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– Voy a ver si sale algo -dijo Domingo. Rosa no le contestó. Él fue al interior del rancho y dirigiéndose hacia uno de los rincones se agachó donde había una cantidad considerable de redes, líneas y cañas para pescar; había también un mediomundo con sus tiros y su palo. Domingo hurgó un momento entre el revoltijo de elementos de pesca, deteniéndose de vez en cuando con alguna línea para observar sus anzuelos. Por fin eligió una. Con el cigarrillo pendiendo de sus labios, el humo ascendiendo en una lenta columna gris contra su cara, Domingo trabajó cuidadosamente con la línea verificando el estado de los anzuelos y desenredándola. Después se la puso bajo el brazo, enrollada, descolgó el farol del travesaño, entre las sombras moviéndose, y se encaminó afuera, con el farol en alto, dejando tras de sí, en el interior del rancho, toda la sombra.

Rosa limpiaba la mesa. A la luz del farol aproximándose, su rostro fue tocado por un destello malévolo. Domingo dejó el farol y la línea sobre la mesa, pasó junto a Rosa encaminándose al brasero, sacó un pedazo de carne y regresó con él hasta la mesa, mientras Rosa se dirigía a la cocina con los platos y los vasos. El viejo dormía. El sombrero se le había caído por fin. Respiraba profunda y rítmicamente balanceando la cabeza desnuda. Domingo cortó en pequeños trozos la carne y después, llevando la carne en la palma de la mano, alzó el farol y la línea dirigiéndose al río. Al caminar movía el farol, que llevaba en alto aunque la noche era clara y todas las sombras y las cosas se movían rápidamente alrededor suyo. Los perros saltaban y corrían a su alrededor, en silencio.

La costa era una estrecha franja de arena blanca, hecha también como de materia lunar, y matas de pasto ralo. A un metro de la costa, el río se volvía considerablemente profundo. Domingo colgó el farol en la rama de un sauce caído sobre la corriente; el árbol tenía mucha raíz afuera y su tenue fronda era atravesada por la claridad cálida de la luna. Sobre el río flotaba un reflejo fluctuante, quebradizo. Domingo dejó la carne en el suelo y comenzó a desenredar lentamente la línea. Bajo la claridad verdosa del farol su figura se movía inclinándose, dando pasos en una u otra dirección, moviendo las manos que hacían correr diestramente el piolín. Después dejó la línea lista en el suelo, buscó los trozos de carne y encarnó uno por uno los anzuelos. Ató el extremo de la línea a una de las raíces del sauce y después, alejándose unos pasos de la orilla revoleó por sobre su cabeza la línea, arrojándola. Al caer sobre el agua, los anzuelos y las plomadas produjeron un "floop" prolongado desintegrando por un momento el reflejo lunar, y convirtiéndolo en un rápido torbellino de esquirlas doradas.

Se sentó sobre la arena y encendió un cigarrillo, arrojando el fósforo al agua. De vez en cuando se inclinaba sobre la raíz del sauce para probar la tensión de la línea. Los perros habían desaparecido. Domingo trató de escuchar, hacia la casa, en medio del profundo silencio. Le pareció oír la voz de su padre diciendo "Rosa", y a Rosa responderle.

Despertó estirado sobre la arena, y debían ser más de las cuatro. Un silencio impresionante lo rodeaba. Se hallaba todavía semidormido, de modo que le costó un poco recordar que había tirado la línea, se había sentado a esperar y que al parecer se había quedado dormido. Se puso de pie, sacudiéndose la arena de la ropa, y después buscó un cigarrillo en el bolsillo de la camisa, pensando: "Otra vez hoy a la arrocera" y ayer, al crepúsculo, desde la seis hasta las nueve había estado echado en el camastro fumando cigarrillo tras cigarrillo y pensando en la ciudad.

Encendió un cigarrillo. El farol se había apagado. En la oscuridad, ahora un poco mas densa que unas horas antes, la llama del fósforo fue una forma súbita, brillante, que después cruzó el aire en semicírculo apagándose antes de llegar al agua. La incandescencia del cigarrillo era un punto débil de resplandor rojizo en la oscuridad.

"Otra vez hoy a la arrocera", pensó. Era peón. Trabajaba ocho horas acarreando bolsas o bien barría el patio, o hacía mandados a los empleados de la administración, pero él había ido a la escuela hasta cuarto grado y no se conformaba con eso.

Ahora se sentía cansado. Pensó regresar a la casa, y recordó a Rosa y al viejo. Se sentó nuevamente en la arena, con lentitud, como dejándose caer, viendo, al hacerlo, el sábado anterior, a la salida del baile: Rosa lo había escuchado atenta y pensativamente cuando él le habló, con cierta cautela y de un modo muy vago, de su proyecto de irse a la ciudad. Ahora ella se había venido con el viejo. "Justo Rosa tuvo que ser", pensó.

"Otra vez al patio de la arrocera", pensó recostándose sobre la arena. Se adormecía en aquella penumbra quieta, estirado de espaldas, con un brazo encogido sobre el pecho, sosteniendo en la mano el cigarrillo consumiéndose. Le dio una última pitada (el resplandor mínimo de la brasa se hizo más intenso) y arrojó el cigarrillo hacia el agua. La brasa fue desintegrándose en el aire, llenándolo de chispas rojas y fugaces, y al caer sobre el agua se apagó súbitamente. Después Domingo se durmió.

2

Con el sol muy alto ya detrás suyo, Domingo caminaba precedido por su larga sombra tenue que serpeaba sobre los pastos y el terreno. Detrás quedaba el río (la luz del sol, blanca y quebradiza, temblaba sobre la superficie) y ahora Domingo atravesaba el bosquecito. El sol se colaba por entre la fronda de los árboles y sus rayos caían oblicuamente en el pasto húmedo, al pie de los troncos. Se oía un rico y enloquecido canto de pájaros. Domingo caminaba lentamente, llevando el farol y la línea, y veía ya, al tiempo que hundía sus alpargatas en el terreno compuesto de algo que era tierra y arena al mismo tiempo, al viejo Arce sentado junto a la puerta del rancho chupando el mate que Rosa acababa de entregarle. El viejo siempre se levantaba temprano. Todos los días, al despertar, la primera certeza de Domingo era que el viejo se hallaba junto a la puerta del rancho, en el verano, o en el interior de la choza lateral, llamada la cocina, en el invierno, mateando desde mucho antes que él hubiera comenzado a despertar. El viejo tenía una botella de caña junto a la cama: despertaba, se vestía, iba a orinar largamente en la letrina que se hallaba a diez metros de la casa, detrás, en dirección contraria al río, y después, antes de lavarse la cara, si es que se la lavaba, o poner agua al fuego, tomaba un trago de caña, se hacía una especie de buche o gárgara con él y después se lo tragaba.

Si bien, y como desde que tenía uso de razón Domingo lo había observado, el viejo se levantaba todas las mañanas muy temprano, antes de la salida del sol, hubiera dado lo mismo que lo hiciera al mediodía o a cualquier otra hora. Se quedaba sentado dos o tres horas mateando y fumando, corriendo la silla a medida que el sol avanzaba de modo de quedar siempre a la sombra. Después se iba al pueblo y no regresaba hasta muy tarde la noche, salvo algunas veces en que volvía al mediodía para poner una tira de carne a la parrilla y aguardar que estuviera a punto para mandársela con un poco de galleta y un litro de vino. Si se quedaba en el pueblo siempre se las ingeniaba para que alguno lo invitara con un poco de mortadela o queso, o con una lata de sardinas y unos vasos de vino en el almacén o en el bar del hotel. Si había estado recolectando conchilla o pescando y había vendido el producto de su actividad o tenía en el bolsillo unos pesos que Domingo le había dado para los vicios, era él el que invitaba entonces a algún otro, o bien juntaban el dinero de cada uno y formaban un solo capital que era indefectiblemente comido y bebido.

Así que daba lo mismo que el viejo se levantara a las cuatro de la mañana o al mediodía, y ahora estaba sentado junto a la puerta del rancho, tal vez desde las cinco o las seis, fumando o sorbiendo pensativamente el mate que Rosa, de pie junto a él, con el vestido floreado de la noche anterior, acababa de entregarle. El viejo estaba con el sombrero puesto, las piernas separadas, y un poco encogido sobre la silla. Rosa se hallaba mirándolo, cruzada de brazos, vio Domingo saliendo del bosquecito, entre los perros que habían salido disparando desde detrás de la casa y ahora lo rodeaban saltando y ladrando a su alrededor. Él los ahuyentaba tirándole suaves golpes con el pie y el farol.

Rosa ni siquiera lo miró cuando él llegó junto a la silla baja en que se hallaba sentado su padre. Tomó el mate que el viejo le devolvía y fue caminando indolentemente hacia la cocina.

– ¿Salió algo? -dijo el viejo.

– No -dijo Domingo, pasando junto al viejo y penetrando en el rancho. El camastro del viejo se hallaba desordenado. En el suelo, junto a él, había un espiral consumido: sólo quedaba un trocito incrustado en la base de la lata, y el resto era un montoncito de ceniza intacta en el piso. Domingo colgó el farol en el travesaño y dejó la línea en el lugar donde se hallaban los otros elementos de pesca. Quedó un momento de pie, como pensativo, y se encaminó nuevamente al exterior.

– Esta noche podemos comenzar la galería -dijo el viejo. Ya lo había dicho por lo menos mil veces en los últimos tres años. Hacía referencia al asunto tres o cuatro veces por día.

– Sí -dijo Domingo, mirando hacia el bosquecito.

Rosa regresó con el mate desde la cocina, dándoselo. Domingo lo agarró y comenzó a sorberlo. Miró a Rosa: estaba recién lavada, el rostro todavía un poco hinchado por el sueño, el pelo estirado hacia atrás sobre las sienes, todo mojado. De un borbotón de pelo oscuro sobre la frente, había comenzado a deslizarse una gotita de agua que dejaba sobre la oscura superficie lisa de la frente una estela brillante. La gota se detuvo en el entrecejo. Domingo recordó el último sábado, a la salida del baile, él y Rosa echados sobre el pasto, cerca del agua.

– Ando con ganas de cruzar a la isla -dijo el viejo, como hablando para sí mismo- y probar con la nutria. Lástima que no tenga escopeta. El Cándido tiene dos. Dice que una anda queriendo venderla: dice que con darle cincuenta pesos en el acto y ciento cincuenta más cuando se vaya pudiendo, la entrega. Dice que no hay más que engrasarla para que ande lo más bien.

Domingo terminó de sorber el mate y se lo devolvió a Rosa. Ésta regresó a la cocina. Domingo la miraba alejarse: el vestido floreado producía un tumulto indolente y tembloroso al ser sacudido por las nalgas.

– La conchilla no da para nada -decía mientras tanto el viejo-. Hay muchos juntadores y en el depósito te dan lo que quieren. La nutria sería un buen negocio, ¿no te parece?

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