de la angosta cinta de tierra arenosa. Los perros llegaron con él hasta el alambrado; él lo cruzó, saltó el profundo zanjón y al retomar el paso normal oyó detrás suyo a los perros, cuyos ladridos comenzaban a alejarse en dirección a la casa.
Regresó con dos botellas de vino, una en cada mano. Cerca de la casa comenzó a sentir el aroma de la carne asándose. Cuando llegó vio a Rosa en el patio, detrás de la cocina, inclinada sobre el brasero del que se elevaba una columna de humo oblicua y lenta. El viejo la contemplaba apoyado en el marco de la puerta del rancho, su figura nítidamente recortada contra la claridad verdosa del interior.
Rosita se incorporó cuando él llegó:
– Eh, Domingo -dijo, pasándose el dorso de la mano por los ojos.
– Domingo -dijo el viejo-. Saca afuera la mesa para comer al fresco. Deja por ahí las botellas.
Domingo dejó las botellas en el suelo y fue hasta el interior del rancho. El viejo le dio paso en la puerta, saliendo al exterior, tambaleando.
Domingo retiró el farol de la mesa y lo colgó del travesaño; al hacerlo todas las sombras se movieron, y como el farol quedó oscilando levemente pendiendo del travesaño, mientras Domingo alzaba la mesa con las dos manos y la llevaba al patio, todas las sombras en el interior del rancho estuvieron moviéndose lentamente; cada vez más lentamente hasta que el farol colgado quedó inmóvil y las sombras se detuvieron.
Domingo depositó la mesa en el patio. Rosa se hallaba inclinada cerca del brasero. El aroma de la carne asándose se mezclaba con el de la humedad, el de los árboles y el de la noche. Detrás de Domingo, contra la claridad rectangular de la abertura, el viejo Arce encendía un "Colmena" y sacudía después el fósforo arrojándolo lejos de sí, hacia la noche. Los perros se hallaban lejos de la casa, moviéndose y ladrando sin cesar, y de pronto, amarillos o verdes, duros como piedras preciosas, sus ojos brillaban.
– Chichos, chichos -les gritó el viejo distraídamente, sibilinamente, avanzando unos pasos para recoger una botella de vino del suelo-. Trái una sillas, Domingo -dijo mirando la botella.
– ¿Quiere que la destape, don Arce? -dijo Rosa viniendo hacia él- Domingo, trái un tirabuzón.
– Está en la cocina -dijo Domingo, yéndose para el rancho. Había dos sillas de paja completamente desvencijadas y un cajón precario. Domingo juntó las sillas por los respaldares, las levantó por los travesaños y con la otra mano alzó el cajón, regresando. En la puerta se puso de costado; sacó las sillas primero, y después el cuerpo, y detrás el cajón. Al salir vio la gran sombra de Rosita en el interior de la cocina. El viejo estaba con la botella en la mano, aguardando junto a la mesa. Domingo distribuyó las sillas y el cajón alrededor de la mesa. El viejo se sentó en una de las sillas.
– Dame el tirabuzón -dijo en voz alta hacia Rosa, en la cocina.
– No lo encuentro, don Arce -dijo la voz de Rosa desde la cocina.
– Vaya enséñele, Domingo -dijo el viejo.
Domingo fue a la cocina. Antes de entrar vio la sombra inmóvil de Rosa proyectada contra la pared y el bajo techo de la choza. Al entrar vio a Rosa con el tirabuzón en la mano, sonriendo malévolamente. Domingo se detuvo.
– ¿Es cierto? -dijo Rosa, en voz muy baja-, ¿eh? ¿Es cierto?
– Dame el tirabuzón -dijo Domingo en voz baja, aproximándose a Rosa. Ella no se movió-. Dámelo te digo -dijo Domingo, tratando de quitárselo. Ella no lo soltaba y se reía.
– ¿Es cierto? ¿Es cierto? -dijo en voz muy baja. Soltó el tirabuzón. Domingo regresó al patio y le entregó el tirabuzón a su padre. Éste se dispuso a sacar el corcho a la botella.
– Rosita -gritó hacia la cocina-. Trái unos vasos.
– Ya va, don Arce -dijo la voz de Rosa desde la cocina.
Domingo se sentó en el cajón, de modo que tenía enfrente el bosquecito y más allá el río. Los perros se movían en el espacio abierto frente a la casa, saltando y corriendo, perfectamente visibles en la claridad nocturna. Ahora toda una franja dorada, la luz de la luna, se había asentado sobre el río, y Domingo podía verla. Sólo el bosquecito permanecía envuelto en una penumbra más densa.
Domingo encendió un cigarrillo. Echó una primera bocanada de humo y después sopló el fósforo. Rosa vino con los vasos: un alto vaso de vidrio verde, un vaso pequeño y panzón y un jarro abollado. El viejo Arce sostuvo la botella con los muslos y de un tirón sacó el corcho. Echó vino en el vaso verde, hasta el borde, y dejó la botella sobre la mesa. Domingo sacó el tirabuzón del corcho, distraídamente y tapó la botella. Los mosquitos zumbaban alrededor de la mesa y el viejo los espantaba con manotazos cortos y negligentes. Mientras tanto alzó el vaso y de un solo trago se bebió tres cuartas partes del contenido.
– Esta semana vamos a hacer la galería -dijo dejando el vaso sobre la mesa, pasándose después la lengua por los labios.
– Sí -dijo Domingo, pensando en otra cosa.
– ¿Y, de áhi? -dijo el viejo a Rosita.
– Ya va, don Arce -dijo Rosita. Fue hasta el brasero y se inclinó para mirar la carne, regresando. Después dijo:
– ¿De veras, don Arce que Domingo está por juntarse con la Juana de lo Baucedo?
El viejo se rió.
– Yo no sé -dijo-. Primero va a hacer la milicia, ¿no es cierto, Domingo? Con el traje de militar va poder elegir mejor. ¿Cuál de las Baucedo decís vos? Si tiene como una docena.
Domingo habló con un tono vagamente rencoroso.
– ¿Ahora por una vez que la vi -dijo- voy a tener que juntarme con ella? Por favor.
A Rosa no le gustó eso.
– ¡Por favor! -repitió.
Comieron. El viejo se durmió antes de terminar la comida. Domingo encendió un cigarrillo y se levantó de la mesa. El viejo tenía las piernas estiradas bajo la mesa, y había entrecruzado las manos sobre el vientre apoyando la cabeza contra el travesaño superior del respaldar de la silla. Continuaba con el sombrero puesto, a punto de caérsele para atrás. La parte visible de su pelo gris estaba revuelta y como húmeda; parecía pegada al cráneo como una peluca. De vez en cuando el viejo se movía, cabeceaba, gruñía, o roncaba.