Sin embargo el tipo no bailó: apenas el tango comenzó a escucharse regresó a su mesa, se sentó y se quedó inmóvil durante un momento. En seguida se levantó, aproximándose a nuestra mesa; pidió permiso y retiró su copa vacía llevándosela con él. Regresó a sentarse en su propia mesa, quedando completamente inmóvil y en silencio, moviéndose solamente de vez en cuando para llenar su copa y bebérsela de a cortos tragos.
Nos quedamos en el "Copacabana" hasta cerca de las tres. Cuando estaba a punto de comenzar la segunda sección del varíete nos levantamos y nos fuimos. A esa hora se habían ocupado un par de mesas más. El tipo de la mesa de al lado nos corrió hasta la puerta cuando advirtió que salíamos.
– Eh, eh, oigan, diga -nos gritó. Nos detuvimos.
Quedó parado a un metro de distancia del grupo cerca de la puerta de salida, junto al guardarropa.
– ¿Ya se van? -dijo.
– Y, sí -dijo Tomatis-. Ya nos vamos.
– ¿No quieren tomar una botellita de vino? -dijo el tipo.
– No -respondió Tomatis vacilantemente-. Es un poco tarde para nosotros, don. -Y agregó entre dientes-: Mañana tenemos que madrugar para continuar construyendo el sólido edificio de nuestra literatura.
– Al carajo la literatura -dijo Pancho.
– ¿En serio que se van? -dijo el tipo-. Bueno. Buenas noches, muchachos. Y perdonen, muchachos.
– Es una lástima -digo yo-. Nos hubiera gustado verlo bailar el tango como se bailaba en las viejas épocas.
El tipo vaciló antes de responder.
– Fue la morocha la que no quiso saber nada, se lo puedo asegurar -dijo.
– No importa -le digo-. Otra vez será, de todas maneras.
– Claro que sí, muchachos -dijo, dándonos la mano a todos-. Y no se olviden, ¿eh?
No sé en realidad qué era lo que quería que recordáramos. Finalmente, haciendo una especie de reverencia, dijo:
– Gorosito, a sus órdenes.
En seguida salimos. La calle estaba desierta, excepción hecha de un camión y un automóvil estacionados junto a la vereda de enfrente. Comenzamos a caminar hacia el centro, Tomatis, Barra y yo sobre la vereda, Pancho en la calle, haciendo a veces equilibrio sobre el cordón, como un chico.
– Que noche espléndida -dijo Tomatis.
En efecto, era una noche singular, cálida y liviana. En cada esquina malamente iluminada por los faroles del alumbrado público, el empedrado relucía a consecuencias de la humedad. No soplaba brisa. En la lejanía resonaba sordamente el motor de un coche.
– Tengo una idea vaga de un día del mes de enero, a la tardecita -dice entonces Pancho.
– ¿El año pasado? -digo yo.
– Sí -dice Pancho- el año pasado creo.
– ¿Dónde? -le digo yo.
– No sé -dice Pancho-. Sé que era en el mes de enero, a la tardecita, pero no sé dónde. Han hecho conmigo una limpieza poco efectiva. A propósito, ¿qué es de la vida del gran Conde?
– Estuvo en la ciudad -digo yo.
– Durmió en casa -dice Tomatis.
– Andaba a la pesca de unas cátedras de Psicología -digo yo-. Trabaja un poco por hacer algo, nada más. La familia de Conde está bastante bien; el gran problema son las diferencias políticas. Claro que siempre hay algún otro mar de fondo. Pero son una caterva de reaccionarios. De no ser así, Conde tendría la vida asegurada.
– ¿Qué hacemos mañana? -dice Pancho.
(Debo aclarar que a la noche siguiente volvimos al cabaret, y, a propósito de esto, conviene decir que he notado en todos nosotros una tendencia malsana a repetir nuestras visitas a un lugar determinado. He tratado de explicarme esta singularidad, y he llegado a la conclusión de que se trata de una elección simbólica del pasado, por lo que éste tiene de seguro y voluptuosamente acogedor para nuestra existencia. Enriqueciendo este sentimiento, he podido descubrir que el hábito es la expresión de esa misma tendencia, manifestada crónicamente.)
A la noche siguiente, sin embargo, la cosa fue mucho más divertida, ya que se produjeron cambios importantes en el varieté y comenzó, a raíz de esos cambios, un período nuevo en la vida de Carlitos Tomatis, un período que todavía dura. Tal vez sea conveniente, por esa misma razón, pasar por alto el asunto. Sin ir más lejos, hoy charlamos de la cuestión con Tomatis. Pasé a buscarlo por la redacción. Tomatis se hallaba a punto de terminar y salir. Esperé que redactara los últimos párrafos de una crónica (la redacción es una sala larga, con siete u ocho escritorios de madera, cada uno con su correspondiente máquina de escribir, en actividad desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde), sentado frente a él, del otro lado de la máquina de escribir. Carlitos meditaba cada frase, golpeando nerviosamente el borde del escritorio con los nudillos del índice y el medio, y después castigaba las teclas de su Remington con una especie de descuidada pericia. Cuando terminó la crónica sacó la hoja del rodillo de la máquina de escribir y la leyó, retocándola con una lapicera fuente. Después llevó la crónica al despacho del jefe de redacción y regresó sonriendo: "Esto es lo que se llama la opinión periodística: un asalariado que copia con objetividad, dando una forma sencilla y accesible a la mayoría, los detalles más salientes de una asamblea de la Bolsa de Comercio. Por supuesto, no hay que olvidar el acompañamiento musical de los gritos de los colegas, de las diez máquinas de escribir resonando simultáneamente y de los campanillazos del teléfono que ha sido inventado por un tal Graham Bell con el objeto de que fuese distribuido en todas las redacciones del mundo, para que a cada minuto un señor con voz grave y cordial pregunte: «¿Podría informarme si mañana saldrá el sol?» o «¿Cómo formó el equipo de San Lorenzo de Almagro durante el campeonato del año treinta y ocho?». Lamento confesar que el periodista es una especie de parásito: es una especie de testaferro de la mentira." "El mundo está mal hecho, etcétera", le digo yo. "De acuerdo" -me dice Tomatis- "pero no hay que olvidar que los seres humanos somos los únicos responsables." Dicho esto se calzó su saco sport liviano, de color claro, y se ajustó el nudo de la corbata. Comenzamos a bajar las escaleras hacia la calle. "Carlos…", comienzo a decir yo, exactamente cuando trasponemos la puerta de calle.
"Un octubre casi otoñal el de este año", dice Tomatis, apenas ponemos el pie en la vereda. Es cierto que estos días no parecen de primavera sino de otoño: las noches son frescas y no sopla viento, ese viento amarillo y pesado, cargado de polen, característico de la primavera en la ciudad. La luz del sol no es áspera y cruda, color madera, sino de un amarillo fino y pálido, como la de marzo y abril. Pero por supuesto, ese no es el asunto: "¿Qué es de la vida de Vera?", le digo. "Es que ha llovido mucho", dice Tomatis.
"Ha llovido muchísimo este año." "En efecto" -le digo, pacientemente-, "ha llovido todo lo que ha querido." "¿Vera" -dice Tomatis-. Está bien. Perfectamente." "Pongamos que sí" -digo yo-. "¿La viste?" "Pongamos que sí", dice Tomatis. "A ver -le digo yo-. En forma sencilla y accesible para la mayoría: ¿qué es lo que pasa?" "Nada", dice Tomatis. "¿Qué papel juega Ivonne en todo esto?", digo yo. Tomatis se echa a reír: "El papel del marido", dice. "¿Pancho no ha podido hacer nada?", le digo yo. "Absolutamente" -dice Tomatis-. "A propósito; Pancho sale el lunes para Buenos Aires." "Ya sabía" -digo yo-. "He recibido la visita del hermano." "La cosa es mucho más grave ahora", dice Tomatis. "Pancho llora y se ríe, llora y se ríe, continuamente. Ha hecho una fogata con todos los libros del viejo Borges." "¿El viejo Borges?" -digo yo-. "Eso no lo sabía. Sabía que había quemado una serie de libros pero no sabía que eran los del viejo Borges." "No tiene ninguna importancia", dice Tomatis. "Sí que la tiene", digo yo. Estábamos en pleno centro en ese momento: eran un poco más de las cinco de la tarde. El sol comenzaba a dorar las cornisas de los edificios, el día comenzaba a declinar: uno empieza a sentir la proximidad de la hora terrible. "¿Vamos a echar un vistazo a la librería?", digo yo. "Vamos", dice Tomatis, y después, en el largo salón abarrotado de libros, acomodados en altos estantes que tocan el cielorraso, libros que hablan de libros que a su vez hablan de otros libros (y lo que puede servir a cada hombre, en medio de esa interminable charlatanería, muchas veces no pasa de ser una simple página, un párrafo, una frase, una línea, una palabra), mientras nos paseábamos entre las mesas de ofertas y novedades, entre los tomos de literatura, crítica, poesía, filosofía, o, Dios nos libre a todos, psicología, Tomatis se da vuelta y con voz seria y preocupada me dice: "Ivonne quiere conocerte." "Estoy volviéndome cada día más popular", digo yo. "Un cuerno la vela", dice Tomatis. "Me parece que es para que la ayudes a disuadirme." "Las pelirrojas son singularmente astutas", digo yo. "Puedo asegurarte que estás equivocado", dice Tomatis mientras hojea una edición compendiada (en forma sencilla y accesible a la mayoría, supongo) de " La Guerra y la Paz. " "¿En qué sentido?", digo yo. "Ivonne está completamente desesperada. Ahora simula aprobar nuestras relaciones. Y afirma que quiere conocerte para completar el cuarteto. Creo que inconscientemente sabe una cosa: así como su presencia neutraliza e inhibe a Vera, la tuya puede producir el mismo efecto sobre mí." "No veo ninguna razón", le digo. "Andamos a la pesca de traiciones que exalten nuestra inocencia", dice Tomatis. "Los que nos quieren lo saben y, si tienen un grado elevado de conciencia, las evitan. Si carecen de la conciencia necesaria las evitan por otra razón: para establecer la culpa en el otro. Es la clave del sacrificio." "Excelente", digo yo. "Elemental, mi querido Watson", responde Tomatis sonriendo. Deja la edición compendiada de " La Guerra y la Paz " y comenzamos a caminar hacia la calle. Miro a Tomatis de reojo; él no lo advierte: camina con la cabeza gacha, como si buscara algo en el suelo. "Carlos" -le digo yo- "¿y si yo indujera a Ivonne a la normalidad?" Tomatis me mira, sorprendido, parpadeando: "No seas pedante, Horacio", me dice. "No, en serio", le digo. "¿Si la trajera a la normalidad?" Tomatis vuelve a mirarme. Ni siquiera sabe que estoy bromeando; claro, no es totalmente una broma, como se-puede comprender. "Eso es imposible", dice Tomatis en forma terminante. "Nadie podría resistirlo." "Es verdad", le digo yo de un modo pensativo, mirándolo. "El mundo no sería mundo. Pero entonces, ¿para qué tanto análisis? Al carajo con el análisis. ¿Coincidimos, eh, Carlitos? ¿Para qué tanto análisis". Tomatis me miró parpadeando durante un momento; después comenzó a sonreír: "No te hagas el estúpido, Barco", me dijo.