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– Seguramente anduviste de prostíbulo en prostíbulo -digo entonces yo, riéndome, dándole a Pancho unas suaves y tiernas palmadas en el hombro.

En eso aparece Tomatis por el pasillo de la galería. Habíamos convenido por teléfono encontrarnos allí a las nueve. Tomatis se detuvo en la entrada del patio, en medio de la muchedumbre raleada por la hora de comer, y desde allí saludó seriamente, alzando la mano. Se aproximó con lentitud, mirando despaciosamente a uno y otro lado, como si buscara a alguien.

– Hola, inútiles -dijo, dejando caer la mano.

– Aquí está el hombre que se ha hecho solo -digo yo. Y mirando a Pancho y a Barra agrego-: Así también ha salido.

Tomatis estiró la mano con displicencia. Sonriendo con aire paternal tocó el hombro de Pancho. Este había alzado la cabeza y lo miraba, sonriendo.

– Pancho -dijo- ¿Esa neurosis? ¿Progresa?

Pancho sin embargo ya estaba pensando en otra cosa.

– ¿Qué hicimos el verano pasado? -le dice.

– ¿A qué hora? -responde Tomatis, sin mirarlo, sentándose, paseando la mirada por el patio iluminado. Estaba recién bañado y afeitado, con su remera bordó, y sus pantalones blancos impecables. Tenía un aire irónico y plácido al mismo tiempo, al parecer producto de la higiene minuciosa.

– Hoy va a haber crisis -digo yo en voz baja, no tanto como para que él no me oiga.

Tomatis entonces enarcó las cejas mirándome afectadamente de soslayo.

– ¿Cómo dice, doctor Barco? -me dice.

– No, nada -digo yo-. En serio que nada. Meditaba en voz alta. Palabra que no dije nada.

– Suficiente -dice Tomatis. Mira a Pancho; después a Barra y a mí. -¿Nadie le va decir a Pancho que me pague a mí, o pague a mí o me pague, un miserable "Clarito"?

Pancho hizo una seña al mozo con gran seriedad, mecánicamente, y le pidió cuatro cócteles. Nadie habló por un momento.

– ¿Y qué hizo con el cadáver después de quemarlo? -dijo Pancho de pronto.

– Y -le digo-. Lo enterró en el fondo del patio. Un perro del barrio empezó a rondar el lugar, y los vecinos comenzaron a sentir olor a podrido. Hicieron la denuncia a la policía. El pesquisa llegó y le preguntó a boca de jarro: "Dónde está el finado, asesina", para ponerla nerviosa y hacerla caer en contradicción, y ella le respondió tranquilamente: "Ahí en el patio".

– Al diablo -dice Pancho-. ¿Y por qué lo quemó?

– Yo no sé qué habrá alegado -digo yo-. Cuando le preguntaron quién lo había matado, ella dijo que ella lo había quemado. Pero le encontraron cuatro balas en el cuerpo.

– Pero, y ¿por qué lo quemó? -dijo Pancho.

– No sé qué habrá dicho ella -digo yo-. Ni qué habrá pensado.

– Habrá querido purificarlo -salta Tomatis.

En eso regresa el mozo con los "Claritos". Los deposita cuidadosamente sobre la mesa; primero el mío, después el de Pancho, después el de Tomatis, y por último el de Barra.

– ¿Y por qué se suicidó? -dice Pancho.

Me parece que entonces suspiré.

– Para no denunciar a la policía la gente que lo mató. ¿Por qué lo mató esa gente? No sé. Alcaloides, me parece.

– Pero eso es un pretexto -dice Pancho-. Miedo de que la mataran no puede ser, porque ella misma se mató. Si ella hubiera querido, podría haberlos denunciado y después matarse. No quería denunciarlos.

– Código del hampa -dice Barra.

– Qué código ni qué diablos -digo yo-. No sé por qué tiene que ser más moral el asesinato que la delación: si un código me permite dejar en libertad a los asesinos de mi marido, hay con toda seguridad algo en ese código que no funciona.

– "Libertad", "asesino", "marido" -dice Tomatis-. Esos términos también pertenecen a un código.

– Es cierto -digo yo-. Pero solamente pueden tener valor cuando hay circunstancias reales que los sustentan.

– Lo cual quiere decir que ese código que abarca los términos "libertad" "asesino" y "marido", es falso -dice Tomatis.

– Exactamente -digo yo-. Por lo menos en este momento.

– Perfecto -dice Barra-. Los invito a comer a mi casa.

– ¿Tu mujer? -dice Pancho.

– Está en casa -dice Barra, tocándose con suavidad el bigote.

– Entonces no acepto -dice Pancho, poniéndose de pie-. Vuelvo en seguida.

Barra lo miró alejarse, sorteando las mesas con displicente lentitud. Pancho caminaba con la cabeza gacha, las manos en los bolsillos del pantalón. Estaba vestido con un saco sport liviano, jaspeado, de un color verdoso, y unos pantalones de tropical gris. Debajo del saco llevaba una remera de un color marrón obscuro.

– ¿Cómo lo encontrás? -dice Barra, y Tomatis alza en ese momento la cabeza para mirarlo con una distraída desconfianza.

– Bien -digo yo-. ¿Por?

– Lo encuentro algo maniático.

Tomatis sonríe.

– La pina que te dio antes de internarse -dice- desenfoca notablemente tu visión.

– No hombre, por favor -protesta Barra-. Esa cuestión está completamente olvidada.

– Mucho peor -dice Tomatis-. Has dejado de reflexionar sobre ella. Está incorporada a tu personalidad. Eso es gravísimo.

Barra se ríe. Le da a Tomatis unos golpecitos en el pecho con el dorso de la mano.

– Al carajo -le dice.

Tomatis, con las piernas estiradas a un costado de la mesa, hacia mi lado, las manos en los bolsillos del pantalón blanco inmaculado, ronronea riéndose, diciendo:

– Sí, sí, buena pina te dio Pancho.

Había menos gente en la galería a esa hora que un par de horas antes. Alrededor de las diez el patio de mosaicos borravino comenzaría a llenarse nuevamente. Con todo, nos hallábamos envueltos en el incesante murmullo monótono de la conversación y de la música de los altoparlantes. En general era casi toda gente joven la que se hallaba en el lugar, bebiendo cerveza, whisky o café, o comiendo casattas. Faltaba el grupo de la guitarra: un grupo de siete u ocho, varones y mujeres, que durante la primavera pasada se sabían sentar en uno de los rincones del patio y cantaban hasta la hora de cerrar, acompañándose con una guitarra. Pancho no los podía sufrir, pero a Tomatis y a mí nos gustaba escucharlos.

En ese momento Tomatis se palpa el bolsillo del pantalón, saca un paquete de "Saratoga" y convida, primero a mí, luego a Barra. Ninguno de los dos aceptó. Tomatis se coloca entonces cuidadosamente un cigarrillo entre los labios, se guarda el paquete, saca una caja de fósforos del bolsillo de su deslumbrante pantalón y enciende el cigarrillo. Echa una bocanada de humo y arroja la caja de fósforos sobre la mesa.

– Lo terrible del asunto -dice- es que tengo hambre.

– Mi mujer nos espera -dice Barra.

Pancho se aproximaba de regreso del baño, sorteando las mesas, alto y encorvado; los pantalones grises demasiado angostos, la remera obscura estirada sobre la barriga incipiente.

– ¿El verano pasado estuvimos en las sierras de Córdoba? -me pregunta.

– No -le digo- Eso fue el anteaño.

Entonces Pancho rodea la mesa y va a dejarse caer distraídamente sobre su silla vacía.

– El verano pasado no nos movimos de la ciudad -le digo-. No había metálico.

– ¿Estuvimos una semana en la isla? -dice Pancho.

– No -dice Barra- yo era virgen todavía en marzo.

– Eso era en noviembre -digo yo-. El verano pasado estuvimos yendo casi todos los días a la playa. El río tenía un altura adecuada. Me acuerdo perfectamente porque al final de febrero empezó a crecer y en una semana barrió la playa y nos desbarató completamente el veraneo.

– ¿No se había formado un grupo grande -dice Pancho- con una gente de Derecho, unos tipos insoportables, que yo no los aguantaba, que se nos pegaron en la playa arruinándonos el veraneo?

– Exactamente -digo yo-. Estuvo Conde también.

– Bueno. Sí -dice Pancho-. Pero Conde [1] es un tipo excelente.

– Por supuesto -digo yo-. Conde estaba con nosotros.

– ¿Qué es de la vida de Conde? -dice Pancho.

– Hace dos meses vino aquí -digo yo-. Anda atrás de unas cátedras de psicología.

– ¿En el Colegio Nacional?

– No, hombre -digo yo-. ¿A quién se le va a ocurrir enseñar en el Colegio Nacional?

– A mí -dice Pancho golpeándose el pecho con la palma de la mano, sonriendo.

– Enseñar no se puede en ningún lado -salta Tomatis-. No hay nada que enseñar.

– ¿Qué hora es? -dice Pancho.

Barra se echa hacia atrás en la silla y mira hacia el bar, estirando el cuello.

– Las nueve y media pasadas -dice.

– Yo podría invitar a comer -dice Pancho-. Pero también podría no invitar. Podría irme a comer solo.

– Vamos, Pancho -dice Tomatis-. No seas tacaño.

– ¿Así que me estás proponiéndome un mecenazgo? -dice Pancho.

– Exactamente-dice Tomatis. -

– ¿Escribirías una oda en mi alabanza? -dice Pancho.

– Por supuesto -dice Tomatis-. Todo hombre tiene su precio y yo no soy de los más caros.

– Siendo así -dice Pancho- vamos a comer una parrillada.

Así que nos levantamos y nos fuimos. Era una excelente noche de noviembre. Tomamos un taxi y fuimos a un restaurante que se encuentra ubicado al final de la avenida del puerto, cerca del puente colgante, frente al Club de Regatas. Desde el patio de la parrilla, más allá de la calle, por debajo de los vastos árboles, podía verse, pasando la explanada del viejo atracadero de la balsa, el río tocado por unos quebradizos reflejos lunares. El fresco olor a humedad de la costa llegaba hasta el patio de la parrilla. No debe haber habido en todo el mundo noches mejores, en octubre y noviembre, o en marzo y abril, que las que hemos pasado de muchachos caminando lentamente por la ciudad, hasta el alba, charlando como locos sobre mil cosas, sobre política, sobre literatura, sobre mujeres, sobre el viejo Borges, sobre Faulkner, sobre Dostoievski, sobre Sócrates, sobre Freud, sobre Carlos Marx. Puede decirse que todavía somos jóvenes. Excepción hecha de Pancho, que tiene veintiocho años, ni Tomatis ni Barra ni yo hemos alcanzado todavía los veintisiete años. Tomatis ni siquiera los veintiséis. Sin embargo, aquella época extraordinaria no se volverá a repetir: del sur al norte, del este al oeste, por plazas, por avenidas, por bares, hemos ido y venido, desde los quince años, durante todas las horas del día, en especial las de la madrugada, charlando, como he dicho, de mil cosas, hurgueteando la ciudad, no diré felices, porque, excepción hecha de algún condenado especialmente por la suerte, nadie puede siquiera atisbar la felicidad, pero invadidos al menos por una pasión singular, una curiosidad por todas las cosas, suficiente para hacer la vida soportable. Recordamos a menudo esa época con Tomatis. Barra no entra mucho en el cuadro; siempre fue para nosotros un poco sapo de otro pozo. No hay duda de que le falta algo, y no me atrevería a echar de lado la posibilidad de que esa carencia sea sólo la consecuencia de una pretensión absurda de nuestra parte, una imperfección decretada exclusivamente por nosotros. El primer contacto con la gente nunca es intelectual, ni siquiera emocional o afectivo: es epidérmico, casi de respiración, y de su resultado depende toda la relación futura. Además la simpatía es algo que tiene su origen fuera de nosotros, existe como una secreta coincidencia, no expresada en los primeros momentos de una relación, que ofrece la tranquilidad y la certeza de que el otro no creará ninguna tensión tratando de lograr la supremacía de sus preferencias. De ahí que a lo primero que apela el individuo que se encuentra frente a un tipo antipático es a mirar con fastidio a su alrededor tratando de demostrar que hay algo en el ambiente, no en la persona, que no resulta de su agrado. Trata de lograr la supremacía de sus gustos simulando que han sido desmerecidos. Con Barra pasó desde el principio una cosa parecida. Lógicamente, si hemos andado juntos tanto tiempo quiere decir que esa sensación original desapareció, pero estoy seguro de que nosotros, digo Tomatis, Pancho y yo, no hicimos jamás el menor esfuerzo para que eso sucediera. Fue el mismo Barra el que optó por limar las asperezas. Esto puede comprenderse perfectamente si se tiene en cuenta que Barra está casado desde los veintidós años y ha andado siempre bastante escaso de amigos. Es un tipo afectivamente complicado. Me da la impresión de que ese modo de ser suyo, excesivamente consecuente y al mismo tiempo crítico, vago y remoto, es el resultado de su intuición de ese rechazo epidérmico, de esa antipatía original, y ahora está vinculado a nuestro círculo a través de una relación sellada por la culpa.

[1] Téngase presente que esta conversación tiene lugar en noviembre del año pasado. Conde se mató en febrero. Para esa época estaba viviendo en Rosario. Había nacido allí. Era psicólogo de carrera y hasta los veintiocho años había trabajado como asesor en una agencia de publicidad. Le interesaba bastante la política. Se suicidó el día en que cumplió treinta años: se encerró durante tres días en la quinta de su familia en el barrio residencial de Fisherton, tomándose el trabajo de amontonar todos los muebles de la casa en una de las habitaciones. El día de su cumpleaños, exactamente el 16 de febrero, una pareja que paseaba en automóvil por Fisherton lo vio vivo por última vez. Inmediatamente fue a hacer la denuncia a la policía, porque Conde se hallaba completamente desnudo paseándose por la pérgola del edificio. Eran las dos de la tarde. La pareja declaró que parecía melancólico o pensativo y que ni siquiera parecía darse cuenta de que no llevaba una sola prenda encima. Cuando la policía llegó a la quinta encontró la puerta cerrada con llave y reforzada por dentro con un ropero y unas sillas amontonadas contra ella. Tuvieron que forzar una ventana lateral para entrar al edificio. Encontraron a Conde colgado de un alambre asegurado a un clavo clavado en la pared de uno de los dormitorios. Se hallaba completamente desnudo. Cuando recibí la noticia me resistí a creerlo, porque Conde había sido siempre un tipo muy sereno, muy objetivo y desplegaba una intensa actividad política. Por supuesto, no era ningún tonto, y una vez, durante esa temporada que pasamos en la playa, me había dicho: "Si un hombre no encuentra antes de los treinta años ninguna verdad por la cual no le importaría dejarse matar, tiene la obligación de levantarse la tapa de los sesos".


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