– Sí, como lo oyes, lo tengo muy bien estudiado -había dicho don Hilario-. La plata está tirada ahí, esperando que la recojamos. Sólo hace falta una pequeña inyección de capital.
Leoncio Paniagua venía a Pucallpa cada mes, sólo por un par de días y Amalia le había llegado a tomar simpatía por la forma como la trataba, por su terrible timidez. Se había acostumbrado a encontrarlo en la playita cada cuatro semanas, con su camisa de cuello, sus zapatones, ceremonioso y sofocado, limpiándose la cara empapada con un pañuelo de colores. Él no se bañaba nunca, se sentaba entre doña Lupe y ella y conversaban, y cuando ellas se metían al agua, él cuidaba a Amalita Hortensia. Nunca había pasado nada, nunca le había dicho nada; la miraba, suspiraba, y lo más que se atrevía era a decir qué pena irme mañana de Pucallpa o cuánto he pensado este mes en Pucallpa o por qué será que me gusta tanto venir a Pucallpa. Qué vergonzoso era ¿no, doña Lupe? Y doña Lupe: no, más bien era un romántico.
– El gran negocio que se le ocurrió es comprar otra funeraria, Amalia -había dicho Ambrosio-. La Modelo.
– La más acreditada, la que nos quita toda la clientela -había dicho don Hilario-. Ni una palabra más. Trae esa platita que tienes en Lima y hacemos un monopolio, Ambrosio.
A lo más que había llegado había sido, al cabo de los meses y más por darle gusto a doña Lupe que a él, a ir una vez a comer al chifa y luego al cine con Leoncio Paniagua. Habían ido de noche, por calles desiertas, al chifa menos concurrido, y entrado a la función comenzada y se habían salido antes del final. Leoncio Paniagua había sido más considerado que nunca, no sólo no había tratado de aprovecharse al estar solo con ella, sino que casi ni había hablado en toda la noche.
Dice que porque estaba tan emocionado, Amalia, dice que se le fue el habla de felicidad. ¿Pero de veras que ella le gustaba tanto, doña Lupe? De veras. Amalia: las noches que estaba en Pucallpa se venía a la cabaña de doña Lupe y le hablaba horas de ti y hasta lloraba.
Pero entonces ¿cómo a ella nunca le decía nada, doña Lupe? Porque era romántico, Amalia.
– Apenas tengo para comer y usted me pide otros quince mil soles -don Hilario se había creído la mentira que le conté, Amalia-. Ni que estuviera loco para meterme en otro negocio de funerarias, don.
– No es otro, es el mismo pero en grande y remachado -había insistido don Hilario-. Piénsalo y vas a ver que tengo razón..
Y una vez habían pasado dos meses sin que se apareciera por Pucallpa el huanuqueño. Amalia casi se había olvidado de él, la tarde que lo encontró, sentado en la playita del río, con su saco y su corbata cuidadosamente doblados sobre un periódico y un juguetito para Amalita Hortensia en la mano. ¿Qué había sido de su vida? Y él, temblando como si tuviera terciana: no iba a volver a Pucallpa, ¿podía hablarle un momentito a solas? Doña Lupe se había apartado con Amalita Hortensia y ellos habían conversado cerca de dos horas. Ya no era agente viajero, había heredado una tiendecita de un tío, de eso iba a hablarle. Lo había visto tan asustado, dar tantos rodeos y tartamudear tanto para pedirle que se fuera con él, que se casara con él, que hasta le había dado su poquito de pena decirle que si estaba loco, doña Lupe. Ya ves que te quería de verdad y no como una aventurita de paso, Amalia.
Leoncio Paniagua no había insistido, se había quedado mudo y como idiotizado y cuando Amalia le había aconsejado que se olvidara de ella y se buscara otra mujer allá en Huánuco, él movía la cabeza apenado y susurraba nunca. Este tonto hasta la había hecho sentirse mala, doña Lupe. Lo había visto por última vez esa tarde, cruzando la plaza hacia su hotelito y haciendo eses como borracho.
– Y cuando más apuros de plata teníamos, Amalia descubre que estaba encinta -dice Ambrosio- Los dos males juntos niño.
Pero la noticia lo había puesto contento: un compañerito para Amalita Hortensia, un hijito montañés.
Pantaleón y doña Lupe habían venido a la cabaña esa noche y habían estado tomando cerveza hasta tarde: Amalia estaba encinta, qué les parecía. Se habían divertido bastante, y Amalia se había mareado y hecho locuras: bailado sola, cantado, dicho palabrotas. Al día siguiente había amanecido débil y con vómitos y Ambrosio la había hecho avergonzar: la criatura nacería borracha con el baño que le diste anoche, Amalia.
– Si el médico hubiera dicho se puede morir, yo la habría hecho abortar -dice Ambrosio-. Allá es fácil, un montón de viejas saben preparar yerbas para eso. Pero no, se sentía muy bien y por eso no nos preocupamos de nada. Un sábado, el primer mes de embarazo, Amalia había ido con doña Lupe a pasar el día a Yarinacocha.
Toda la mañana habían estado sentadas bajo una enramada, mirando la laguna donde se bañaba la gente, el ojo redondo del sol que ardía en el cielo limpísimo.
Al mediodía habían desanudado sus atados y comido bajo un árbol, y entonces habían oído a dos mujeres que tomaban refrescos hablando pestes de Hilario Morales: era así, asá, había estafado, robado, si hubiera justicia ya estaría preso o muerto. Serán puras habladurías, había dicho doña Lupe, pero esa noche Amalia le había contado a Ambrosio.
– Peores cosas he oído yo de él, y no sólo aquí, también en Tingo María -le había dicho Ambrosio-. Lo que no entiendo es por qué no hace alguna viveza de ésas para que nuestro negocio dé ganancia.
– Porque te estará haciendo a ti las vivezas, tonto -había dicho Amalia.
– Ella me metió adentro la duda -dice Ambrosio-. La pobrecita tenía un olfato de perro, niño.
Desde entonces, cada noche, al volver a Pucallpa, aun antes de sacudirse el polvo rojizo del camino, le había preguntado a Amalia, ansioso: ¿cuántos grandes, cuántos chicos? Había apuntado todo lo que se vendía en una libretita y vuelto cada día con nuevas vivezas que había averiguado de don Hilario en Tingo María y Pucallpa.
– Si tanta desconfianza le tienes, se me ocurre una cosa -le había dicho Pantaleón-. Dile que te devuelva tu plata y vamos a hacer algo juntos.
Desde ese sábado en Yarinacocha, ella había vuelto a vigilar a los clientes de "Ataúdes Limbo" escrupulosamente. Este embarazo no había sido ni sombra del anterior, ni siquiera del primero, doña Lupe: ni mareos ni vómitos, casi ni sed. No había perdido las fuerzas, podría hacer el trabajo de la casa de lo más bien. Una mañana había ido con Ambrosio al hospital y tenido que hacer una cola larguísima. Se habían pasado la espera jugando a contar los gallinazos que veían asoleándose en los techos vecinos y, cuando les llegó el turno, Amalia estaba medio dormida. El médico la había examinado rapidito y dicho vístete, estás bien, que volviera dentro de un par de meses. Amalia se había vestido y sólo al momento de salir se había acordado.
– En la Maternidad de Lima me dijeron que con otro hijo me podía morir, doctor.
– Entonces has debido hacer caso y cuidarte -había refunfuñado el doctor; pero luego, como la había visto asustada, le había sonreído de mala gana-. No te asustes, cuídate y no te pasará nada.
Poco después se habían cumplido otros seis meses y Ambrosio, antes de ir a la oficina de don Hilario, la había llamado de una manera maliciosa: ven, un secreto. ¿Cuál? Iba a decirle que no quería seguir siendo su socio, ni tampoco su chofer, Amalia, que se metiera "El Rayo de la Montaña" y "Ataúdes Limbo" donde quisiera. Amalia lo había mirado asombrada y él: era una sorpresa que te tenía guardada, Amalia. Con Pantaleón se habían pasado este tiempo haciendo planes, habían decidido uno genial. Se llenarían los bolsillos a costa de don Hilario, Amalia, eso era lo más chistoso del caso. Estaban vendiendo una camionetita usada y él y Pantaleón la habían desarmado y expulgado hasta el alma: servía. La dejaban por ochenta mil y les aceptaban treinta mil de cuota inicial y lo demás en letras. Pantaleón pediría sus indemnizaciones y movería cielo y tierra para conseguir sus quince mil y la comprarían a medias y la manejarían a medias y cobrarían más barato y les quitarían la clientela a la Morales y a la Pucallpa.
– Imaginaciones -dice Ambrosio-. Quise terminar por donde debí comenzar al llegar a Pucallpa.
REGRESARON de Huacachina a Lima directamente, en el auto de una pareja de recién casados. La señora Lucía los recibió con suspiros en la puerta de la pensión, y después de abrazar a Ana se llevó a los ojos el ruedo del mandil. Había puesto flores en el cuartito, lavado las cortinas y cambiado las sábanas, y comprado una botellita de oporto para brindar por su felicidad. Cuando Ana empezaba a vaciar las maletas, llamó aparte a Santiago y le entregó un sobre con una sonrisita misteriosa: la había traído anteayer su hermanita. La letra miraflorina de la Teté, Zavalita, ¡bandido nos enteramos que te casaste!, su sintaxis gótica, y qué tal raza por el periódico. Todos estaban furiosos contigo (no te lo creas supersabio) y locos por conocer a mi cuñada. Que vinieran a la casa volando, iban a buscarte mañana y tarde porque se morían por conocerla. Qué loco eras, supersabio, y mil besos de la Teté.
– No te pongas tan pálido -se rió Ana-. Qué tiene que se hayan enterado, ¿acaso íbamos a estar casados en secreto?
– No es eso -dijo Santiago. Es que, bueno, tienes razón, soy un tonto.
– Claro que eres -volvió a reírse Ana-. Llámalos de una vez, o si quieres vamos a verlos de frente. Ni que fueran ogros, amor.
– Sí, mejor de una vez -dijo Santiago-. Les diré que iremos esta noche.
Con un cosquilleo de lombrices en el cuerpo bajó a llamar por teléfono y apenas dijo ¿aló? oyó el grito victorioso de la Teté: ¡ahí estaba el supersabio, papá!
Ahí estaba su voz que se rebalsaba, ¡pero cómo habías hecho eso, loco!, su euforia, ¿de veras te habías casado?, su curiosidad, ¿con quién, loco?, su impaciencia, cuándo y cómo y dónde, su risita, pero por qué ni les dijiste que tenias enamorada, sus preguntas, ¿te habías robado a mi cuñada, se habían casado escapándose, era ella menor de edad? Cuenta, cuenta, hombre.
– Primero déjame hablar -dijo Santiago-. No puedo contestarte todo eso a la vez.
– ¿Se llama Ana? -estalló de nuevo la Teté-. ¿Cómo es, de dónde es, cómo se apellida, yo la conozco, qué edad tiene?
– Mira, mejor le preguntas todo eso a ella -dijo Santiago-. ¿Van a estar a la noche en la casa?
– Por qué esta noche, idiota -gritó la Teté-. Vengan ahorita. ¿No ves que nos morimos de curiosidad?