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– Iremos a eso de las siete -dijo Santiago-. A comer, okey. Chau, Teté.

Se había arreglado para esa visita más que para el matrimonio, Zavalita. Había ido a peinarse a una peluquería, pedido a doña Lucía que la ayudara a planchar una blusa, se había probado todos sus vestidos y zapatos y mirado y remirado en el espejo y demorado una hora en pintarse la boca y las uñas. Piensa: pobre flaquita. Había estado muy segura toda la tarde, mientras cotejaba y decidía su vestuario, muy risueña haciéndote preguntas sobre don Fermín y la señora Zoila y el Chispas y la Teté, pero al atardecer, cuando paseaba delante de Santiago, ¿cómo le quedaba esto amor, le caía esto otro amor?, ya su locuacidad era excesiva, su desenvoltura demasiado artificial y había esas chispitas de angustia en sus ojos. En el taxi, camino a Miraflores, había estado muda y seria, con la inquietud estampada en la boca.

– ¿Me van a mirar como a un marciano, no? -dijo de pronto.

– Como a una marciana, más bien -dijo Santiago-. Qué te importa.

Sí le importó, Zavalita. Al tocar el timbre de la casa, la sintió buscar su brazo, la vio protegerse el peinado con la mano libre. Era absurdo, qué hacían aquí, por qué tenían que pasar ese examen: habías sentido furia, Zavalita. Ahí estaba la Teté, vestida de fiesta en el umbral, saltando. Besó a Santiago, abrazó y besó a Ana, decía cosas, daba grititos, y ahí estaban los ojitos de la Teté, como un minuto después los ojitos del Chispas y los ojos de los papás, buscándola, trepanándola, autopsiándola. Entre las risas, chillidos y abrazos de la Teté, ahí estaban ese par de ojos. La Teté cogió del brazo a cada uno, cruzó con ellos el jardín sin dejar un segundo de hablar, arrastrándolos en su remolino de exclamaciones y preguntas y felicidades, y lanzando siempre las inevitables, veloces miradas de soslayo hacia Ana que se tropezaba. Toda la familia esperaba reunida en la sala. El Tribunal, Zavalita. Ahí estaba: incluso Popeye, incluso Cary, la novia de Chispas, todos de fiesta. Cinco pares de fusiles, piensa, apuntando y disparando al mismo tiempo contra Ana.

Piensa: la cara de la mamá. No la conocías bien a la mamá, Zavalita, creías que tenía más dominio de sí misma más mundo, que se gobernaba mejor. Pero no disimuló ni su contrariedad ni su estupor ni su desilusión; sólo su cólera, al principio y a medias. Fue la última en acercarse a ellos, como un penitente que arrastra cadenas, lívida. Besó a Santiago murmurando algo que no entendiste -le temblaba el labio, piensa le habían crecido los ojos- y después y con esfuerzo se volvió hacia Ana que estaba abriendo los brazos. Pero ella no la abrazó ni le sonrió; se inclinó apenas, rozó con su mejilla la de Ana y se apartó al instante: hola, Ana. Endureció todavía más la cara, se volvió hacia Santiago y Santiago miró a Ana: había enrojecido de golpe y ahora don Fermín trataba de arreglar las cosas. Se había precipitado hacia Ana, así que ésta era su nuera, la había abrazado de nuevo éste el secreto que les tenía escondido el flaco. El Chispas abrazó a Ana con una sonrisa de hipopótamo y a Santiago le dio un palmazo en la espalda exclamando cortado qué guardadito te lo tenías. También en él aparecía a ratos la misma expresión embarazada y funeral que ponía don Fermín cuando descuidaba su cara un segundo y olvidaba sonreír. Sólo Popeye parecía divertido y a sus anchas. Menudita, rubiecita, con su voz de pito y su vestido negro de crepé, Cary había comenzado a hacer preguntas antes de que se sentaran, con una risita inocente que escarapelaba. Pero la Teté se había portado bien, Zavalita, hecho lo imposible por rellenar los vacíos con púas de la conversación, por endulzar el trago amargo que la mamá, queriendo o sin querer, le hizo pasar a Ana esas dos horas. No le había dirigido la palabra ni una vez y cuando don Fermín, angustiosamente jocoso, abrió una botella de champagne y trajeron bocaditos, olvidó pasarle a Ana la fuente de palitos de queso. Y había permanecido tiesa y desinteresada -el labio siempre temblándole, las pupilas dilatadas y fijas-, cuando Ana, acosada por Cary y la Teté, explicó, equivocándose y contradiciéndose, cómo y dónde se habían casado. En privado, sin partes, sin fiesta, qué locos, decía la Teté, y Cary qué sencillo, qué bonito, y miraba al Chispas. A ratos, como recordando que debía hacerlo, don Fermín salía de su mutismo con un pequeño sobresalto, se adelantaba en el asiento y decía algo cariñoso a Ana. Qué incómodo se lo notaba, Zavalita, qué trabajo le costaba esa naturalidad, esa familiaridad.

Habían traído más bocaditos, don Fermín sirvió una segunda copa de champagne, y en los segundos que bebían había un fugaz alivio en la tensión. De reojo, Santiago veía el empeño de Ana por tragar los bocaditos que le pasaba la Teté, y respondía como podía a las bromas -cada vez más tímidas, más falsas- que le hacía Popeye. Parecía que el aire se fuera a encender, piensa, que una fogata fuera a aparecer en medio del grupo. Imperturbable, con tenacidad, con salud, Cary metía la pata a cada instante. Abría la boca, ¿en quécolegio estudiaste, Ana?, y condensaba la atmósfera, ¿el María Parado de Bellido era un colegio nacional, no?, y añadía tics y temblores, ¡ah, había estudiado enfermería!, a la cara de la mamá, ¿pero no para voluntaria de la Cruz Roja sino como profesión? Así que sabías poner inyecciones Ana, así que habías trabajado en "La Maison de Santé” y en el hospital Obrero de Ica.

Ahí la mamá, Zavalita, pestañeando, mordiéndose el labio, revolviéndose en el asiento como si fuera un hormiguero. Ahí el papá, la mirada en la punta del zapato, escuchando, alzando la cabeza y porfiando por sonreír contigo y con Ana. Encogida en el asiento, una tostada con anchoas bailando entre sus dedos, Ana miraba a Cary como un atemorizado alumno al examinador. Un momento después se levantó, fue hacia la Teté y le habló al oído en medio de un silencio eléctrico. Claro, dijo la Teté, ven conmigo. Se alejaron, desaparecieron en la escalera, y Santiago miró a la señora Zoila. No decía nada todavía, Zavalita. Tenía el ceño fruncido, su labio temblaba, te miraba. Pensabas no le va a importar que estén aquí Popeye y Cary, piensa, es más fuerte que ella, no se va a aguantar.

– ¿No te da vergüenza? -su voz era dura y profunda, los ojos se le enrojecían, hablaba y se retorcía las manos-. ¿Casarte así, a escondidas, así? ¿Hacerles pasar esta vergüenza a tus padres, a tus hermanos?

Don Fermín seguía cabizbajo, absorto en sus zapatos, y a Popeye se le había cristalizado la sonrisa y parecía idiota. Cary miraba a uno y a otro, descubriendo que ocurría algo, preguntando con los ojos qué pasa, y el Chispas había cruzado los brazos y observaba a Santiago con severidad.

– Éste no es el momento, mamá -dijo Santiago-. Si hubiera sabido que te ibas a poner así, no venía.

– Hubiera preferido mil veces que no vinieras -dijo la señora Zoila, alzando la voz-. ¿Me oyes, me oyes? Mil veces no verte más que casado así, pedazo de loco.

– Cállate, Zoila -don Fermín la había cogido del brazo, Popeye y el Chispas miraban asustados hacia la escalera, Cary había abierto la boca-. Hija, por favor.

– ¿No ves con quién se ha casado? -sollozó la señora Zoila-. ¿No te das cuenta, no ves? ¿Cómo voy a aceptar, cómo voy a ver a mi hijo casado con una que puede ser su sirvienta?

– Zoila, no seas idiota -pálido también él, Zavalita, aterrorizado también él. Qué estupideces dices, hija. La chica te va a oír. Es la mujer de Santiago, Zoila.

La voz enronquecida y atolondrada del papá, Zavalita, los esfuerzos de él y del Chispas por calmar, callar a la mamá que sollozaba a gritos. La cara de Popeye estaba pecosa y granate, Cary se había acurrucado en el asiento como si hiciera un frío polar.

– No la vas a ver nunca más pero ahora cállate, mamá -dijo Santiago, por fin-. No te permito que la insultes. Ella no te ha hecho nada y…

– ¿No me ha hecho nada, nada? -rugió la señora Zoila, tratando de zafarse del Chispas y de don Fermín-. Te engatusó, te volteó la cabeza ¿y esa huachafita no me ha hecho nada?

Uno mexicano, piensa, uno de ésos que te gustan.

Piensa: sólo faltaron mariachis y charros, amor. El Chispas y don Fermín se habían llevado por fin a la señora Zoila casi a rastras hacia el escritorio y Santiago estaba de pie. Mirabas la escalera, Zavalita, ubicabas el baño, calculabas la distancia: sí, había oído.

Ahí estaba esa indignación que no sentías hacía años, ese odio santo de los tiempos de Cahuide y la revolución, Zavalita. Adentro se oían los gemidos de la mamá, la desolada voz recriminatoria del papá. El Chispas había regresado a la sala un momento después, congestionado, increíblemente furioso:

– Le has hecho dar un vahído a la mamá -él furioso, piensa, el Chispas furioso, el pobre Chispas furioso-. No se puede vivir en paz aquí por tus locuras, parece que no tuvieras otra cosa que hacer que darles colerones a los viejos.

– Chispas, por favor -pió Cary, levantándose-. Por favor, por favor, Chispas.

– No pasa nada, amor -dijo el Chispas-. Sino que este loco siempre hace las cosas mal. El papá tan delicado y éste…

– A la mamá le puedo aguantar ciertas cosas pero no a ti -dijo Santiago-. No a ti, Chispas, te advierto.

– ¿Me adviertes a mí? -dijo el Chispas, pero ya Cary y Popeye lo habían sujetado y lo hacían retroceder ¿de qué se ríe, niño?, dice Ambrosio. No te reías Zavalita, mirabas la escalera y oías a tu espalda la estrangulada voz de Popeye: no se calienten hombre, ya pasó hombre. ¿Estaba llorando y por eso no bajaba, subías a buscarla o esperabas? Aparecieron por fin en lo alto de la escalera y la Teté miraba como si hubieran fantasmas o demonios en la sala, pero tú te habías portado soberbiamente corazón, piensa, mejor que María Félix en ésa, que Libertad Lamarque en esa otra.

Bajó la escalera despacio, agarrada al pasamano, mirando sólo a Santiago, y al llegar dijo con voz firme:

– ¿Ya es tarde, no? ¿Ya tenemos que irnos, no amor?

– Sí -dijo Santiago-. Aquí en el óvalo conseguiremos un taxi.

– Nosotros los llevamos -dijo Popeye, casi gritando-. ¿Los llevamos, no Teté?

– Claro -balbuceó la Teté-. Como paseando.

Ana dijo hasta luego, pasó junto al Chispas y Cary sin darles la mano, y caminó rápidamente hacia el jardín, seguida por Santiago, que no se despidió. Popeye se adelantó a ellos a saltos para abrir la puerta de calle y dejar pasar a Ana; luego corrió como si lo persiguieran y trajo su carro y se bajó de un brinco a abrirle la puerta a Ana: pobre pecoso. Al principio no hablaron. Santiago se puso a fumar, Popeye a fumar, muy derecha en el asiento Ana miraba por la ventanilla.

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