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Los dejó en una esquina del sur. El viento se había detenido. La ciudad parecía silenciosa e inmóvil. La esquina era una de esas casas bajas, de tipo colonial, sin ochava, pintada de amarillo, con rejas bajas y techo de tejas sucias por la intemperie. Una vieja casa a cuya puerta golpeó el hombre, separándose después de ella hasta quedar junto a su mujer, en medio de la vereda, aguardando que salieran a recibirlos. Él los miró antes de partir: la mujer tenía una mirada distraída, los brazos cruzados sobre el pecho, como si sintiera fiebre o frío, de pie junto a la valija y los bolsos apilados sobre la vereda. El hombre se alisaba nerviosamente el pelo, con una gran mano color chocolate, mirando hacia la puerta.

Arrancó y dobló en la esquina hacia el centro, alzando la banderita roja. La atmósfera estaba tornándose ligeramente azul; solamente al oeste, el cielo y el aire estaban tocados por unos plácidos matices color té. El Chevrolet rodaba lentamente, sorteando los pesados y ruidosos tranvías, a través de calles angostas de grueso empedrado. Los rápidos automóviles pasaban frente a él zumbando, adelantándose rápidamente hasta mezclarse con el abigarrado tránsito del centro. Recordó a Dora: "Hace frío. Vámonos". Pero él se hallaba ahora regresando a la parada de taxis frente a la Terminal: el claustro tranquilo del trabajo, sin un solo día franco (no le interesaba, nada le interesaba demasiado) y comer y dormir, y defecar y fornicar de vez en cuando en algún lupanar de la zona del puerto. Frenó en la esquina: un automóvil cruzó velozmente la bocacalle, desapareciendo en seguida, y entonces reanudó la marcha en segunda velocidad, y pudo asistir a la extinción en su memoria del nostálgico rostro de Dora, registrando en cambio el demorado sabor cálido de aquella voz sibilina, lenta y siniestra que sin palabras ni nada que se le pareciera (un palpitante y pesado coágulo húmedo color ocre estallando), repetía haciéndole entrecerrar los ojos de placer, aquellos inconfesables "no soy nada", "nadie es nada", mezclándose ahora, por primera vez, al recuerdo de aquel sombrío rostro color chocolate que acababa de murmurar, como sin inocencia: "Es inútil intentar vivir". El mundo era transparente y sólido como un diamante tibio, calentado entre almohadones de tibia lana; y el obsceno sentimiento ascendía y descendía modelándolo, alisando la superficie de su conciencia, una planicie semejante al desierto de los santos, vasta y vacua, pero voluptuosamente aceptada. Todo aparecía perfectamente claro y ordenado: levantarse temprano por las mañanas, ir al garage en busca del coche, trabajar durante toda la mañana, hacer un paréntesis para almorzar, reanudar después el trabajo hasta la noche, cenar, y acostarse de nuevo para levantarse a la mañana siguiente: había que tener demasiada mala suerte para que le pasara algo diferente a eso; y cuando lo pensaba, cuando recordaba que hasta entonces, desde que llegara a la ciudad, él estaba viviendo en un mundo ordenado y claro, esas obscenas ondas cálidas lo inundaban una y otra vez, lenta y dulcemente, lo sumergían en una dulce nada que resultaba finalmente blanca y ciega como el limbo.

Llegó al centro. Fue entrando en él de un modo gradual, entre un tránsito cada vez más numeroso de automóviles, ómnibus, motocicletas, bicicletas, tranvías. En las veredas caminaba más gente, cada vez más a medida que se internaba en el corazón de la ciudad, gente entrando y saliendo de los comercios, yendo por las veredas o descendiendo a la calle para sortear grupos de caminantes menos apresurados, y ascendiendo después de dar cuatro o cinco pasos sobre las vías del tranvía, para continuar sobre la vereda su apurado paseo. A medida que se internaba en el centro también los comercios iban haciéndose más numerosos y elegantes: casas de venta de artefactos eléctricos, heladeras, lavarropas, licuadoras, máquinas de afeitar, cocinas, calefones; zapaterías, camiserías, tiendas, bazares, mueblerías, perfumerías de precarias vidrieras iluminadas con luces de colores o cortinados de terciopelo, confiterías, joyerías, armerías, cigarrerías, infinitos e inútiles comercios cuyos letreros luminosos se hallaban ya encendidos contaminando la atmósfera azul con resplandores violetas, amarillos, rojos, verdes y azules. El tránsito se desplazaba lentamente; un camión con altoparlante propalaba música brasileña, mezclándose al murmullo de la gente, a las bocinas de los automóviles, a los motores y a las campanillas de los tranvías.

Detuvo el Chevrolet con el motor en marcha, a mitad de cuadra, tras una larga hilera de vehículos. Vio entonces avanzar a Barco, desde la vereda, con un aire apurado y nervioso; le hacía señas. Se acercó al coche y su gran cara emergió sonriendo en el marco de la ventanilla.

– Hola -dijo-. ¿Está libre?

– Suba -dijo.

Barco abrió la portezuela delantera y se sentó junto a él. Vestía un traje claro y liviano de confección mediocre. Al parecer acababa de higienizarse minuciosamente, y desde su pelo asentado y húmedo una gotita de agua descendía por su frente, dejando sobre ella una pequeña estela brillante. Con un pañuelo inmaculado que extrajo del bolsillo superior del saco se secó cuidadosamente la frente.

– ¿Qué tal? -dijo guardando el pañuelo. En seguida le dio la dirección.

– ¿Hace mucho que no va por la "Arboleda"? -dijo.

– Estuve anoche -dijo Barco-. Vine esta mañana.

El tránsito comenzó a moverse con lentitud. El Chevrolet avanzó en primera, pesado y lento como un escarabajo; un ómnibus dobló en la esquina, a la derecha, en dirección a la Terminal, descongestionando un poco la aglomeración, y los vehículos comenzaron a apresurar la marcha. Cambió a segunda velocidad, detrás de una "Estanciera" azul, pasó la esquina, cambió a tercera sorteando la "Estanciera" que Barco miró distraídamente al pasar, y en la esquina dobló hacia la izquierda. Barco sacó un paquete de "Saratoga" sin abrir, tiró con minuciosa lentitud de la cinta roja, hizo una pelotita con el celofán arrojándolo por la ventanilla, abrió el paquete y le ofreció un cigarrillo.

– No fumo. Gracias -dijo.

Barco extrajo un cigarrillo, se guardó el paquete, y encendió el cigarrillo con un pequeño encendedor dorado. El coche pasó frente a la Jefatura de Policía y el Consejo de Educación, hacia el oeste, y después dobló a la derecha, hacia el norte, bordeando la plaza San Martín.

– Se olvidó de bajar la bandera -dijo Barco, señalando el taxímetro.

– No importa -sonrió-. Es un obsequio de la casa.

– Bueno -dijo Barco-. Gracias. Pero la próxima vez voy a tener que tomar otro coche.

Recordó a Gabriel, de pie bajo el letrero luminoso, alzando lentamente la mano en señal de despedida; y en seguida: "Hace frío. Vámonos", y el banco semicircular de piedra, la mesa redonda de piedra, las cabañas de madera ocupadas de vez en cuando por alguna pareja, las murmurantes casuarinas en el débil viento, la cálida mañana del final del verano ascendiendo tras la cabeza de Dora, entre la grave vegetación de la plaza junto a la cual ahora se hallaban pasando. Era sin duda preferible mil veces no haber nacido, pensó, mientras el Chevrolet dejaba atrás la plaza.

– Tengo una despedida -murmuró Barco en un tono melancólico.

Respondió algo que debía entenderse como una muestra de interés hacia lo que Barco estaba diciendo.

– Una mansión que se liquida -murmuró Barco, hablando como para sí mismo-. ¿Se acuerda de Tomatis?

– El periodista -dijo.

– Exactamente. El mismo. La vez pasada estuvo buscándolo para hacer un viaje a la "Arboleda". No lo encontró. Lo buscó a usted porque andaba escaso de fondos.

– ¿Fue a la estación? Es una lástima. Yo podía haberlo llevado -dijo.

– No se preocupe -dijo Barco riendo-. No le va a faltar oportunidad. Nosotros siempre andamos escasos de fondos.

Siempre habla así, pensó, mitad en serio, mitad en broma y siempre desde afuera, y si por casualidad aquella noche no hubiera faltado, entonces él… Ahora estaba oscureciendo, las luces del alumbrado público se encendieron simultáneamente en toda la ciudad y podían verse ya los puntos rojos de las luces traseras de los automóviles.

– ¿Y esta noche? -dijo-. ¿No va a la "Arboleda?

– No creo -dijo Barco, mirándolo con alguna curiosidad en la penumbra del coche-. Esta noche tengo una despedida. Unas chicas amigas se van de la ciudad. Creo que esta vez no vuelven, Dios quiera que no.

Él se rió.

– ¿Por? -dijo.

– Nada -dijo Barco, mirando la brasa de su cigarrillo y echando un poco de humo hacia ella-. Dios quiera que se acomoden y puedan vivir -agregó, con un tono irónico.

– Vengo de llevar a un matrimonio -dijo-. Parece que se les había muerto una hija, o algo así. La mujer lloraba. El hombre dijo en un momento dado que no se podía vivir.

– En realidad -dijo Barco, moviéndose perezosamente sobre el asiento-, razón no le falta. Lo que me parece mal es que se den cuenta de eso cuando les pasa algo grave. Mientras tanto, viven haciéndole porquerías al prójimo.

– No me dio esa impresión -dijo-. Más bien me pareció que quiso decir que no se podía vivir de ninguna manera y… y nunca.

– ¿Usted qué entiende por vivir? -dijo Barco, algo brutalmente y como si no esperara respuesta.

– No entiendo nada -dijo.

Barco se incorporó y lo miró. Parecía sorprendido. Arrojó el cigarrillo por la ventanilla y se cruzó de piernas. No dijo nada. El coche llegó al bulevar y dobló hacia la izquierda, en dirección al oeste nuevamente. Corrió cinco cuadras por el bulevar, hasta la feria rural, y dobló hacia la derecha entrando en una ancha avenida arbolada, cuyas manos de tránsito se hallaban separadas por las vías del tranvía.

– Después del pasonivel -dijo Barco.

El coche avanzó tres cuadras más, pasando las barreras y saltando sobre las vías del tren. Barco dijo: "Antes de llegar a la esquina" y el coche se detuvo frente a una puerta que comunicaba con un largo pasillo en cuyo fondo se hallaba encendida una lámpara de terrosa luz sucia.

– ¿En serio que no quiere cobrar? -dijo Barco.

– No -dijo-. De veras. Quédese tranquilo. Vaya a buscarme cuando quiera, para ir a la "Arboleda" o a donde quiera. El periodista también.

Barco le estrechó la mano.

– Gracias -dijo.

Abrió la portezuela, a punto de descender, pero se volvió de pronto y se quedó mirándolo.

– Interprételo como quiera -dijo-. Nadie entiende nada. Pero llega1 un momento en que a cualquiera se le puede presentar la oportunidad de vivir: si la deja pasar, o es un estúpido, o es un cretino, o es un santo. -Descendió y cerró la portezuela. Su cara reapareció por la ventanilla-. Hasta la vista -dijo, sonriendo. Se dirigió a la puerta y entró en el largo pasillo iluminado.

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