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Rosita desapareció por la puerta de la cocina, el negligente tumulto floreado, y Domingo se volvió hacia su padre. Éste miraba pensativamente el bosquecito y, más allá, el río.

– Y -dijo Domingo- seguro.

– Ahora claro -dijo el viejo en seguida-. Harían falta esos cincuenta pesos para la entrega. El Cándido vende el arma porque necesita. -Alzó la cabeza y miró a su hijo por un momento; su frente se llenó de arrugas inquisitivas. Rápidamente volvió a dirigir la mirada hacia el bosquecito, aunque no parecía mirar nada en especial, sino reflexionar lenta y vivamente sobre algo-. ¿No podrías pedir un adelanto en la arrocera? -dijo por fin.

Domingo lo miró.

– A los peones no dan -dijo-. Pagan por día.

– Ya sé -dijo el viejo- ya sé.

Quedó pensativo un momento. Domingo lo miraba. El viejo se movió sobre la silla, volvió la cabeza y sus miradas se encontraron.

– No -dijo el viejo- yo decía cobrar un poco del mes que viene, por ejemplo.

Domingo habló con voz muy suave.

– A los peones no dan -dijo.

Rosa regresó de la cocina, secando con el dedo el borde del mate.

– ¿Dónde dormiste? -dijo a Domingo.

– En la costa -dijo él.

Rosa se echó a reír.

– ¿Seguro? -dijo.

Él la miró. Ella lo miraba.

– Seguro -dijo Domingo mirándola. Sus ojos emitieron un leve destello, y también los de Rosa brillaron sonrientes por un momento. El viejo miraba el bosquecito con aire reflexivo, sosteniendo el mate con la palma de la mano, sin sorber. Uno de los perros salió a la carrera de detrás de la casa y cruzando velozmente el patio se internó en el bosquecito.

– Va a hacer mucho calor hoy -dijo el viejo, sorbiendo el mate. Domingo y Rosa dejaron de mirarse.

– Sí-dijo Domingo.

El viejo devolvió el mate a Rosa. Ella se dirigió a la cocina y Domingo la sentía alejarse detrás suyo, las suaves zapatillas rojas tocando el piso de tierra, y "vio" el tumulto floreado, las nalgas prietas y duras debajo, el último sábado.

– No -dijo el viejo lentamente-. Yo decía que si se pudiera conseguir ese adelanto, con la escopeta ya las cosas mejorarían mucho. En todo lo demás se pagaría con la misma nutria. ¿No te parece que digo bien?

– Sí -dijo Domingo. Y después, pensándolo-: ¿Y por qué no junta un poco de conchilla para la entrega?

– También -dijo el viejo, accediendo, en una impostación connivente y prolongada, moviendo pausadamente la cabeza en señal de acuerdo-. ¿Pero no te parece que va a llevar muchos días? Hoy no puedo ir a juntar porque tengo que ir al pueblo por unos asuntos.

– ¿Qué asuntos? -preguntó Domingo rápidamente. El viejo no lo miró. Estuvo como distraído por un momento, como si no lo hubiera oído, y después dijo:

– Unos asuntos.

– Bueno -dijo Domingo- me voy. Hasta luego.

– Hasta luego -dijo el viejo.

Rosita salió de la cocina con el mate.

– Pera Domingo -dijo-. Toma el último.

Domingo se detuvo, agarró el mate que Rosa le entregaba y comenzó a sorberlo. Ahora su padre, desde la silla, lo miraba pensativo, como si no lo viera. Domingo estaba casi de espaldas a él; lo percibía de soslayo. Sentía que su padre estaba mirándolo. Empezó a enrojecer.

– Hace la prueba -dijo el viejo, sin embargo-. Habla con alguno de la administración. A lo mejor te adelanta cincuenta pesos. Con la nutria, y con un poco de conchilla, y tu trabajo en la arrocera, vamos a terminar mejorando un poco. ¿No te parece que está bien pensado?

3

Domingo regresó al rancho al mediodía. Rosa se hallaba en el bosque-cito. Domingo tenía la cara sucia de tierra y llena de pequeñas estelas oscuras dejadas por las gotas de sudor al deslizarse sobre la dura piel. El bosque-cito era un lugar fresco en medio del intenso calor, tanto por la sombra de los árboles como por hallarse más cerca del agua que la casa. El río, sobre el que esplendía la luz cenital, estaba quieto y casi transparente, o exangüe, de una turbulencia marrón, como equívoca.

Rosa había llevado una silla y la mesa al bosquecito y leía una revista. No advirtió su llegada. Los perros corrieron hasta el zanjón y cuando él lo saltó y cruzó el alambrado, emitieron unos rápidos ladridos y comenzaron a dar saltos y a correr alrededor suyo. Él les hacía señas para que se callaran.

Uno se escurrió bajo el alambrado, saltó el zanjón y desapareció husmeando entre la maleza. El otro se sentó sobre sus cuartos traseros y se quedó mirando a Domingo. Este se inclinó hacia él, sonriendo, y le hizo un gesto indicándole que se callara. El perro lo miraba atentamente, los ojos amarillos muy húmedos y brillantes, la lengua rosada temblando a un costado del hocico negro, las orejas caídas, con un aire de desconfianza y perplejidad. Domingo se inclinó más hacia él, cada vez más, mirándolo, hasta que se vio reflejado en los ojos amarillos del perro. Estuvieron contemplándose por un momento. Domingo sonreía y el perro parecía tratar de comprender, moviendo las orejas, todos los músculos de su cuerpo temblando en una expectante tensión bajo la pelambre grisácea.

– Fuera, chicho -dijo Domingo, con voz suave, muy baja, y el perro jadeaba. Su larga lengua rosada temblaba más vivamente que su cuerpo.

Domingo se enderezó y comenzó a caminar lentamente hacia Rosa. El perro continuó mirándolo con extrañeza. Tres o cuatro pasos adelante Domingo se volvió, mirando al animal. Éste le echó una breve mirada, se escurrió bajo el alambrado y dando un salto hacia el otro lado del zanjón, desapareció entre la maleza.

El silencio total del mediodía fue interrumpido, muy lejos, por la voz de un niño. Domingo caminaba muy lentamente aproximándose a Rosa para sorprenderla. Llegó casi junto a ella; sonreía mirándola, y trataba de contener la respiración para no delatarse. Una torcaz, en algún sitio entre los árboles, volvió a romper el silencio por un momento. Su arrullo fueron dos notas breves y una prolongada. Después hubo silencio de nuevo. Rosa estaba leyendo su revista de historietas con mucha atención. Domingo la veía girar concentradamente la cabeza, con una grave expresión, y volver la página en un solo gesto rápido. Leyó un momento la página y a cierta altura se detuvo y volvió nuevamente a la página anterior como para verificar algo ya leído, retomando después la lectura de la otra página. De pronto se volvió hacia Domingo con cara de sorpresa y sobresalto.

– ¡Oh! -dijo.

Domingo se echó a reír y avanzó tranquilamente hacia ella. Al llegar a su lado había dejado de reírse.

– ¿Y el viejo? -dijo.

– No vino -dijo Rosa.

Domingo la miró. Estaba muy cerca de ella. La cara de Rosa era oscura, brillante y prieta. Tenía los labios gruesos y estriados. Sus ojos eran oscuros.

– Ya sé -dijo Domingo-. Está en el hotel ahora.

– Chupando, seguro -dijo Rosa-. Tanto que hizo para comer el asado anoche, y al final se durmió en la mesa -dijo riendo.

Domingo se rió.

– También. Si no veía del pedo -dijo.

Hicieron silencio. De nuevo se oyó el canto cálido de la torcaz; dos notas prolongadas ahora.

– El viejo es bueno -dijo Domingo, en tono reflexivo-. Está muy viejo, eso es lo que pasa.

Rosa lo miraba y sonreía. Era por lo que se hallaba a punto de decir y se rió más todavía cuando lo dijo:

– Quién iba a decir que yo iba a terminar de madre tuya -dijo.

Domingo miró el río, sonriendo. La luz solar esplendía sobre la superficie del agua. La arena estaba como más blanca, y, aunque opaca, parecía incandescente.

– Ahora que estás con el viejo voy a ver si me voy a la ciudad -dijo.

– Anda al diablo -dijo Rosa, hojeando distraídamente la revista-. ¿Qué tengo que ver yo con don Arce?

– Estás con él -dijo Domingo.

La miró.

– ¿No vas a comer nada? -dijo Rosa. Se puso de pie, acomodándose el vestido en la cadera. No lo miraba-. Vení -le dijo.

Domingo permaneció inmóvil.

Ella lo tironeó de la camisa. "Vení", repitió, encaminándose hacia el rancho.

Domingo la siguió lentamente. Ella caminaba con seguridad y displicencia. El veía el silencioso tumulto floreado en las nalgas, la ancha espalda sobre la que la tela floreada se ceñía. Las zapatillas rojas relumbraban sobre el sendero de tierra arenosa, dejando huellas profundas.

Ella entró en el rancho, no en la cocina. El interior del rancho estaba barrido y recién regado, envuelto en una fresca penumbra. Rosa se detuvo junto al camastro del viejo y se volvió. Domingo se detuvo.

– Vení, Domingo -dijo ella.

Domingo permaneció inmóvil. El silencio era total. Debido a la caminata que había hecho desde el pueblo, Domingo sentía la cabeza y el cuerpo calientes y húmedos; caminaba con frecuencia bajo el sol.

– Me voy a la ciudad, Rosa -dijo lenta y roncamente.

– Anda al diablo -dijo Rosa, y avanzó algo.

4

.Y hay huesos enterrados en otro tiempo, y si uno escucha, oye las voces a medida que el suelo cambia. Un buen día los huesos están afuera, sobre la arena. Tienen exactamente el color de la luna. Hay que estar solo, haber mirado largamente las estrellas y oír el primer quejido sin proponérselo, porque las voces se dan a quien ellas quieren, y no a quién las busca, y no dicen palabras sino momentos y noches; se oye como un batir de llamas, y un crepitar de leña, y pasos sobre la tierra.

Junto al raigón, bajo la luz de la luna, Domingo descabezó el pescado dándole de filo tres o cuatro veces con el cuchillo; después lo abrió por el vientre, le sacó los órganos con la mano y los arrojó al agua. El sauce estaba como encalado por la luz lunar. Domingo se puso en cuclillas junto al agua, lavó el gran cuchillo y después se lavó las manos secándose con el pantalón. Mientras recogía las líneas, los pescados y el cuchillo, oyó la voz furiosa del viejo en el rancho. Se incorporó y miró a través del bosquecito el verde resplandor que emergía de la puerta del rancho, tratando de escuchar. No oyó nada más. Comenzó a caminar hacia la casa. Los músculos de su rostro apretado estaban tensos, él lo sentía, y sentía también la misma tensión en todo el cuerpo. Recordó la tarde pasada: su rodilla entre las piernas de Rosa, ella echándose hacia atrás, el cuerpo tirante, y después los dos cayendo sobre el camastro del viejo. Atravesaba el bosquecito. La luna espléndida tendía como pequeños velos claros en la fronda y en el pasto. A veces una porción de arena blanca parecía también un fragmento de materia lunar. No había brisa. Los mosquitos zumbaban en la oscuridad. A medida que avanzaba hacia la casa el aire iba haciéndose más cálido y pesado.

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