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Amparo regresó a la ventana, apoyándose en el marco de la celosía, y contempló el cielo. Los relámpagos eran ahora más intensos, y la atmósfera, oliendo a humedad y a polvo chamuscado, se había vuelto marcadamente más oscura. El chico estaba inmóvil, con la cabeza metida entre dos balaustres, dándole la espalda. "Su padre, igual que él, salía al balcón del hotel a la tardecita", recordó Amparo, echando pensativamente el humo del cigarrillo. En la lejanía, en los confines del cielo, resonó nuevamente un trueno prolongado: parecía una pesada piedra irregular rodando sobre una superficie de tablones.

La ciudad se hallaba envuelta en ese hondo silencio que precede a las tormentas. Cada sonido que llegaba hasta el balcón lo hacía envuelto en una especie de halo de silencio que lo transformaba en un separado y sólido cuerpo, único y abarcable. Amparo salió al balcón, dando dos fáciles y lentos pasos y alzó al niño que comenzó a patalear sin alegría ni enojo, mirando la vidriera de una casa de música en la vereda de enfrente. La vidriera estaba llena de afiches y de cubiertas de discos de todos colores: en su interior había una pequeña luz verde encendida. Amparo depositó al niño sobre la balaustrada, de pie, apoyándolo sobre su hombro, y mirando la calle, abajo, lo sostuvo durante un largo rato. El niño miraba todo lo que sucedía abajo, el paso de los tranvías y de los automóviles, la gente que de vez en cuando señalaba en el cielo la inminencia de la tormenta, las carteleras de un cine unos metros más adelante, hacia la esquina, sobre la vereda de enfrente. "Y esta noche otra vez al cabaret", pensó Amparo, suspirando. Y más en el fondo: "Estoy sola". Miró al niño: "Él no sabe nada; come y duerme, como su padre", pensó. Miró la calle. Ahora estaba desierta. Sólo un tranvía, avanzando con lentitud una cuadra y media más abajo, un amarillo y viejo tranvía, haciendo sonar con insistencia su dura campanilla. Una leve brisa comenzó a soplar. Amparo miraba avanzar el tranvía como subyugada, inmóvil, sosteniendo al niño de pie sobre el borde de la angosta balaustrada, y el ruidoso tranvía, en la calle desierta, hacía sonar la campanilla urgentemente, de un modo cada vez más intenso y rápido, llenando aquel impresionante, pesado, y oscuro silencio. Así hasta que, acercándose cada vez más, Amparo creyó que aquella campanilla resonaba no en la calle, sino dentro de su cabeza. Por fin pasó bajo el balcón, Amparo vio su techo gris y la roldana del troley deslizándose rápidamente sobre el cable bajo el balcón, casi al alcance de la mano, y después se alejó con lentitud y estrépito calle arriba.

Amparo dejó al niño en el suelo, en el balcón, y entró nuevamente en la pieza, echándose sobre la cama. Fumaba pensativa. "Por mí pueden morirse todos", se dijo a sí misma. Miró el cielorraso manchado y agrietado por la humedad. "Por mí puede reventar toda la humanidad", pensó Amparo, apagando el cigarrillo en el cenicero de la mesa de luz.

Oyó las primeras gotas suaves cayendo sobre el techo. Llamó al niño, pero el chico no respondió. "¿No se habrá…?", pensó Amparo, afinando el oído, dejando de respirar por un momento. No oyó nada, salvo las grande gotas de agua cayendo con alguna intermitencia, sobre el alto techo, el balcón, la calle. La atmósfera se había oscurecido aún más. Amparo saltó de la cama y fue con rapidez hasta el balcón: el niño se hallaba inmóvil, entre dos balaustres, mirando la calle con sus límpidos ojos azules.

– Vení para acá -dijo Amparo, con furia.

Lo alzó violentamente y le pegó dos veces en la cara.

– ¿No te dije que entraras? -le reconvino.

El chico lloraba asustado y sorprendido. Amparo lo dejó en el suelo, en la habitación, y el chico se fue llorando a un rincón y sentó allí, en el suelo, contra la pared, mirando a su madre, sin dejar de llorar, envuelto en la semipenumbra.

– Mocoso de porquería -dijo Amparo.

Encendió otro cigarrillo; sus manos temblaban. "Comer y dormir", pensó. "Mocoso de porquería". Después fue serenándose gradualmente. El chico continuaba llorando: después se calló la boca, pero permaneció sentado en el rincón, los ojos azules, como unas piedras húmedas y brillantes, mirando con insistencia a su madre para obtener el perdón y la reconciliación. Amparo ni siquiera lo miró. Con el cigarrillo en la mano, olvidándose del mal rato, se aproximó otra vez a la ventana apoyándose en el marco de la celosía. Ahora llovía intensamente, relampagueaba y tronaba. "Otra vez esta noche al cabaret", se dijo Amparo, mirando la calle con expresión melancólica. El agua le salpicaba el rostro: era una agradable sensación de frescura. Estuvo allí casi media hora, inmóvil, mirando el agua.

Cuando se volvió, el chico continuaba mirándola, los ojos azules abiertos en una expresión de terror y sorpresa, sentado encogido, como si esperara un golpe, en el mismo rincón de la habitación al que la lluvia, desgarrando los pesados nubarrones de un color azul humo, había envuelto en una claridad singular, áspera, y verdosa.

1960

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