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Ahora pasaban por la usina, separada de la calle por un largo muro oscuro. Sobre el borde de la vereda, los grandes árboles de fronda perenne reverdecida por la primavera se hamacaban en el viento. Una ráfaga de pronto los inclinaba hacia un lado y los mantenía así, temblando y resistiendo por un momento, como si quisiera quebrarlos o vencerlos. Recordaban una cabeza desvalida que una mano obstinada y rigurosa sumerge por la fuerza en el agua.

Dora habló pensativamente.

– Coria es demasiado nervioso -dijo-. Está decidido a darme todos los gustos.

– ¿Cómo se arregló lo del correo? -preguntó.

Ella se alzó levemente la pollera y se hacía viento en la cara con la mano libre, mirando por la ventanilla.

– ¿Qué correo? -dijo-. Ah, sí. Me dejaron cesante. -Lo miró-. Tu consejo -dijo.

Se sintió enrojecer nuevamente. Dora se volvió hacia él mirándolo con una sonrisa tierna y burlona.

– No es nada, corazón -dijo-. El empleo no me importa nada.

– Sin embargo -dijo él con lentitud-, me parece que sí, que te importa.

– Estás empeñado en demostrarme que tengo buen corazón -dijo Dora-. No te hagas problemas. No es así, y te puedo asegurar que vivo mucho más tranquila.

– Ya lo sé -dijo él.

Dora hizo unos gestos de pereza y aburrimiento consistentes en echar los brazos para atrás, tensamente, irguiendo el pecho y hundiendo en él el mentón.

– Para que tanto buen corazón -dijo.

La miró de reojo, sin que Dora lo advirtiera, deseándola. Recordó su vientre y sus senos, sus muslos, aquella noche, al final del verano, y Gabriel despidiéndose de ellos casi con alivio, bajo el letrero luminoso de la "Arboleda". Gabriel era un tipo bastante singular: metido en ese cuarto lleno de

libros al frente del motel, charlando el santo día con esos amigos que al parecer no hacían otra cosa que no fuera estarse echados bebiendo cognac o vino o whisky hasta la mañana. Todos tipos raros, ese Barco, por ejemplo, él lo conocía: un tipo simpático. Lo había llevado más de una vez hasta lo de Gabriel o en algún viaje por la ciudad. Un tipo alto y algo bocón, moviéndose lenta pero nerviosamente.

El vientre de ella, lo recordaba, redondo, atezado, y en el extremo, en la suave pendiente, entre las piernas encimadas en una actitud de abandono delicado, un mechón de vello rubio húmedo y suave. El alivio de Gabriel contenía una mezcla de piedad, de anuencia evangélica. Lo recordaba, bajo la luz verde y roja del letrero luminoso, alzando la mano, la melena rubia y desordenada, los ojos ocultos tras los anteojos oscuros. Podía recordar el trayecto desde la "Arboleda" hasta el amueblado del sur: una atmósfera de luces rojas y verdes mechando aquí y allá la oscuridad, y después, a lo largo de la avenida costanera, desde el camino, las luces de la ciudad, repitiéndose sobre la superficie del río; después el trabajoso puente de cables, hierro y tablones retumbando bajo las ruedas del Chevrolet, y por fin, llana y desierta en la madrugada, la inconmovible y solitaria ciudad.

Ahora doblaban hacia el Club de Regatas.

– ¿Me vas a pasar a buscar a las nueve menos cuarto? -dijo Dora-. Es la casa de mi hermana.

– Ahí fuimos a buscar la valija aquella mañana -dijo-. Me acuerdo perfectamente.

Quedaron en silencio. El coche pasó frente al Club de Regatas, tomó hacia el paseo de la costanera, y allá adelante estaba de nuevo, el trabajoso y pesado puente de cables, hierro y tablones. El sol declinante le daba al agua, de un modo misterioso, una tonalidad semejante a la del acero. Los árboles del parque, del otro lado del paseo, eran atravesados por una luz cuya consistencia parecía ser la de un metal duro, polvoriento y rojizo.

Pero ella se había entregado con una anuencia casi mecánica, silenciosa y perpleja, desnuda, sobre la cama, en el amueblado del sur, pensó recordando el incesante zumbido del ventilador, unos pasos retumbando tras la puerta, a lo largo del sombrío pasillo, el reglamento de la casa, con la cortés advertencia final "¿No se olvida usted de nada?", clavado sobre la puerta de salida. En un momento dado todo aquello había desaparecido, y el recuerdo se convertía en la imagen de un torbellino gradual de cantos afilados mezclándose, de substancias húmedas y pesadas fundiéndose, para ir después ordenándose nuevamente, devolviendo cada cosa al reposo, a su lugar, moviéndose apenas, cada vez menos, hasta detenerse por completo, como en la fase final del ciclo entero de un tiovivo. Y después la melancólica voz de Dora: "Hace frío. Vámonos".

Pasaron junto a la entrada del puente y el Chevrolet continuó rodando por la costanera. Vio el puente alejarse, moviendo el retrovisor. Le costó hacer la pregunta; sentía la lengua pesada y un temblor en el corazón, así como también un calor especial en las sienes.

– ¿Cómo estás ahora? -dijo. No era eso. Se había expresado mal, eligiendo erróneamente las palabras. Intentó hacerlo de otra manera.

– ¿Te cuesta tanto todavía? -dijo.

Ella no lo oyó. Se hallaba al parecer pensando en otra cosa. Había estado mirando por la ventanilla: el paseo, el río, las islas, el terraplén del camino de asfalto serpeando hacia el este desde la salida misma del puente, entre los sauces, y ahora se volvía hacia él con lentitud, la voz todavía insegura y ensimismada, como si hubiera dispuesto sin demasiada decisión comunicar sus pensamientos:

– No me gusta estar con vos -dijo-. En serio. No es que no te quiera. Pensé mucho en vos mientras estuve fuera de la ciudad. Pero no quiero complicaciones. Quiero ser libre y no pensar en nada. ¿Entendido? Lo tengo así decidido. -Alzó una mano y la dejó caer sobre la negra falda de la pollera. -Coria me conviene, es otra cosa.

El sonreía, se sentía sonreír dulcemente, sin dejar de mirar la costanera: los álamos se inclinaban en dirección al río.

– ¿Así que no querés complicaciones? -dijo.

– Así es -dijo Dora-. Ninguna.

– Vaguita -murmuró.

Ella se rió.

– Para un momento, corazón -dijo-. Vamos a bajar.

El miró su reloj pulsera y frenó. Descendieron del coche y caminaron hacia el paseo. Sentía que el viento hacia flamear su corbata y sus pantalones. Dora caminaba adelante, a dos metros de distancia de él, sosteniéndose el pelo con una mano apoyada en la coronilla de la cabeza. El sol declinante emitía unos reflejos horizontales que pasaban sobre el río relumbrando más allá de la otra orilla, sobre el terraplén del camino. Frente a la costanera, sobre la otra calle, detrás de los álamos inclinados ahora hacia ellos, se alzaba, la larga hilera de chalets con sus tejas rojas, sus blancas paredes con ventanales abiertos a unos ordenados y tranquilos jardines de hierba transplantada artificialmente, atravesados por unos vivos y angostos senderos de polvo de ladrillo.

Iba detrás de Dora. Ella miraba con distracción el agua, el puente y el terraplén. Sobre el puente, ahora, pasaban lentamente dos camiones con acoplado y un coche verde. "Dora está hasta la coronilla de todo el mundo", pensó, y recordó el regreso del amueblado del sur: cómo no habían hablado una sola palabra, cómo ella parecía a punto de llorar, cómo fueron a tomar sopa a las cinco de la mañana, de aquella mañana cálida del final del último verano. "De todo el mundo, excepción hecha de mi persona", pensó, sin palabras, recordando más bien esas fugaces miradas de nostalgia y pesadumbre que ella había dejado entrever un momento antes, cuando le hablaba de su libertad. Ahora Dora se hallaba caminando a lo largo del paseo y él la veía yendo detrás suyo, viendo cómo Dora había dejado de sostenerse el pelo, y viendo cómo el viento se lo desordenaba. Su rojo suéter relumbraba concentrando la muriente luz roja de la tarde, y él veía las firmes piernas, la pollera ajustada al trasero redondo y a los muslos; las piernas se afinaban hasta desaparecer en sus zapatos negros, de tacos altísimos. "Está ahí", pensó. Se detuvo. Dora continuaba caminando. Viéndola alejarse regresó una vez más hasta aquella lenta madrugada del final del verano, y entonces comenzó en su interior la corriente cálida y obscena que, sin ninguna palabra, en medio de unos rápidos desasosiegos voluptuosos, lo inducía a pensar: "Habríamos tenido una suerte muy grande si no hubiéramos nacido, ni yo ni ella", hasta que unas tiernas y frágiles risas y voces de polvo y humo cobraron corporeidad en su interior, y lo ayudaron a pensar: "Pero existimos".

Dora se había detenido, apoyada en la baranda de cemento del paseo, mirando el agua.

– Eh -lo llamó.

Se aproximó con lentitud, sintiendo el viento que le daba en pleno rostro.

– Recién saltó un pescado -dijo Dora. El viento encrespaba nerviosamente la superficie del agua-. Lo vi lo más bien. Era dorado y brillante -dijo, y clavó la mirada melancólicamente sobre la superficie del agua.

"Ahora va a levantar la cabeza y va a mirarme", pensó él. "De golpe. Ahora". Fue así, en efecto, pero él se hallaba mirando ya hacia el río. Sintió el movimiento, y continuó sintiendo la mirada de Dora sobre su rostro.

– Ey -dijo Dora, suavemente.

– Era un amarillo -dijo él-. Es raro en esta época. Andan mucho más con el frío. _ "Ahora va a tocarme el brazo".

Dio un paso hacia el costado, fingiendo hallarse distraído. Dora quedó con el brazo a medio camino. "Oiga, chófer" -dijo Dora-, "lléveme para mi casa". Él se volvió sonriendo, hizo una reverencia y Dora pasó junto a él, hacia el automóvil. La siguió de cerca. "A las nueve menos cuarto en punto, eh" dijo Dora sin mirarlo. "¿En punto flaco, eh?" -dijo.

– Perfecto -respondió.

La espalda de Dora era, como todo su cuerpo, firme al tacto y a la vista: una espalda algo hundida, flexible y corta, de saludable piel dura. Recordó a Gabriel, bajo la luz verde y roja del letrero luminoso. El había ido a llevar un pasajero hasta la "Arboleda". Gabriel se hallaba en la cocina, leyendo.

Gabriel no daba la mano como todo el mundo: te tomaba la mano entre las de él, oprimiéndola tiernamente, daba dos o tres pasos nerviosos sin soltarte la mano, como si le costara decidir en seguida de qué manera celebrar tu llegada, y recién después te soltaba. Estaba solo, no se hallaba con él ninguno de aquellos amigos desocupados que iban a visitarlo casi todas las noches, y él, pensándolo, estaba seguro de que ésa era la razón por la cual Gabriel le había confiado a Dora, además de intuir que lo que deseaba realmente Gabriel era poder continuar su lectura sin mayores complicaciones y con la conciencia perfectamente tranquila. Él había conocido a Dora por el hecho casual de que a Barco esa noche se le había ocurrido ir a dormir temprano, o porque se le había presentado la oportunidad de ir a matar el tiempo a otro sitio que no era la "Arboleda".

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