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"Yo sé identificar esas caminatas con la idea del bien", sabe decirme Tomatis cuando recordamos las viejas épocas, en los días tranquilos del presente. A esos días Tomatis los llama "días del tabaco de Macedonio". Dice que le merecen un respeto especial los tipos que fuman si tienen tabaco y que si no lo tienen no hacen el menor esfuerzo para conseguirlo, olvidándose por completo de las ganas de fumar. Dice que el arquetipo de una mentalidad así era el viejo Macedonio Fernández. Tomatis admira a los tipos que, procediendo de una familia acomodada, eligen vivir modestamente. "Una clase acomodada es una clase dominante" -sabe decir-, "y… una clase dominante tiene necesariamente que armar un complot tácito contra el resto de la humanidad". Les tiene más confianza que a los intelectuales, dice, porque es raro que un intelectual avale con acciones su toma de posición teórica contra la clase dominante de la que procede. "En cambio, esos tipos modestos" -sostiene Tomatis-, "que se alejan por repugnancia de su propia clase, avalan con su vida su aparente falta de radicalismo ideológico". No hace falta aclarar que considero a Tomatis un flor de muchacho, inclusive con talento para la literatura. (Por otra parte, para hacer una buena literatura no hace falta mucho talento: basta un poco de mala suerte). Entiendo perfectamente qué quiere decir cuando sostiene que nuestras caminatas nocturnas son identificables con la idea del bien: es que él es un hincha rabioso de Sócrates". "El… viejo Sócrates es el hombre más grande y hermoso que ha producido la humanidad", dice Tomatis. Lo he visto conmoverse repitiendo las palabras de la "Apología": ¿Y si condenáis a Sócrates al destierro, creeríais que Sócrates se sentiría bien mal gastando su palabra con extraños? Para Tomatis el bien es una especie de pasión intelectual que en su concentración lleva implícita una aceptación básica de la vida. En un tiempo estuvo ligado a esta idea un poco compulsivamente, cuando andaba por los veinte años; se veía bien que la desesperación lo impulsaba a aferrarse a ella, hasta que por fin se lanzó a cometer toda clase de barbaridades, estoy seguro que por lo menos en gran parte conscientemente. Dos años después debe haber pensado, como yo por otra parte lo he sostenido siempre, que también el desenfreno y el desorden obran en nosotros por compulsión, y que entre dos conductas anormales conviene adoptar siempre aquella que es capaz de hacernos menos daño. Esa simulación de la pasión intelectual intensa durante un período en el que en realidad se sentía desesperado fue realmente cómica, porque se le dio por usar maneras de sabio y estuvo un año entero leyendo a los positivistas. Andaba con los libros de Aldous Huxley por todas partes.

La idea de la pasión intelectual intensa lo condujo a excesos por otro lado: lo indujo a aceptar indiscriminadamente todo lo que se relacionara con la pasión en general. Según su modo de pensar un avaro era un humanista radical, un optimista recalcitrante cuya codicia era la prueba más indiscutible de su aceptación del mundo. "Un amante de los caballos de carrera no tiene tiempo de cuestionar la validez de la vida", me dijo una vez. El tiempo lo ha hecho evolucionar en ese sentido, lo cual me alegra bastante, porque ahora está más próximo que nunca a mi manera de pensar, en especial cuando huelo en él una incurable desconfianza hacia todos aquellos tipos de los que intuye que jamás se les ha ocurrido sospechar, ni siquiera por un momento, que la vida no tiene ningún sentido.

Otra cosa que conviene aclarar acerca de Tomatis es eso de la "idea del bien". No tiene nada que ver con la felicidad. Es más bien lo contrario, porque esa idea del bien implica un conocimiento intenso de la realidad que predispone a impedir cualquier tipo de abandono que no tenga por objeto enriquecer ese conocimiento. Además dice que la felicidad es la aspiración de los desequilibrados y de los idiotas, y que el tipo inteligente que por casualidad llega a probar el sabor de la felicidad, no quiere volver a saber nada del asunto para toda su vida. "No quiere más guerra", dice Tomatis. "Tiene que ser muy cretino para tentarse nuevamente". "De acuerdo", le he dicho yo más de una vez, "pero si la felicidad no es posible, ¿para qué vivimos?" "Qué tonto es este muchacho, Dios mío" -ha salido diciendo él, agarrándose la cabeza- "¿qué tiene que ver una cosa con la otra? Si el hombre ha continuado viviendo hasta ahora quiere decir que la felicidad es algo de lo que puedo prescindir". "De acuerdo", le digo yo. "Pero ¿quién la inventó? ¿Dios?" Tomatis sonríe pensativo cuando oye la palabra: "Dios no existe" -dice con voz suave y serena-. El hombre. Pero no la inventó. Surge en él de un modo natural, como una condición permanente que la insuficiencia de su conciencia inmediata impone a la realidad". "Ahora bien" -le digo yo- ¿qué necesidad hay de ponerle condiciones a algo que no tiene sentido?". "Para dárselo" -dice Tomatis-, "y antes de que me lo digas, prefiero aclararlo por mi propia cuenta: aunque esa condición pretenda exigir como gratificación algo que no existe". También hablando de cosas parecidas hizo mención a lo que nosotros llamamos el grito de Dostoievski: "El viejo estaba completamente errado en ese punto. La existencia de Dios permitiría todo. Una de las cualidades de su perfecta perfección tiene que ser necesariamente la responsabilidad por todo lo creado, hasta las consecuencias del libre albedrío. Si Dios existiera la vida no sería más que una broma pesada. El peor de los crímenes del más perverso de los hombres pasaría a ser un simple juego de niños. Es justamente porque Dios no existe que no nos queda más remedio que reconocer que hay una serie de cosas que no pueden estar permitidas". Y así hasta el infinito. De estas chacharas hemos tenido a montones en estos diez años de atorrantear por la ciudad. En los últimos años han ido perdiendo frecuencia. Se requiere un clima especial para hablar como lo hacíamos, una atmósfera interior que no puede improvisarse. Las cosas van ahora bastante mal: ahí está el caso de Pancho o el de Conde como prueba.

Bueno, estábamos en que estábamos en el restaurante del final de la avenida del puerto, en el patio, frente al Club de Regatas. "Este es un país rico. Vive la abondance", dice Pancho, cuando el mozo deposita sobre la mesa la fuente llena de olorosa carne asada.

Empezamos a comer, masticando en silencio durante largo rato: Pancho excesivamente inclinado sobre su plato, dejando de vez en cuando los cubiertos sobre el borde del plato para cortar un trocito de pan con el que absorbe cuidadosamente el rico jugo de la carne, que brilla oscuramente en la superficie del plato. Barra corta primero la carne en muchos trozos, deja el cuchillo y después, con gran lentitud, uno a uno, va pinchando los pedazos, recogiéndolos luego de una especie de dubitación, como si jugara al "oso fe-te" antes de cada bocado, sentado junto a Tomatis, frente a mí, con Pancho del otro lado. Tomatis se ha sentado vuelto ligeramente hacia la calle, hacia la explanada del viejo atracadero, visible entre los troncos de los árboles, y en esa posición mastica lentamente, alzando de vez en cuando la cabeza para observar las copas de los árboles tocadas por la luz del farol de la esquina, o bien el cielo espléndidamente estrellado. Hacia la mitad de la comida, dice Pancho:

– Y esa media viriloide, esa pelirroja, ¿está todavía en el "Copacabana"?

– Si -dice Barra-. Está todavía.

– Podríamos darnos una vueltita por allí esta noche -dice Pancho.

– No estaría mal -dice Tomatis, pensando en otra cosa.

– Es igual para mí -digo yo.

– De todas maneras, no sería el primer jueves que uno se acuesta temprano -dice Tomatis-. Yo me acuerdo bien, que allá en mi infancia, una vez…

– No, no, pero vamos -dice Pancho.

Entonces Barra cruza los cubiertos sobre el plato, produciendo un rápido y leve tintineo, y dice:

– Yo no puedo. No quiero llegarle tarde a mi mujer. La cosa anda un poco tirante.

Pancho alza la cabeza y lo mira.

– ¿Cuándo vas a tirar a tu mujer a un tarro de basura, de una vez por todas? -dice.

– En serio que no puedo -dice Barra, carraspeando. Retoma los cubiertos, dejando el cuchillo sobre el mantel, a un lado del plato, y después se inclina sobre la fuente, eligiendo un trozo de carne. Con excesiva atención da vuelta un trozo, lo mira, y lo recoge con el tenedor, llevándoselo para su plato. Agarra el cuchillo y comienza a cortar la carne en trozos pequeños.

Pancho deja de comer, los cubiertos en ristre, y lo mira.

– ¿Por qué no vas a ir? -le dice.

– Es que no puedo -dice Barra.

– ¿Cómo no vas a poder? -dice Pancho.

– Y -dice Barra-. No puedo.

– No jodas -dice Pancho, reiniciando su comida-. Vos venís con nosotros y listo. Si es por la plata te aviso que tengo tres mil quinientos pesos en el bolsillo.

– Al diablo -dice Tomatis, mirando a Pancho con los ojos muy abiertos.- ¿Acabas de asesinar a tu hermano? [2]

– No -dijo Pancho-. Le pedí un préstamo solamente.

Tomatis lo miró con curiosidad.

– ¿Existen hermanos que dan tanto? ¿Padres que dan tanto?

– Depende de como se pida -digo yo.

– Pancho debe pedir revólver en mano -dijo Tomatis.

Barra se echó a reír. Pancho alzó súbitamente la cabeza y lo miró, dejando de comer.

– ¿Vas a ir?

– Pancho -digo yo-, el verano pasado, en la playa, ¿estuvieron las chicas con nosotros?

– ¿Qué chicas? -pregunta Pancho sin dejar de mirar a Barra; y le dice: -¿En serio que no vas a ir?

– Pocha y Miri -digo yo.

– Podría ir un ratito -dice Barra, recogiendo un trozo de carne con el tenedor.

– Pero un ratito, nada más -agrega, mordiendo el trocito de carne.

Entonces Pancho continúa comiendo.

– Bravo -dice-. Así me gusta.

– Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo -salmodia Barra.

Pancho queda en silencio, masticando, inclinado sobre el plato. Tomatis lo mira con una atención pensativa y melancólica.

– ¿Las chicas?-dice-¿El verano pasado? Si hace dos años que no están en la ciudad.

– Pero el verano pasado estuvieron aquí una semana -dice Barra.

– De veras -dice Tomatis.

– Quisiera saber si fue en realidad el verano pasado -digo yo-. Este Pancho me ha hecho mezclar todas las cosas.

[2] Pancho tiene un hermano mayor, casado, con bastante dinero. Tiene cuatro hermanos más, también mayores, que no viven en la ciudad. Pancho es el único de los hijos de la familia Expósito que continúa viviendo en la casa paterna. Su padre es un agente de seguros jubilado. Su hermano es ingeniero, o técnico, o algo así, y hace tres o cuatro años, antes de casarse, instaló una pequeña fundición que le viene dejando una buena renta. El hermano de Pancho es un buen muchacho: es el que le paga los tratamientos. Se preocupa bastante por él, aunque sospecho que ya debe sentirse algo cansado, porque unos días antes de que Pancho se internara por última vez, vino a verme a casa, para consultarme sobre lo que debía hacer. Se sentó frente a mí, y golpeándose la sien derecha con el dedo índice, exclamó: "¡Mucha lectura! Demasiada lectura". Inmediatamente me propuso un plan para distraerlo. "Llévelo al fútbol", me dijo. "No pueden salir con un par de chicas?" Me miró con aire lastimoso y agregó: "Me cuesta un dineral". Y yo le respondí: "No vaya a echárselo en cara". Él me miró sorprendido: "¿Sería grave?", dijo. "Para usted", pensé yo, pero preferí callarme la boca, "para usted, porque si llega a decírselo Pancho es capaz de hacerse internar todos los meses, hasta mandarlo a la quiebra".


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