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El segundo número del varíete era una bailarina española, Amparo de Sevilla, vestida, como es corriente, con un amplio vestido de cretona ordinaria, lleno de volados. Su indumentaria se complementaba con un rulito engominado sobre la frente, un gran clavel rojo entre los pechos, las castañuelas, etcétera, y a pesar del tremendo estruendo que creó su paso por el salón, no pudo lograr que Pancho y Barra interrumpieran su súbita y animada conversación, así como tampoco logró interrumpirla una bailarina tropical que era el tercer número del varíete, y que apareció dando unos pasitos cortos y arrastrados por la pista, llevando como única indumentaria un corpiño y una bombachita de un raso verde bastante desvaído, llenos de lentejuelas, y un tocado de plumas de todos colores en la cabeza: era, para decir la pura verdad, bastante vieja, y bailaba asimismo bastante mal, y como si no bastara con que su piel fuese repugnantemente blanca, tono completamente pasado de moda para la piel femenina, y algo ajada y flácida, no había tenido el cuidado de ocultar la cicatriz de una operación que dividía su vientre, cicatriz cuya presencia descomponía de un modo definitivo y total todo el espectáculo.

El cuarto número del varíete era un bailarín folklórico que zapateaba un malambo, y lo cómico del asunto, en lo que se refiere a Pancho y a Barra y a su dichosa conversación, fue que al finalizar el número, antes de que comenzara el próximo, me incliné hacia Pancho para preguntarle si él también había advertido que el bailarín tenía cierto parecido físico con Tomatis (algo cargado de hombros, una cabeza de forma rara, la nariz ganchuda, los ojos separados entre sí como los de una ballena), y entonces tuve la sensación de que Pancho y Barra no sólo habían estado conversando sin atender el espectáculo, sino que ni siquiera se habían dado cuenta de que el espectáculo había tenido lugar, porque cuando le hice la pregunta Pancho se volvió bruscamente hacia mí, me miró con los ojos muy abiertos, con expresión de sentirse realmente sorprendido, y me preguntó: "¿Qué bailarín folklórico?", mirándome sin parpadear durante un largo momento.

Solamente cuando se presentó el número central del varíete, Pancho y Barra se callaron la boca, cambiaron de posición sobre sus sillas y se dedicaron a mirar el espectáculo, una joven de unos veinticinco años, graciosa y bien formada, cuya especialidad era el streap-tease, que se presentó vestida de pies a cabeza con un traje de novia hecho de una tela transparente, con las manos juntas en actitud de quien se encuentra rezando, y caminando con gran lentitud, entonando con unas modulaciones infantiles, buscadas deliberadamente, las estrofas de una canción picaresca que hablaba de una novia abandonada la noche misma de la boda, antes de que la cosa sucediera; la letra explicaba que la chica se ponía a disposición de quien quisiera realizar el trabajo, y después dejaba de cantar y comenzaba a despojarse de sus prendas con exasperante lentitud, amagando dos o tres veces con cada una antes de sacársela, hasta quedar con una estrella pequeñísima, dorada, sobre cada uno de los pezones, y otra de mayor tamaño en el pubis; a esa altura las luces se encendieron y se apagaron tres o cuatro veces, y el tambor redobló en el escenario para dar la sensación de climax, y entonces la chica se cubrió con una capa completamente transparente y dio una vuelta a la pista, en cuyo extremo se detuvo, y en medio de los compases de la "Marcha Nupcial", resonando pesada y paródicamente, se volvió hacia el público, arrojó un beso con la mano, estirando el brazo y haciendo una leve genuflexión, y salió al trotecito para los camarines.

A todo esto el tipo de la mesa de al lado demostraba un entusiasmo singular: se movía nerviosamente sobre la silla, decía cosas que la música impedía escuchar, se volvía hacia mí guiñándome repetidas veces el ojo, cabeceando hacia la chica con expresión picara y connivente. Pancho y Barra miraban sonriendo el espectáculo. Tomatis dormitaba. Cuando la música cesó y las luces se apagaron, devolviendo la semipenumbra al local, Tomatis se despertó como sobresaltado.

– ¿Eh? ¿Qué pasa? -dijo.

Los músicos dejaron sus instrumentos en el escenario y bajaron al salón para descansar. Se hizo un momento de silencio en todo el salón que interrumpió la risa prolongada y áspera de una de las chicas. El tipo de la mesa de al lado se levantó, con la copa en la mano y se aproximó a la mesa; por la manera de caminar me di cuenta de que estaba un poco ebrio.

– Buenos noches, muchachos -dijo de un modo entusiasta, apoyando su mano sobre el hombro de Tomatis. Carlitos lo miró, dejando caer levemente la cabeza hacia un costado-. ¿Cómo marcha la cosa?

– Bien, nomás -dijo Tomatis.

– Gorosito, a sus órdenes -dijo el tipo.

– Mucho gusto -dijo Tomatis.

– ¿Qué le pasa? -dijo Pancho, como emergiendo de una honda meditación, sin mirarlo, alzando más bien la cabeza hacia la pista.

– Pancho -dije yo- El señor Gorosito.

– Gorosito, a sus órdenes -dijo el tipo.

– Bueno, está bien – dijo Pancho.

El hombre oscilaba ligeramente, sosteniendo la copa con una mano, la otra apoyada sobre el hombro de Tomatis. Nadie decía nada.

– ¿Andan de garufa, muchachos? -dijo tímidamente.

– Eso es -dijo Tomatis.

– No, claro -dijo el tipo; se inclinó más hacia mí, al advertir que yo era el único que le prestaba cierta atención-. En mis tiempos era diferente, se lo puedo asegurar.

– ¿Si? -le dije yo.

– Seguro -dijo él-. Era otra gente, viejo.

Entonces Pancho se inclina hacia mí, de costado me toca el brazo y dice:

– ¿Quién es este tipo?

– Qué se yo -le digo.

– Me pone nervioso ahí parado -dice Pancho.

– Ya pasaron esos tiempos, mi amigo -dice el tipo.

– ¿Qué tiempos? -dice Pancho, alzando la cabeza hacia él, invadido por un real y súbito interés.

– Ustedes ni siquiera habían nacido -dijo el tipo, y viendo el interés inesperado de Pancho se separó de Tomatis y vino hacia nosotros-. Aquello sí que era diversión.

Pancho hizo una especie de espiral en el aire, con el dedo, con lo cual señalaba el local.

– ¿En el cabaret? -preguntó.

– En todos lados. Y antes de que yo naciera también, según sabía contarme mi finado padre -miró a su alrededor con gesto de repugnancia-. Antes el tango se bailaba de corazón -dijo-. ¿Me puedo sentar un ratito con ustedes, muchachos?

– Cómo no, don -dijo Pancho-. Déle. Siéntese nomás.

Su rostro adquirió una expresión de brillante satisfacción; dejó cuidadosamente su copa sobre la mesa, inclinándose en forma exagerada, y dijo:

– En seguida.

Fue hasta su mesa y arrastró de vuelta una silla, caminando ligeramente, dando saltitos. Colocó la silla con gran entusiasmo, entre Pancho y yo. Cuando estuvo sentado se dio unos golpecitos sobre la rodilla, con aire de satisfacción; después alzo su copa y tomó un trago. Los cuatro lo mirábamos. Cuando dejó de tomar, sosteniendo todavía la copa en la mano, la sonrisa desapareció de su rostro, pareció sentirse completamente confundido, y carraspeó tres o cuatro veces.

– Andamos con el ánimo por el suelo, don -dijo Tomatis, suspirando.

El tipo aprovechó la grieta para colarse.

– ¿Problemas con las mujeres, muchachos? -dijo, mirándonos, buscando en especial conversación con Pancho debido al interés demostrado por éste un momento antes-. Por eso yo soy soltero. Me fui quedando, quedando, y aquí me tienen, sin problemas, solterito.

– Es una suerte -dije yo, al ver que nadie le respondía-. Esta gente es muy amarga -dije sonriendo, señalando a los muchachos.- Siempre son así.

– En mis tiempos era diferente, se lo puedo asegurar -dijo el tipo-. Y antes de que yo naciera, según sabía contarme mi finado padre, mucho mejor. Era gente de otra pasta.

– Antes el tango se bailaba de otra manera, ¿no es cierto? -le dije.

– Efectivamente -dijo el tipo-. Y la juventud era otra cosa.

– ¿Otra cosa? -le dije-. ¿Cómo otra cosa?

El hombre dudó; meditó, y creo que se puso un poco colorado.

– Y -dijo-. Otra cosa.

Está demás decir que Tomatis había recomenzado a dormitar y Barra observaba distraídamente el salón, acariciándose el duro bigote con los dedos. Pancho se puso de pie.

– Voy al baño -dijo. Al baño se va en el "Copacabana" por una pequeña puerta abierta junto al escenario; el alto y lento cuerpo de Pancho se dirigió al baño, y al pasar frente al escenario pálidamente iluminado resaltó como un escorzo sombrío. Pancho iba tocándose la cara con la mano, cargado de hombros, la cabeza caída, en una actitud como pensativa.

– ¿Qué hora es? -preguntó Barra. Al efectuar la pregunta volvió el rostro hacia nosotros, y en seguida, sin siquiera esperar la respuesta, continuó mirando el salón, tocándose el bigote, como si tratara de olerse los dedos. El tipo sacó trabajosamente su reloj de bolsillo, lo abrió, y echándose para atrás lo elevó acercándolo a su rostro, para tratar de ver la esfera en la atenuada penumbra. Con voz vacilante respondió que eran las dos pasadas.

– Yo vengo aquí casi todas las noches -dijo después, con aire raro.

– Cierto. Le encuentro cara conocida -le digo yo.

– Pero me aburro -dijo el tipo-. No es como antes, cuando yo era joven. Qué mujeres. Cómo bailaban, se lo puedo asegurar. Ahora, ¡qué! ahora no es nada en comparación con aquella época.

Se inclinó hacia mí haciendo gestos de complicidad:

– Yo no dormía nunca -dijo-. Había un patio con una glorieta, en el sur. Se bailaba las veinticuatro horas del día. Dos por tres el baile terminaba con

un finado. ¿Ahora? -dijo, con aire de superioridad-. Qué me van a venir a hablar de diversión. Hace por lo menos desde el año cuarenta que no me divierto en ninguna parte, se lo puedo asegurar.

Me tocó el brazo cabeceando hacia Tomatis. Carlitos dormía, apoyando el codo en la baranda y sosteniéndose la cabeza con la palma de la mano.

– Fíjese -dijo el tipo-. Eh, mi amigo -le gritó. Tomatis ni siquiera se movió-. Eh, oiga, oiga, diga -dijo el tipo. Como Tomatis seguía sin responderle el tipo se paró torpemente, y lo tocó inclinándose hacia él a través de la mesa.

– ¿Qué? -dijo Tomatis, despertándose.

– No se duerma, mi amigo -dijo el tipo.

Tomatis bostezó.

– No -dijo-. No dormía.

– Bueno -dijo el tipo, disponiéndose a sentarse. Tomatis apoyó nuevamente el codo sobre la baranda y la cabeza en la palma de la mano. El tipo se inclinó de nuevo hacia él-. No. No -le dijo, sacudiendo el índice delante de él, como reprendiéndolo.

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