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Eso fue lo que me contó Tomatis. Cuando Barra regresó Adonis estaba todavía en la casa. Era la madrugada del seis de enero. Barra se lo contó a Pancho y Pancho, por supuesto, en seguida, me lo transmitió a mí. Barra entró, encendió la luz del dormitorio, y ahí estaban los dos en la cama de matrimonio, uno junto al otro, durmiendo. Era pleno enero: una noche de calor pesado; las ventanas estaban abiertas. No hacen falta, en esas noches, ni frazadas, ni sábanas, ni nada. En esas noches el roce de una seda delicada lastima ásperamente la piel. Las noches de enero son lentas y ardientes, difíciles de soportar. "Bueno", dijo Barra al ver el cuadro; y golpeando las manos gritó: "¡Arriba todo el mundo!" Adonis fue el primero en despertar; abrió los ojos con gran asombro y espanto y se quedó sentado en la cama. "Póngase un pijama" le dijo Barra. "¿Quién es usted?", preguntó Adonis. "El marido", dijo Barra. "La ley me ampara. Puedo matarlo y salir inmediatamente en libertad". Estela roncaba. Comenzó a moverse incómoda en ese momento. El pibe dio un salto y quedó de pie junto a la cama: "Yo no tengo la culpa, diga. Fue ella la que me trajo -dijo-. Yo no sabía que era casada. Me dijo que era separada. Además estuvo aquí con otro tipo la semana pasada". Estela dejó de roncar y entreabrió los ojos. "Pongase un pijama le digo", dijo Barra. "No tengo pijama". El pibe estaba a punto de llorar. Tenía un susto terrible. "Yo no me las tiro de vivo, diga", murmuró. "Échalo a la calle, Alfredo", dijo Estela lentamente. "Es terriblemente ordinario. Estuvo conmigo toda la semana". "Yo no soy un vivo", dijo Adonis. Al fin se vistió y se fue. Estela, continuó durmiendo. Barra se desvistió y se acostó. A la mañana siguiente Estela preparó un desayuno ejemplar: jugo de naranja, leche fría, queso de cabra que el propio Barra había traído de Córdoba, uvas y melón frío. Se lo llevó a Barra a la cama: "Estoy segura de que sos incapaz de separarte de mí", le dijo. "Yo tampoco soy capaz de una cosa semejante. No te hagas más problemas sobre el asunto. Me has engañado muchísimas veces desde que estamos casados con mujeres que otros hombres no tocarían ni con una caña. Esta uva es moscatel. Es deliciosa. No dejes de probarla".

Así fue como me contaron las cosas Pancho y Carlos Tomatis. Pero eso sucedió casi dos meses después de la noche en que nos habíamos juntado porque Pancho acababa de regresar de Buenos Aires. Esa noche, después que nos tomamos un par de ginebras (cada uno, se entiende) nos levantamos por fin para ir a ver el varíete del "Copacabana". Tomamos un taxi frente a la entrada misma de la galería y descendimos bajo el resplandor rojo y verde del letrero luminoso del cabaret. Como el barrio es algo desierto y silencioso, si bien no está nada lejos del centro, la música del cabaret se oye siempre desde por lo menos una cuadra a la redonda. El "Copacabana" es un galpón largo, frío y rectangular. La pista rectangular está separada del espacio donde se hallan esparcidas las mesas por medio de una baranda de caños, pintados de todos colores, con cuatro aberturas, una por lado, destinadas al acceso de las parejas. Las mesas se hallan dispuestas junto a la baranda, en una o dos hileras. En uno de los extremos del salón se abre un escenario de tipo italiano, ocupado por un piano vertical y abarrotado de sillas y atriles. En la pared del fondo del escenario hay un terrible mural pintado al parecer por un pintor de brocha gorda que representa un morro, con un caserío en el fondo, una palmera, ingenuamente fálica, y la correspondiente pareja de negros bailando. El salón está iluminado por luces indirectas, rojas, verdes y azules, como las del letrero luminoso de la fachada exterior. Ese tipo de iluminación crea una penumbra incómoda y por esta misma razón inquietante, en medio de la cual nada puede percibirse ni ocultarse completamente.

El techo del salón es altísimo, como el de un depósito o el de una iglesia. Tanto el lugar como los clientes, o como el personal o los números del varíete, son especiales para hacer que el tipo más o menos inteligente que va al "Copacabana" experimente de un modo constante la sensación de que está pasando una noche horrible.

A veces me río para mis adentros cuando oigo decir a alguien que se ha divertido en el cabaret. Ningún tipo con dos dedos de frente puede ir seriamente a buscar diversión a un cabaret. No hay lugar en la tierra más aburrido que el cabaret, además de ser un estilo de espectáculo completamente pasado de moda. Ir al cabaret entre nosotros (me estoy refiriendo a Tomatis, a Barra, a Pancho y a mí, o a cualquiera de los otros muchachos) significa ir a un lugar que permanece abierto después de media noche, cuando todos los otros lugares están cerrados, un local del que no pueden echarnos hasta después de las cinco de la mañana. El único encanto que puede tener un lugar como el "Copacabana" es la posibilidad que ofrece de escuchar algunos viejos tangos que debido al flujo y reflujo de la moda de la música popular no se tocan en otro lado.

Entramos. Estaba semidesierto, como de costumbre. La orquesta (un violín, un bandoneón, un piano) ejecutaba "Rosas de otoño". Al otro lado de la pista había tres mesas ocupadas; del lado que nos sentamos nosotros sólo una, aparte de la nuestra. Era un hombre solo, muy flaco, al parecer de más de cincuenta años, vestido con un traje claro, visible en la penumbra, y un sombrero con el ala doblada sobre la frente. Observaba silenciosamente a una pareja que recorría la pista girando sin cesar al compás del vals. En su mesa había una botella de vino, sumergida en un baldecito de hielo. Nos miró atentamente cuando entramos: su cabeza giró y mantuvo su rostro fijo hacia nosotros. Yo vine a quedar enfrente de él, de modo que pude observar cómo nos contemplaba de vez en cuando como si tuviera interés en decirnos algo.

Cuando vino la camarera le pedimos una botella de vino blanco. La mujer, una rubia gruesa de edad bastante imprecisa, nos miró con un aire maternal y desconfiado.

– ¿Y la pelirroja? -dijo Pancho tocándose el brazo con la mano después que la camarera se alejó.

– No la veo -respondí.

– Me excitan las pelirrojas -dijo Pancho, volviendo a pasear indolentemente su mirada por la pista.

En eso veo que el tipo flaco de la mesa vecina le toca el hombro a Tomatis que le daba la espalda. Tomatis se dio vuelta y el tipo le dijo algo, señalándole un cigarrillo que sostenía en la mano derecha.

– ¿Nadie tiene fuego? -dice Tomatis, entre el estruendo de la música-. Aquí el señor quiere fuego.

Le alcancé a través de la mesa mi encendedor. Tomatis se lo entregó. El tipo encendió y a la luz de la llama alcancé a ver su rostro: un rostro nervioso y chupado, pero ingenuo. Después que apagó la llama alzó un poco el encendedor, como para observarlo mejor a la escasa luz. Le dijo algo a Tomatis. Tomatis se encogió de hombros, recibiendo el encendedor de manos del tipo.

– Dice si es de oro -dijo Tomatis.

– No -le digo yo-. Es dorado nada más.

Tomatis le dijo algo y el tipo hizo un gesto desmesuradamente afirmativo y después continuó mirando a la pareja que giraba sin cesar al compás de "Rosas de otoño".

Después que la camarera rubia nos trajo la botella de vino, sumergida en un baldecito idéntico al de la mesa de al lado, y la cobró (trescientos pesos, los pagó Pancho, separando minuciosamente tres billetes de cien de un fajo bastante abultado, que la camarera alcanzó a distinguir, cambiando de golpe la actitud hacia nosotros). Desde ese momento empezó el desfile de chicas a la mesa. Vinieron cuatro, que regresaron por donde habían venido, una por vez, y cada vez que una de ellas se aproximaba el tipo de la mesa de al lado se volvía hacia nosotros y escuchaba el diálogo con una sonrisa de interés y expectativa. Se veía que tenía unas ganas bárbaras de sentarse con nosotros.

Después se encendieron las luces de la sala y dio comienzo el varíete.

– Ahora viene lo bueno -dijo entonces el tipo de al lado, moviéndose impaciente sobre la silla. Me miró y me guiñó el ojo, cabeceando hacia la pista.

Entonces pude verlo con mayor precisión: tenía el cuello de la camisa abrochado, pero no llevaba corbata; el rostro amarillo y tierno, unos labios finos, las mejillas ajadas y rasuradas y unos ojos pequeños y sumisos, inquisitivos.

– ¿No es cierto, muchachos? -repetía-. ¡Ahora viene lo bueno!

Y guiñaba el ojo, cabeceando con una expresión entendida y connivente hacia la pista; excepción hecha de mí, que me hallaba sentado frente a él, nadie le hacía caso. Yo trataba de responder en la mayor medida posible a su comunicatividad, pero confieso que no estaba con buena disposición de ánimo para eso. En cuanto a Pancho, Barra y Tomatis, ninguno decía nada: los tres parecían hallarse ensimismados y taciturnos y Tomatis tenía un aire soñoliento y melancólico.

El varieté contaba con cinco números. Un dúo vocal centroamericano: una mujer de unos cuarenta años, gruesa, que llevaba un vestido muy ajustado lleno de lentejuelas, de color rosa, y un hombre bajito, de aspecto raro, con una gran dentadura, como la de un caballo, que quedaba al descubierto apenas abría la boca: se hallaba vestido con unos zapatos combinados, bastante viejos, blancos y negros, un pantalón negro, y un smoking celeste de tela ordinaria. El hombre tocaba la guitarra y la mujer sacudía torpemente unas maracas; no daban con el tono de voz adecuado, se confundían al principio de cada estrofa, se olvidaban de la letra de las canciones, y en un momento dado, cuando quisieron cambiar de lugar, efectuando una especie de esbozo coreográfico, para quedar parado uno en el sitio en el que hasta entonces se había hallado el otro, el vestido de la mujer se enredó en el cable del micrófono, desgarrándosele un penacho de gasa que llevaba en el ruedo y haciendo trastabillar ruidosamente el micrófono, todo de un modo tan lento y complicado que debieron interrumpir por un momento la canción que se hallaban cantando. Aproximadamente en la mitad de la primer canción, un poco después del incidente, Pancho y Barra comenzaron una chachara interminable, inclinándose uno hacia el otro, hablando en voz un poco más baja que lo normal y haciendo amplios gestos con la mano, de un modo tan descarado que el tipo de la guitarra comenzó a mirarlos nerviosamente de reojo, sin suspender su sonrisa profesional, que dejaba al descubierto sus grandes dientes amarillos de caballo, y la mujer clavó definitivamente su mirada en nuestra mesa, con una expresión de creciente cólera.

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