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Subieron al Chevrolet. Arrancó y continuó avanzando hacia Guadalupe, por la costanera. Los techos rojos de los chalets, cuyas sombras se extendían hasta el medio de la calle, brillaban bajo el sol. El asfalto deteriorado de la costanera, lleno de cortes y grietas y manchas de lubricante, era atravesado por las largas y finas sombras de los álamos. Sobre la vereda, en el paseo, sentados en un banco de piedra sin respaldo, conversaban un hombre y una mujer jóvenes. Los vio al avanzar, desaparecieron por un momento de su vista, y reaparecieron en el retrovisor, uno junto al otro, cruzados de piernas, efectuando límpidos gestos en la tarde.

Dora estaba mirándolo; lo sabía. Recordó "Hace frío. Vámonos", y en seguida cómo se vistieron en silencio, rápidamente, y cómo salieron del amueblado comprobando que ya era el alba, un alba azul abierta y muy calma, ascendiendo en el cielo; cómo fueron al restaurante, en silencio también durante todo el trayecto. Tomaron sopa; comieron carne asada con vino tinto. Si a Barco se le hubiese ocurrido ir esa noche a la "Arboleda", pensó, él nunca habría podido recordar "Hace frío. Vámonos", ni la cena en el restaurante, ni tampoco a Gabriel de pie bajo el letrero verde y rojo de la "Arboleda", alzando la mano en un lento, demorado y distraído ademán de saludo; ni tampoco el Chevrolet ascendiendo al liso asfalto, él en el volante, con Dora a su lado, retomando el camino de la ciudad.

– ¿Vivís en casa de tu hermana? -preguntó.

Dora dejó de mirarlo.

– No -dijo-. Vivo en una pensión en el centro ahora. Mi hermana no sabe nada. Mi cuñado sí sabe. No me dirige la palabra. Cuando está presente mi hermana disimula.

– ¿Qué hace tu cuñado?

– Trabaja en el ferrocarril -dijo Dora-. Es una porquería. Menos mal que se pasa la mayor parte del tiempo fuera de la casa.

– ¿Y tu hermana? ¿Qué se cree?

– Cree que trabajo en el hospital provincial, en la guardia nocturna. Soy enfermera. Tengo diploma.

– ¿Y de puta? -dijo-. ¿De puta también Tenés diploma?

Dora le dio un golpe suave en el brazo, con el puño. El miraba el camino sonriendo reflexivamente.

– ¿Por qué me decís eso? -dijo Dora con tristeza.

– No me gusta que lo hagas -dijo, poniéndose rojo.

– Anda al diablo -dijo Dora.

– Dora -dijo-. Coria te conviene. De veras que sí.

La recordó inclinada sobre el plato de sopa. Un brazo no visible, sobre la falda, alzando una y otra vez, con gran lentitud, la cuchara hacia la boca. Detrás de ella, por la ventana abierta de par en par, la cálida mañana del final del verano ascendiendo en la plaza, como ahogada entre los árboles, el comienzo de una mañana extraña y mórbida.

El coche entró en la costanera nueva, una ancha carretera de asfalto, menos poblada que el tramo antiguo. Desde allí el río se abría, ensanchándose al pie de una barranca; la orilla opuesta desaparecía, todo era una vasta superficie de agua resquebrajada por el viento, un agua de un matiz ahora violáceo. El horizonte era una zona imprecisa y blanquecina envuelta por una tenue niebla inmóvil.

– Bueno -dijo Dora-. Terminémosla con Coria.

– No -dijo-. Yo decía.

– Sí -dijo Dora-. Dame un cigarrillo.

El no contestó. De haber estado ese Barco en la "Arboleda" aquella noche, pensó, y en seguida la corriente del obstinado recuerdo devolvió las casuarinas, murmurando en el viento débil, las cabañas de madera entre los árboles, el banco semicircular de piedra, la mesa redonda de piedra, las luces refractadas tenue y suciamente por la grave fronda. "Perder el empleo; ir a la cárcel", recordó. Y la lenta voz reflexiva de Dora: "En eso estaba pensando".

– Y tu cuñado -dijo-. ¿Cómo se enteró?

– Se enteró -dijo Dora.

– ¿De qué manera?

Dora se volvió hacia él.

– Se enteró. Qué sé yo -dijo-. ¿A qué viene el interrogatorio? Me hizo seguir. ¿Qué hay con eso? Él se cree que hace una linda vida. ¿Por qué tiene que meterse conmigo? ¿Qué le importa si yo me divierto a mi manera? Tiene más de treinta años y no sabe nada de nada. Se las tira de santo. La única vez que subió a un taxi en su vida fue para llevar a mi hermana a la maternidad. Pobrecito. -Hizo silencio durante un momento; después suspiró-. Es comunista mi cuñado -agregó en tono explicativo.

– Quién sabe -dijo él, después de un breve silencio-. A lo mejor, tu cuñado…

– Bueno -dijo Dora-. Es mejor que la terminemos.

No respondió. Llegaron al final del ancho pavimento, cerca de la rambla, en la parada de los ómnibus y los tranvías. "Hace frío. Vámonos", recordó. "¿Ya?" "Sí. Vámonos. Vámonos". Y después, humildemente inclinada sobre el plato de sopa, Dora se lo había dicho sin que él le preguntara nada, quedando con la cuchara suspendida a medio camino entre el plato y la boca, con una expresión entre nostálgica y pensativa, en tanto la lenta y mórbida mañana ascendía gravemente detrás suyo, de modo que su oscura figura encogida resaltaba contra la creciente claridad: "Cuando pienso que tengo que acostarme con un hombre me entran unos deseos terribles de morirme: tengo tanto miedo. Me gusta la dulzura. Pero eso no puedo soportarlo. Creo que es algo físico. Una pluma me hace daño. No te lo dije por miedo de que me abandonaras en el camino". "¿Qué?" "Un miedo terrible de que me abandonaras". "¿Qué?" Con los ojos abiertos, la boca abierta, el corazón palpitando fuertemente, la había oído contarle que hasta diez días atrás había sido virgen. Un cliente la había tenido por primera vez en la "Arboleda". Había sangrado toda la noche, creyéndose a punto de morir. La hemorragia se había detenido sola. La mañana del final del verano ascendía lentamente detrás suyo mientras lo contaba, podía recordarlo ahora. Cuando ella terminó de hablar, de golpe, de la misma manera que había comenzado, él se había puesto a hablar confusamente, con gran rapidez, poniéndose colorado, y temblando, como a punto de llorar y había dicho muchas cosas de las que ahora sólo recordaba: "Tenés que volver hoy mismo a tu pueblo y declarar la estafa, aunque pierdas el empleo y vayas a la cárcel".

Dobló a la izquierda, hizo dos cuadras, y dobló a la derecha, internándose en una callejuela de tierra. El Chevrolet avanzaba lentamente, dando bandazos. La de la hermana de Dora era una pequeña casa, no muy nueva, de color amarillo desvaído, con un descuidado jardín al frente y un tejido de alambre que separaba el jardín de la vereda, desde donde se penetraba a la casa a través de un irregular sendero de ladrillos. El Chevrolet se detuvo.

– A las nueve menos cuarto en punto, eh -dijo Dora. Descendió. Él la miraba.

– Sí -dijo, mirándola-. Hasta luego.

– Hasta luego -dijo Dora, rodeando el Chevrolet por la parte delantera y dirigiéndose a la casa.

Arrancó, avanzó en primera hasta la próxima esquina, dio la vuelta, lentamente, dando bandazos, en medio del polvo, y volvió a pasar frente a la casa del cuñado de Dora. Dora ya no estaba afuera; pero la puerta de hierro y vidrios granulados de un color dorado que daba al jardín se hallaba entreabierta. La casa quedó atrás, el Chevrolet llegó al asfalto de nuevo, doblando hacia la izquierda, y de nuevo, entonces, pasó junto a la parada de los ómnibus y los tranvías, cerca de la rambla, entró en la costanera nueva con su ralo caserío a un costado y la vasta superficie violácea del agua en el otro, acelerando después en la recta de la vieja costanera: el paseo, los álamos, los brillantes y limpios chalecitos de techo rojo se desplazaban a los lados del coche. El hombre y la mujer continuaban charlando sentados en el banco junto al paseo, impasibles en el viento, cruzados de piernas, haciendo gestos contra el pesado y trabajoso fondo del puente, cuya boca sorteó el Chevrolet en seguida, disminuyendo la marcha, pasando después frente al Club de Regatas, tomando la avenida del puerto con su lento y complicado tránsito de camiones, hasta que llegó al parque del palomar, avanzó por la Ave nida Rivadavia pasando junto a los fondos del correo y después dobló, disminuyendo la marcha, arrimó a la vereda y frenó en la parada frente al bar de la estación.

Descendió y penetró en el bar. Las agujas del reloj hexagonal marcaban las seis y diez. Coria no estaba. El cajero lo llamó desde detrás del mostrador: era un hombre de pelo rubio y piel blanca, de torpes manos rubias y un fino bigote dorado bajo la nariz.

– Dice Coria que se va a demorar. Va a estar aquí a las diez y media -dijo el cajero-. Dice que puede tomar lo que quiera a cuenta de él.

– Nada -dijo, llegando al mostrador y dando la vuelta en seguida, comenzando a regresar a la calle-. Gracias.

Una pareja acababa de subir al coche. Traían un par de bolsos y una valija. Se sentó frente al volante y volviendo ligeramente la cabeza hacia el asiento trasero preguntó la dirección. El hombre se la dijo. Por el retrovisor vio su rostro: era una de esas caras preocupadas, de color chocolate, llena de arrugas prematuras y de fluctuaciones sombrías. Estaba vestido con un traje marrón, y llevaba una corbata negra. La mujer se hallaba totalmente vestida de negro; era un poco gruesa, de unos treinta y cinco años, los senos desarrollados por la maternidad, abultados bajo el suéter negro. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiese estado llorando mucho, y los del hombre, brillantes e inquietos, evidenciaban un malestar algo vago que le formaba unas hondas arrugas en la frente; al hablar con la mujer movía nerviosa y lentamente la cabeza de un lado al otro. Hablaban de alguien que había muerto. Él podía oírlos; sólo veía el rostro del hombre a través del retrovisor, un rostro oscuro y preocupado. La mujer se echó a llorar. "Es injusto que se haya muerto así", dijo. "Bueno -dijo el hombre con voz tímida y dulce-. No llores". La mujer le respondió con un ligero aire de reproche en la voz. "Sí-dijo-. Es fácil para vos; es muy fácil". "¿No era también hija mía? ¿Acaso no era también hija mía?" dijo el hombre con aire paciente. La mujer se sonó la nariz. "Sabías desde hace tiempo que se iba a morir". El hombre suspiró. "Sí", dijo. "Lo sabía". Hicieron silencio. Vio el rostro del hombre a través del retrovisor: se hallaba a punto de decir algo, estaba al parecer tratando de redondear la frase; después comenzó a hablar. "Es cierto. Yo sabía" -dijo-. "Sin embargo…" -el hombre vaciló; por el retrovisor vio que sus ojos se tornaban brillantes ahora, inmóviles y húmedos-. Sin embargo todo este tiempo vos tenías alguna esperanza. No sabías. Ella estaba viva para vos. Yo sufría porque sabía que la vida de Teresa era imposible. -Hizo silencio nuevamente, por un momento, y después continuó hablando en un tono delicado y reflexivo-. Más adelante, cuando esto pase, vos vas a recordar a Teresa como cuando ella vivía. Para mí, aunque te parezca horrible, no era más que una muerta, siempre, porque yo sabía. Y tenía que tratarla como si estuviera viva. Tenés que creerme", dijo el hombre. La mujer comenzó a llorar, dejando de escucharlo. El hombre se calló. Mirando por la ventanilla (lo vio a través del retrovisor), un momento después, suspiró con pesadumbre, y murmuró para sí mismo: "Es inútil intentar vivir".

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