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– Pancho viejo -dice Barra.

– Pancho -dice Tomatis; Pancho se vuelve y lo mira, sonriendo; Tomatis sonríe por lo que se halla a punto de decir, después lo dice: -¿Qué es eso de no dejar paso a la gente en los tranvías?

Entonces Pancho se echa a reír sacudiendo la cabeza, con la expresión del chico que ha sido pescado en una falta.

– ¿Acaso los tranvías no pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis.

Pancho me mira, riendo, deja el tenedor sobre el borde del plato, me toca el codo con la mano, y siempre riendo, cabecea hacia Tomatis, señalándolo, como diciendo: "Atiendan lo que dice."

– ¿O es que no sabías que pertenecen a la comunidad? -dice Tomatis. Nos mira a Barra y a mí.

– Él con su neurosis, se da el tremendo gustazo de incomodar a la gran familia argentina.

– Ha tenido la diabólica sabiduría de encontrar el pretexto -digo yo.

Pancho alza su copa de vino y toma un trago. La deja. Se seca los labios con una servilleta. Me mira.

– ¿Cómo es eso? -me dice- ¿Qué pretexto?

– El pretexto que le permite a uno hacer algo -fuera de lo común -digo yo. De las otras mesas casi todas ocupadas, nos miraban de vez en cuando con curiosidad y sorpresa. Hablábamos en voz un poco alta-. Permitimos que alguien cometa una barbaridad siempre que deje bien claro el motivo. Además nos permitimos hacerla atendiendo a las mismas condiciones.

– ¿Qué es eso? -dice Pancho-. ¿Qué condiciones?

Tomatis me mira, sonriendo. Vuelve lentamente la cabeza y mira a Pancho.

– Me parece que, por ejemplo, si en tu manía de no dejar paso a la gente como todo el mundo, no les ofrecieras la explicación paralela de la crisis neurótica, ellos se volverían locos de desconcierto y espanto -dice.

– Exactamente -digo yo.

– Y esa es la razón por la cual vas a internarte de vez en cuando a un sanatorio. Es para darle un sentido a tu conducta.

– Exacto -digo yo.

– Y al diablo -dice Tomatis.

– En definitiva ¿no soy más que un farsante? -dice Pancho-. Sí al diablo.

Hablamos media hora más sobre el asunto, hasta que terminamos de comer. "Lo peor que puede, sucedemos es que nos consideren extrahumanos. Queremos darle una explicación razonable a todos nuestros actos", dijo Tomatis. "Por supuesto", dijo Pancho. "Pero… ¡Un cuerno la vela! A qué hora es el primer varieté?" Tomatis miraba a Pancho sonriendo; creo que yo también. Barra no miraba a nadie ni sonreía: se hallaba invadido nuevamente por esa distracción triste o casi desesperada que lo hace levantar a menudo la cabeza, como si estuviera tratando de escuchar algún murmullo resonante y lejano, y tocarse muchas veces y con lentitud el bigote, con el pulgar y el índice como probando su consistencia. "Pensemos en el arte; en el arte sin ir más lejos", decía Tomatis. "Para justificarlo le adherimos la explicación de que es útil; pero en realidad no sabemos de qué se trata." "La literatura es lo peor que hay" dijo Pancho, como para sí mismo. "En especial la literatura argentina: está llena de viejos de la calaña de Guido y Spano."

Entonces dice Tomatis:

– No nos olvidemos de Leopoldo: ese pícaro tiene que encabezar la lista,

– Eso es -dice Pancho.

– Bueno -digo yo-. Acábenla.

Media hora más tarde, alrededor de las once y media, descendimos de un taxi frente a los pasillos iluminados de la galería. Recorrimos rápidamente una de las alas, entre los pequeños locales iluminados, envueltos en el sordo estruendo borroso de la música, y nos sentamos en una de las mesas del patio. Había muchísima gente; parloteaba y reía, diseminada en grupos de tres o cuatro alrededor de las mesas de hierro de todos colores. El grupo de la guitarra no estaba. Tomamos café.

– Sin embargo -dice Pancho-, ir a la playa no fue todo lo que hicimos el verano pasado.

– ¿Qué estás tratando de inventar? -le digo yo.

Pancho se toca la frente con aire confuso;

– No -dice-. En serio. Yo decía algo que no tiene nada que ver con la playa. Lo de la playa está bien; lo recuerdo perfectamente. Tengo prácticamente en blanco el otro período. Es bastante desagradable.

Ninguno de los tres dice nada; Pancho continúa tocándose la frente, y haciendo gestos de confusión. Habla como para sí mismo.

– Es bastante terrible -dice-. ¿Nunca les pasó? Deben ser los efectos del shock insulínico.

– No, hombre -dice Barra-. Qué va a ser.

Pancho alza de golpe la cabeza: los ojos le brillan furiosos y terribles. La sangre afluye rápidamente a su rostro pálido y áspero.

– Con vos no es la cosa -dice, mirando fijamente a Barra, haciendo gestos con la mano-. Bueno. Con vos no es la cosa.

Tomatis hace un rápido ademán, dejando con estrépito el pocillo de café sobre el platito.

– Bueno -dice.

Pancho se echa sobre el respaldo de la silla; sus facciones se distienden y cuajan en una creciente sonrisa.

– Se me hace tarde. Me voy -dice Barra, poniéndose de pie.

Entonces Pancho lo mira nuevamente, de un modo súbito también, y la sonrisa desaparece de su rostro, que ha adquirido ahora una expresión como de temor y sorpresa.

– Hasta mañana -dice Barra, y comienza a alejarse sorteando las mesas. Tomatis golpea lentamente, manteniendo un ritmo regular, con expresión pensativa, la cucharita de café contra el pocillo. Barra desaparece por la ancha boca del pasillo iluminado.

Estuvimos varios minutos sin decir palabra. Yo escuchaba la música. No sé en qué estarían pensando los otros. Pancho se hallaba con las piernas estiradas debajo de la mesa, encogido sobre su silla, sosteniendo el mentón con la palma de la mano derecha, el codo derecho asentándose sobre la palma de la mano izquierda, el brazo izquierdo doblado a la altura de la barriga. Tomatis observaba la ruidosa gente que mataba el tiempo charlando en el patio. Nuestras miradas no se cruzaron ni siquiera una vez sola.

En eso Pancho se pone de pie rápidamente y nos dice:

– Vuelvo en seguida. No se vayan -y sale dando grandes trancos entre las mesas, desapareciendo por la boca del pasillo iluminado.

Todavía permanecimos un par de minutos sin decir nada.

– Bueno -dice por fin Tomatis, suspirando.

– Va a traerlo -digo yo.

Tomatis se pasa la mano por la frente en un gesto de cansancio.

– Mañana no trabajo -dice. Tomatis y Barra pertenecen al cuerpo de redacción del único diario de la ciudad. Barra hizo hace tiempo un par de años de estudios de Derecho en la Universidad Nacional; después abandonó la carrera. Tomatis está inscripto en la Facultad de Filosofía de Rosario y rinde alguna materia de cuando en cuando, muy de cuando en cuando. La facultad le sirve de pretexto para hacerse alguna escapada mensual a Rosario. El y Barra trabajan hace como cinco años en el diario, aunque en realidad a ninguno de los dos le interesa la profesión. Están en otra cosa: Barra, por ejemplo, se interesa por el cine, aunque creo que hasta él mismo sabe conscientemente que esa dudosa vocación le sirve en gran medida de pretexto para justificar el tiempo que pierde. A Tomatis lo único que parece interesarle seriamente es la literatura. De todas maneras, a él no le queda más remedio que trabajar en el diario, porque a esta altura, y como van las cosas, en este país la literatura no es una profesión: es una changa.

– Pancho está echándose a perder con tanto psicoanálisis -le digo a Tomatis.-

– Sí -dice Tomatis-. Se va a arruinar la salud.

– Sin embargo, lo pensás seriamente. No querés decirlo por pura lealtad.

– Gracias por echármelo en cara -sonríe Tomatis con dulzura.

Entonces me inclino hacia él a través de la mesa. La música resuena sordamente en el patio; la gente ríe y parlotea.

– ¿Qué te parece si mañana temprano, a las seis, nos tomamos el ómnibus y nos vamos a pasar el fin de semana a Colastiné? La costa está estupenda, me han dicho.

Tomatis suspira.

– Estoy terriblemente fatigado -dice, tocándose la frente con la palma de la mano-. Estoy terriblemente fatigado.

Estuvimos allí hasta las doce y media. La gente empezó a irse y el ruido disminuyó. Pero nosotros no teníamos ganas de hablar. Daba lo mismo que hubiese o no silencio. En todo el tiempo cruzamos alguna que otra frase perdida. Nosotros podemos estar juntos en silencio, durante largo tiempo, y no sentirnos incómodos por eso.

Alrededor de las doce y media regresaron Pancho y Barra; venían conversando con gran animación.

– Estuvimos charlando con una ginebra de por medio -dice jovialmente Barra al detenerse junto a la mesa.

– Nos alegramos -dice Tomatis.

Pancho y Barra permanecen un momento de pie junto a la mesa, mirándonos sonrientes.

– ¿Una ginebra? -dice Pancho; y sin consultar golpea las manos y rodea la mesa para sentarse, mientras el mozo se aproxima hacia nosotros-. Cuatro ginebras con hielo -dice Pancho, sentándose. El mozo se aleja hacia el bar. Barra se sienta; el silencio continúa, pero ahora se trata de un silencio incómodo.

En eso Pancho se remueve lenta y nerviosamente sobre la silla y, mirándome, pregunta:

– ¿Decidiste lo de Córdoba?

– Todavía no -le digo.

– Dame la respuesta mañana. Estuve hablando con Barra. Tal vez me acompañe.

– Perfectamente -le digo-. Mañana te contesto.

Debo aclarar que fue con Barra, durante la semana de las fiestas. Ese viaje trajo bastante complicaciones. Estela, la mujer de Barra, quiso separarse de él a raíz del asunto. Como sus vacaciones no le correspondían hasta marzo, de acuerdo a los turnos distribuidos entre el personal, Barra pidió diez días de licencia sin goce de sueldo. La mujer de Barra puso el grito en el cielo; tuvieron una pelea descomunal antes de que Pancho y Barra salieran para Córdoba. Estela le juró que se iba a matar si él se iba. Barra le contestó que le parecía una idea excelente. Estela no se mató: eligió un camino completamente diferente: sedujo a un pibe de unos dieciocho años, alumno de ella en el colegio secundario, donde dicta clases de psicología, y lo trajo a vivir con ella durante los diez días en que Barra estuvo afuera. Todo eso haciendo gran ostentación en el barrio, de tal manera que al tercer día ninguna respetable ama de casa de tres cuadras a la redonda le dirigía el saludo. Durante esos días en que Barra estuvo afuera, Estela se encontró con Tomatis en el centro y le pidió que la acompañara hasta la casa. Esto me lo contó el propio Tomatis. Dice que llegaron ("la noté rara desde el principio, me dijo; después me di cuenta de que estaba un poco borracha") y que ella llamó al pibe ("Ricardito, amor, bajá que hay visitas", dice que gritó melosamente asomándose a la escalera de la planta alta) y que lo sentó junto a ella en un diván, y que lo acariciaba y lo besaba, acomodándole el pelo y la ropa delante de Tomatis, dando muestras de gran cariño. Dice Tomatis que mientras él estuvo presente, Estela se tomó tres cuartos de botella de ginebra. "Yo, Carlitos", le decía, dice Tomatis, "siento compasión por toda la humanidad. No soy una cualquiera: soy una profesora de psicología, y siento compasión por toda la humanidad". Dice que el pibe la miraba con ojos muy abiertos, como aterrorizado, sin decir palabra. "Parece que si se quedó todo ese tiempo en la casa fue porque le tenía miedo", me dijo Tomatis. "Él anda diciendo por ahí que no tenemos hijos porque yo soy estéril", dice que le dijo Estela después. "Bueno. Te lo puedo decir: él es el estéril. Él es el que anduvo con putas. Él es el que no puede tener hijos". Después miró furiosamente al pibe: "Anda para arriba. Carlitos se queda a cenar conmigo. Tenemos que hablar. ¿No es cierto, Carlitos?" El pibe subió al piso alto y ahí se quedó el resto de la noche. "Yo tenía la impresión que estaba echado de panza en el piso del dormitorio", me dijo Tomatis, "con el oído pegado al suelo, tratando de oír lo que nosotros hablábamos, con el corazón en la boca". Estela insistió para que se quedara a comer. "No me dejes sola, Carlitos. Estoy tan aburrida, ¡qué barbaridad! A ese chico no lo aguanto". Después se aproximó a Tomatis y le habló en voz baja como si le contara un terrible secreto: "Estuve todo el año caliente con él. ¿Es un Adonis, no es cierto? Pero es terriblemente obtuso al mismo tiempo. Es incapaz de pronunciar correctamente la palabra psiquis. ¿Hace falta una técnica especial, no es cierto, Carlitos?" Entrecerraba los ojos, echando la cabeza hacia atrás, como en éxtasis, degustando y demorando las sílabas y los sonidos. "Psiquis. Psiss… iquis". "Bueno, pero ese no es el caso, Carlitos. ¿Un poquito más de ginebra? ¿Sí? Sí, hombre, un poquito". "Yo le dije (medio en broma, medio en serio, aunque después me arrepentí). "No termines proponiendo que nos acostemos", me dijo Tomatis. "Ella me miró sorprendida por un momento, con los ojos muy abiertos, y después se echó a reír: "Buena idea -me dijo-. Estoy hasta la coronilla de hacerlo tres veces por semana con mi marido. Y él también está hasta la coronilla". Después hizo silencio y me miró, dijo Tomatis. "Sos un vago de primera, vos, Tomatis", me dijo. "¿Cómo marcha esa literatura? ¿Cuándo vas a dar con el gran tema para que Alfredo (Barra) lo ponga de una vez por todas en imágenes? En imágenes: es la jerga de mi marido". "Después pasamos a la cocina, dijo Tomatis. Ella hizo unos bifes y unos huevos fritos. Yo la miraba trabajar pensando que mil años antes, dos, tres, cinco mil años antes, Estela había estado también en una cocina, friendo unos huevos, paseando silenciosamente por un recinto sombrío de piedra gris, y ahora estaba todavía ahí, de donde salía accidentalmente tres horas semanales para hablar frente a treinta adolescentes distraídos, desinteresados, tratando de enseñarles a pronunciar con la debida corrección la palabra psiquis. Pero pensaba también (en ese momento, mientras freía los huevos, se hallaba sosegada, tranquila, se movía con una pericia singular en la cocina, entre las ollas y los platos, no hablaba casi, parecía haberse olvidado completamente de mí, de Adonis y de su marido) que había algo deliberado en esa monotonía, en esa repetición; algo de lo cual la propia Estela estaba al tanto: en la cocina ella parecía moverse con la mecánica placidez que sólo puede conferir el confort interior de una envolvente y voluptuosa concha marina. Bueno, después comimos, tomamos un litro de vino sobre la ginebra y seguimos con la ginebra después del café", dijo Tomatis. Después regresaron a la sala y se sentaron a escuchar Bach. "No es lo más apropiado", dice Tomatis que dijo Estela. Después alzó la cabeza, señalando la planta alta: "Es una hermosura el muchacho. Lo vi por primera vez en la playa, el verano pasado. Llevaba un short piel de leopardo divino. Te juro que no dormí esa noche pensando en él. Tenía la piel tostada divina. En marzo resultó siendo alumno mío. En seguida, apenas lo vi, me puse a pensar cosas". "No hagas tanta alharaca por nada, Estela -dice Tomatis que le dijo-. Estás tratando de que yo se lo cuente a tu marido". "Por mí puede morirse mi marido" -dijo Estela-. Estoy un poco borracha, ¿no es cierto? Es un espectáculo desagradable. ¿Me vuelvo pesada? No tengas escrúpulo en decírmelo. Si me vuelvo pesada vos me lo decís en seguida, y amigos como siempre. A una mujer no puede pasarle nada peor que ser tildada de pesada". Todo eso no era nada, dice Tomatis. Estaba un poco borracha; no era nada del otro mundo que hablara un poco de más. Después quiso que nos sentáramos en el diván. "Para nada, por sentarnos en el diván nada más". Y antes de que él le respondiera nada, dice Tomatis, ella agregó: "Y no me digas que se te hace tarde, porque eso te desenmascararía: se vería bien que estás adoptando una actitud de superioridad moral". Nos sentamos en el diván, dijo Tomatis. Y ella se echó sobre mí, tiernamente ("para nada; por estar echada sobre el hombro de alguien") y estuvimos así casi media hora. De vez en cuando ella se incorporaba por un momento, me miraba parpadeando preguntándome: "¿Estás cómodo?" "¿No me pongo pesada?", y volvía a echarse sobre mi hombro, fumando pensativa; mandándose un largo trago de ginebra de vez en cuando. Finalmente la sólida Suite Inglesa terminó; en la habitación no quedaron más que un par de frágiles personas humanas, dijo Tomatis. "¿Puedo aflojarte el nudo de la corbata?", me dijo. "Estoy terriblemente excitada". "Yo, en cambio -le contesté- estoy terriblemente molesto". "¿Estás tirándotelas de santo, ahora?", dijo ella. "Todo lo contrario", le digo yo. "Bueno", me dice Estela. "Vamonos para arriba entonces". "¿Y Adonis?", le dije yo. "Adonis es el leitmotiv", dice Estela. "Para mí pasó esa época, Estela", le digo yo, me dice Tomatis. Dice que ella entonces le dijo, "Adonis no es ni siquiera capaz de pronunciar correctamente la palabra psiques: una puede utilizarlo como le plazca". "Es lo mismo", le dice Tomatis. "Quiero dormir en paz. Ni Estela, ni Adonis, ni nadie, por lo menos de esta manera. Terminaríamos haciéndonos señas por debajo de la mesa, en presencia de tu marido". "¿Tanto desprecias a mi marido como para no molestarte en traicionarlo?", dijo ella. A esta altura de su relato Tomatis se detuvo por un momento. Estábamos en casa. Era la hora de la siesta: hacía un calor pesado y gris y estaba lloviendo sin cesar desde la mañana. El estruendo del agua cayendo sobre los techos de la ciudad hacía más borroso el rumor de la conversación. Carlos se levantó y se aproximó a la ventana; se quedó mirando largamente la lluvia, con aire pensativo. Después regresó a sentarse, suspirando: "En tardes así, como esta -dijo- uno termina reconociendo que no sabe nada". Cambió de tono: "Le pegué" -dijo-. "Dos veces, en la cara. Después nos acostamos. Lo hicimos en el suelo, debajo de la mesa. Uno es capaz de hacerlo en cualquier parte. En eso el sexo es como la muerte: ineludible y momentáneo. Después me sentí culpable, aunque creo que fui demasiado injusto conmigo mismo, porque en realidad, durante esa situación absurda, yo me sentía tan mal como ella". Dice Tomatis que cuando se levantaron y continuaron tomando ginebra y charlando, y escuchando música de Bach, una Sonata para violín, dice Tomatis, ella lo miró y le dijo: "Yo no soy una cualquiera, soy una profesora de psicología y te lo puedo decir: siento compasión por toda la humanidad". Eso era casi a las dos de la mañana. "Mañana es Nochebuena", comentó Estela "Mañana voy a agarrarme una tranca de primera", le dije yo, dijo Tomatis. "No te vayas, Carlitos", dijo Estela. "Tengo que irme. Trabajo mañana". "No te vayas. Acostémonos. Vayámonos juntos a cualquier parte. Vámonos a vivir la vida". "¿Qué vida"?, dice Tomatis. "No te hagas el cínico, Tomatis: la vida es hermosa". Me acompañó hasta la puerta, dijo Tomatis cuando me lo contaba. "Anda. No te vayas. No me dejes sola con ese estúpido". "Tengo que irme, Estela". "¿Con quién vas a pasar Navidad?", me dice. "Con mi gente", le digo yo. "Tu gente es toda una familia. Hay que desintegrar la familia", dice Estela. "Es verdad", le digo yo. "Pero tengo que irme". "Yo estoy sola". "Hasta pronto, Estela. Feliz Navidad". Entonces ella me agarró del brazo, dijo Tomatis. "No te vayas", me dijo. "Tengo que irme", le digo. Ella me soltó y me miró con furia: "Hijo de puta. Porquería", murmuró. "Sí. Sí. Lógicamente", le dije. "Buena suerte, Estela. Hasta mañana". Salí a la calle y comencé a caminar bajo los quietos árboles. Era una noche espléndida. Ella salió detrás mío, se paró en medio de la vereda, y empezó a gritar: "¡Se lo voy a contar a mi marido! Y… Y… ¡Se lo voy a contar todo! ¡A mi marido!" No me di vuelta. Caminé una cuadra y al doblar la esquina Estela seguía gritando todavía.

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